Titulo original The Woods
Traducción del inglés Esther Roig,
Este libro está dedicado a
Alek Coben
Thomas Bradbeer
Annie van derHeide.
Las tres alegrías a las que tengo la suerte de llamar ahijados.
Veo a mi padre con aquella pala.
Las lágrimas le resbalan por las mejillas. Un sollozo horrible y gutural surge del fondo de sus pulmones y se escapa entre sus labios. Levanta la pala y la hunde en la tierra. La hoja desgarra la tierra como si se tratara de carne húmeda.
Tengo dieciocho años, y éste es mi recuerdo más vivo de mi padre: él, en el bosque, con aquella pala. No sabe que estoy mirando; me escondo tras un árbol mientras él cava. Lo hace con rabia, como si la tierra le hubiera enfurecido y buscara venganza.
Nunca había visto llorar a mi padre, ni cuando murió su padre, ni cuando mi madre se marchó y nos abandonó, ni cuando se enteró de lo de mi hermana, Camille. Pero ahora está llorando. Llora sin ninguna vergüenza. Las lágrimas le caen en cascada por la cara. Los sollozos resuenan entre los árboles.
Es la primera vez que le espío de esta manera. Casi todos los sábados finge que se va de pesca, pero yo nunca me lo he creído.
Creo que siempre supe que este lugar, este horrible lugar, era su destino secreto.
Porque a veces también es el mío.
Me quedo detrás de los árboles observándolo. Lo haré ocho veces más. Nunca le interrumpo. Nunca me dejo ver. Creo que no sabe que estoy aquí. De hecho, estoy seguro. Y entonces un día, cuando va a coger el coche, mi padre me mira con los ojos secos y dice:
– Hoy no, Paul. Hoy voy yo solo.
Le miro alejarse. Es la última vez que va al bosque.
Dos décadas después, en su lecho de muerte, mi padre coge mi mano. Está muy medicado. Tiene las manos ásperas y callosas. Ha trabajado con ellas toda la vida, incluso en años más prósperos y en un país que ya no existe. Tiene una de esas apariencias endurecidas en las que toda la piel parece quemada y dura, casi como su propio caparazón de tortuga. Ha sufrido un dolor físico inmenso, pero no llora.
Sólo cierra los ojos y aguanta.
Mi padre siempre me ha hecho sentir seguro, incluso ahora que ya soy un adulto con una hija. Hace tres meses fuimos a un bar, cuando él todavía tenía fuerzas para ello, y se armó una bronca. Mi padre se colocó frente a mí, dispuesto a detener a cualquiera que se me acercara. Todavía. Así es él.
Le miro en la cama. Pienso en aquellos días en el bosque. Pienso en cómo cavaba, en cómo lo dejó por fin, en cómo pensé que se había rendido después de que mi madre se fuera.
– ¿Paul?
Mi padre se agita de repente.
Quiero suplicarle que no se muera, pero no estaría bien. Ya he pasado por esto. Las cosas no mejoran, para nadie.
– Tranquilo, papá -digo-. Todo se arreglará.
No se tranquiliza. Intenta incorporarse. Quiero ayudarle, pero me aparta. Me mira fijamente a los ojos y veo claridad, o tal vez sea una de esas cosas que deseamos creer al final. Un último consuelo falso.
Se le escapa una lágrima. La veo resbalar lentamente por su mejilla.
– Paul -dice mi padre, todavía con un fuerte acento ruso-. Todavía necesitamos encontrarla.
– La encontraremos, papá.
Me mira fijamente otra vez. Asiento con la cabeza para calmarlo. Pero no creo que quiera que le tranquilice; creo que, por primera vez, busca culpabilidad.
– ¿Lo sabías? -pregunta, con una voz apenas audible.
Siento que todo mi cuerpo se estremece, pero no parpadeo, no aparto la mirada. Me pregunto qué ve, qué cree. Pero nunca lo sabré.
Porque entonces, justo entonces, mi padre cierra los ojos y muere.
Tres meses después
Estaba sentado en el gimnasio de una escuela elemental, observando a Cara, mi hija de seis años, deslizarse nerviosamente por una barra de equilibrio situada a unos diez centímetros del suelo, pero en menos de una hora estaré mirando la cara de un hombre que ha sido perversamente asesinado.
Eso no debería sorprender a nadie.
