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Cuando eres una persona conocida, te pasan cosas muy curiosas. El otro día estaba tomando un café en una terraza de la pequeña ciudad en la que vivo, Castelldefels, y se me acercó un señor que quería una selfi conmigo. Después de que nos hiciéramos la foto, me preguntó mi horóscopo. Yo le respondí que era Sagitario y él me dijo: «Uy, el mismo signo que mi exmujer, las sagitario tenéis mucho carácter», y luego añadió que se separaron por eso. Al final me contó que tenía un limonero y al rato volvió con una bolsa llena de limones. Y, nada, cuando llegué a mi casa puse los limones en un bol, sobre el mármol de la cocina, para que Marta, mi pareja —que es la que cocina bien de las dos—, los utilice cuando los necesite.
Momentos como este tengo que agradecérselos a Sálvame, programa de Telecinco del que soy colaboradora desde principios de julio de 2011. Antes trabajaba en DEC , el magazín producido por Ana Rosa Quintana que Jaime Cantizano presentaba en Antena3, y de tanto en tanto alguien me reconocía por la calle. Pero fue al entrar en Sálvame cuando mi vida cambió de verdad. Perdí totalmente mi intimidad. Al día siguiente de aparecer por primera vez en el programa, saqué a pasear a mi perrita de entonces, una cocker enana blanca y negra que se llamaba Sofi en honor a Sofía Mazagatos, que nos la regaló. Mientras la paseaba, me crucé con varios chavales, y me quedé de piedra cuando oí que se habían puesto a tatarear la sintonía de Sálvame. Más adelante, volví a quedarme de piedra cuando la gente descubrió dónde vivo y empezó a llamar al timbre de mi casa, y también cuando se publicaron unas fotos mías en Ibiza que no me gustaron nada.
Por suerte, siempre he sido una persona que se queda con las cosas buenas de la vida, así que prefiero centrarme en la gente que es agradable conmigo. Lo mismo me pasa con el programa en el que trabajo. Hay quien se centra en las peleas o en si cumplimos con el horario infantil... Yo me quedo con la compañía que le hacemos a la gente por las tardes, con tener la oportunidad de formar parte de uno de los formatos televisivos más revolucionarios de este país y, sobre todo, con el cariño de mis compañeras y de algunos de mis compañeros.
Cuando la gente piensa en mí, seguro que recuerda aquella frase que hace tantos años Bárbara Rey pronunció en directo: «Chelo, tú y yo hemos tenido una noche de amor». O quizá me ven en el plató de Sálvame, disfrazada de Amy Winehouse o incluso de cuadro. Yo los entiendo: es normal que recuerden lo que está más en la superficie. Pero la verdad es que, cuando eres conocida, la gente te identifica por cosas a las que tú no les das importancia. Por ejemplo, lo que ocurrió con Bárbara cuando éramos jóvenes para mí fue algo muy natural, y disfrazarme en televisión me ha costado mucho, porque soy más introvertida de lo que parece. Por eso yo, al pensar en mí misma, no me acuerdo de ninguna de esas cosas.
Los momentos que han marcado mi vida y que me han definido han sido otros. Lo más fuerte que me ha pasado fue perder a mi madre cuando solo tenía once años. Eso me convirtió en una mujer rebelde e independiente siendo todavía una niña. También me han pasado cosas muy bonitas. He tenido una relación maravillosa con mi padre, un hombre mucho más sensible de lo que se estilaba en su época. Fui la locutora más joven de Ourense, y allí, en la radio, tan pija como yo era, me enamoré de un hippy. Experimenté y viví el amor libre como yo quería vivirlo. Me salvé de un atentado por pocos minutos. Me procesaron por escándalo público por haber fotografiado a un hombre desnudo. Fui una de las periodistas más valoradas de este país durante la época dorada de la prensa del corazón. Me gané la confianza de las cantantes y las actrices de más éxito. Me casé con la persona más insospechada. Me reconcilié conmigo misma y con los demás bajo la preciosa noche estrellada de Honduras, cuando concursé en Supervivientes. He creado mi propia definición de lo que es una familia. ¡Y ahora dicen que soy un icono LGTBIQ +!
Me hace muy feliz que hayas abierto estas páginas para conocerme más a fondo. Espero que este libro sirva para que veas que tú también puedes ser auténtico o auténtica, luchar por dedicarte a lo que te apasiona y querer a quien tú quieras. Hoy, más que nunca, tenemos que mostrarle al mundo la belleza de nuestras historias. Y esta es la mía.
Comienzo a narrar mi historia el 4 de diciembre de 2021, con setenta años y un día. Nunca me ha gustado dar demasiadas vueltas a las cosas, pero este libro me ha obligado a mirar atrás y a reflexionar, y he visto claro que yo no tuve una infancia sino dos. La primera empezó cuando nací y terminó hacia los seis años. Mi segunda infancia fue de los seis a los once años. Y, a partir de entonces, dejé de ser una niña.
Pero vayamos a mi primera infancia, que fue la más feliz de todas. Por lo menos eso creo, porque estoy segura de que he construido mis recuerdos a través de fotos, como todo el mundo. Si la gente me cuenta sus recuerdos de cuando tenía dos o tres años, yo siempre pienso que solo están repitiendo lo que les han dicho sus padres o sus abuelos. Supongo que la vida ha hecho que sea una persona muy realista, muy poco dada a las fantasías, aunque no tengo ninguna duda de que fui una niña querida y deseada. Sé que mis padres me mimaban mucho y que nuestra familia fue alegre y luminosa.
Mis padres eran una pareja atractiva, con clase. Se conocieron en la ciudad gallega de Ourense, donde mi madre vivía con su familia, los Cadavid, que se caracterizan por tener buen fondo sin ser demasiado cariñosos y por sus preciosos ojos azules. Mi madre se llamaba Chelo, como yo, y fue una mujer avanzada a su época, que estudió Magisterio durante el franquismo y tenía ocurrencias muy originales. Yo siempre la recordaré en la playa, guapísima y luciendo el bañador con su cuerpazo. De hecho, se parecía mucho a Sara Montiel. Tanto que, según me han contado, cuando la actriz fue a Ourense a hacer un espectáculo a un teatro que había en la calle del Paseo, mi madre caminaba por allí fingiendo que era la Montiel y firmando autógrafos. Seguro que los transeúntes se lo creyeron porque, con lo coqueta que era, podía pasar perfectamente por alguien de la farándula. Además, era bellísima.
Los Cadavid eran una familia con seis hijos. Mi abuela, mamá Amalia, era muy buena persona, y mi abuelo, José Cadavid (al que llamábamos papá Pepe), era dueño de una empresa de camiones que se encargaba de transportar mercancías entre las cuatro provincias gallegas. Y, como muchos durante la época, aprovechaba para traer de estraperlo productos procedentes de Portugal, principalmente café y tabaco.
En este momento de la historia es cuando aparece mi padre, Rafael García-Cortés, nacido en Madrid, y que en los años cincuenta se encontraba trabajando provisionalmente en Galicia. Él era inspector de Abastos. Su trabajo consistía en ir a los establecimientos de Ourense para comprobar si la calidad de los productos era adecuada y si el precio era correcto. Y, debido a su trabajo, le hizo una inspección a mi abuelo.
Hay dos cosas que nunca he llegado a descubrir. Primero: si mi padre y mi madre ya se conocían antes de la inspección. Y segundo: si él encontró alguna mercancía ilegal en el garaje de los Cadavid. A mí me contaron que sus miradas ya se habían cruzado en la calle del Paseo. Pero me gusta imaginarme a mi padre, en medio de la tensión de una inspección, quedándose boquiabierto al toparse por primera vez con el bellezón que era mi madre. Seguramente ella también se quedaría muy impresionada, porque mi padre era elegantísimo, todo un señorito de Madrid.