Con los años -y de las formas más horribles que uno pueda imaginar- he aprendido que la pared que separa la vida de la muerte, la belleza extraordinaria de la fealdad apabullante, es frágil. Sólo se necesita un segundo para atravesarla. En un momento la vida parece idílica: estás en un lugar tan casto como el gimnasio de una escuela elemental. Tu hijita está haciendo piruetas. Su voz suena atolondrada. Tiene los ojos cerrados. Ves la cara de su madre en ella (su madre solía cerrar los ojos y sonreír así) y recuerdas lo frágil que es esa pared.
– ¿Cope?
Era mi cuñada, Greta. Me volví hacia ella. Como siempre, Greta me miró con cariño. Le sonreí.
– ¿En qué piensas? -susurró.
Ella lo sabía. Mentí de todos modos.
– En las cámaras de vídeo -dije.
– ¿Qué?
Todas las sillas plegables estaban ocupadas por los demás padres. Yo me había quedado atrás de pie, con los brazos cruzados y apoyado en la pared de cemento. Sobre la puerta había reglamentos pegados, y por todas partes se veía esa clase de frases supuestamente estimulantes pero tan irritantes como «No me digas que el cielo es el límite cuando hay huellas en la luna». Las mesas del almuerzo estaban plegadas. Me apoyé en una, sintiendo el frío del acero y el metal. Nosotros envejecemos, pero los gimnasios de escuela elemental no cambian. Sólo parecen empequeñecer.
Hice un gesto hacia los padres.
– Hay más cámaras de vídeo que niños.
Greta asintió.
– Los padres lo filman todo. Absolutamente todo. ¿Qué harán con todo eso? ¿Crees que alguien vuelve a mirarlo de principio a fin?
– ¿Tú no lo haces?
– Preferiría dar a luz. Sonrió.
– No -dijo-, seguro que no.
– Vale, no, puede que no, pero ¿no formamos parte de la generación MTV? Tomas cortas, muchos ángulos… Pero filmar esto tal cual, someter a un inocente amigo o a un familiar a este…
Se abrió la puerta. En cuanto los dos hombres entraron en el gimnasio, supe que eran policías. Aunque no hubiera tenido mucha experiencia -soy fiscal del condado de Essex, en el que se encuentra la ciudad, más bien violenta, de Newark-, me habría dado cuenta. Al menos en eso la televisión acierta. El modo de vestir de los policías, por ejemplo, no es el mismo que el de los padres de una urbanización de lujo como Ridgewood. Nosotros no nos ponemos traje cuando vamos a ver a nuestros hijos haciendo gimnasia; nos ponemos pantalones de pana o vaqueros con un jersey de cuello de pico o una camiseta. Esos dos hombres llevaban trajes de mala confección y de un marrón que me recordó las astillas de madera después de una tormenta. No sonreían. Sus ojos escudriñaron la habitación. Conozco a casi todos los policías de la zona, pero a esos dos no los conocía. Eso me preocupó. Algo me olía mal. Sabía que yo no había hecho nada, por supuesto, pero seguía sintiendo un hormigueo en el estómago del tipo «soy inocente pero me siento culpable».
Mi cuñada Greta y su marido Bob tienen tres hijos. La pequeña, Madison, tenía seis años e iba a la misma clase que Cara. Greta y Bob me habían ayudado mucho. Tras la muerte de Jane, mi esposa y hermana de Greta, se mudaron a Ridgewood. Greta asegura que ya tenían pensado hacerlo. Lo dudo, pero estoy tan agradecido que no me lo cuestiono. No puedo imaginar cómo sería mi vida sin ellos.
Normalmente los otros padres se quedan detrás conmigo, pero como este acontecimiento era en horario diurno, había muy pocos. Las madres -excepto la que me estaba mirando furiosamente a través de su videocámara, porque había oído mi diatriba anti-videocámara- me adoran. No es por mí, evidentemente, sino por mi historial. Mi esposa murió hace cinco años, y estoy criando solo a mi hija. Hay otros progenitores solos en la ciudad, básicamente madres divorciadas, pero yo soy la estrella. Si me olvido de escribir una nota o me retraso para recoger a mi hija o me olvido su almuerzo en la cocina, las otras madres o el personal de la escuela intervienen y me echan una mano. Mi indefensión masculina les parece encantadora. Si alguna madre sola hace una de estas cosas, se la acusa de negligente y recibe todo el peso del sarcasmo de las demás madres.
Página siguiente