Laura Joh Rowland
La Marca del Asesino
Sano Ichiro – #6
Edo
Periodo Genroku año 8, mes 4
(Tokio, mayo de 1695)
Un disparo resonó en el interior del castillo de Edo y su eco alcanzó la ciudad que se extendía en las faldas de la colina.
En el hipódromo del castillo, cinco caballos partieron a todo galope desde la línea de salida. Los montaban jinetes samuráis, vestidos con yelmos de metal y cotas de armadura, encogidos en las sillas. Fustigaban a los animales; sus gritos exigían más velocidad. Los cascos levantaban nubes de polvo.
Alrededor del largo circuito oval, en gradas de madera protegidas del sol por toldos a rayas, los funcionarios que formaban el público animaban a los jinetes. Los soldados que patrullaban por los muros de piedra y los apostados en las atalayas por encima de éstos miraban y vitoreaban. Los caballos galoparon en paralelo hasta llegar a la primera curva, y entonces se apiñaron mientras los jinetes luchaban por ganar la posición en el carril interior de la pista. Lanzaban golpes a las monturas y los cuerpos de sus rivales; sus fustas restallaban contra los caballos y resonaban con estruendo en las armaduras. Los animales relinchaban entre choques. Cuando completaron la curva, un jinete a lomos de un semental zaino se destacó del pelotón.
Lo espoleaban las sensaciones del poder y la velocidad. El pulso se le aceleraba al ritmo de los cascos tronantes de su caballo, que resonaban en su yelmo. A través de la visera veía pasar los espectadores, sus manos ondeantes, sus vestiduras de colores y sus rostros ávidos fundidos en un borrón al viento. Lanzó un grito, embriagado por una osadía temeraria. Ese nuevo caballo valía hasta la última pieza de oro que había pagado por él. Recuperaría su precio en cuanto hubiera cobrado las apuestas y le enseñaría a todo el mundo quién era el mejor jinete de la capital.
Lanzado por la pista, sacó un cuerpo de ventaja a los demás. Al mirar por encima del hombro, vio que dos rivales se le echaban encima, uno a cada lado. Se inclinaron hacia delante y lo hostigaron con sus fustas. Los impactos resbalaban en la armadura. Un jinete agarró sus riendas y otro lo asió de la cota en un intento por frenarlo. Implacable en su ansia de ganar, el jinete propinó fustazos a sus yelmos. Los dejó atrás y el público rugió. Él aulló de júbilo al tomar la siguiente curva. El pelotón lo seguía en estampida, pero él arrancó más velocidad a su caballo, hasta aumentar su ventaja mientras se acercaba a la meta.
De repente en su cabeza surgió la imagen de un jinete que se le acercaba, de tamaño monstruoso, negro como la noche. Sobresaltado, echó un vistazo atrás, pero sólo vio los caballos y rivales conocidos que avanzaban a través del polvo de su estela. Espoleó y fustigó más la montura, imprimiéndole un acelerón que aumentó la brecha que lo separaba de sus perseguidores. Por delante, a unos cien pasos de distancia, se encontraba la línea de meta. Allí lo esperaban dos funcionarios samuráis, con banderas rojas, listos para señalar al ganador.
Sin embargo, en ese momento el jinete monstruoso cobró tamaño en su percepción, echándosele encima a tal punto que sentía su sombra en la nuca. Notó un dolor intenso y atroz tras el ojo derecho, como si le hubieran clavado un cuchillo en el cráneo, y soltó un grito. El dolor empezó a palpitar, hundiéndole su filo cada vez más hondo, cada vez más fuerte y más rápido. Gimió de sufrimiento y confusión.
¿Qué le estaba pasando?
La luz solar adquirió una intensidad abrasadora. La pista, los hombres de la meta y los espectadores se disolvieron en una reverberación cegadora, como si el mundo se hubiera incendiado. Su corazón marcaba un sonoro y frenético contrapunto a los latidos de dolor. Los sonidos exteriores se confundieron en un zumbido apagado y un cosquilleo se le extendió por brazos y piernas. No sentía el caballo debajo de él. Su cabeza parecía muy alejada del cuerpo. Supo entonces que algo espantoso le estaba ocurriendo. Trató de pedir ayuda, pero de su boca sólo surgieron unos graznidos incoherentes.
Aun así, no sentía miedo. La emoción y el pensamiento se le escaparon como hojas arrastradas por el viento. Notó debilidad en las manos y aflojó las riendas. Su cuerpo era un peso muerto e insensible que se desplomaba en la silla. La luz brillante y temblorosa se contrajo en un punto al tiempo que el jinete negro lo alcanzaba y la oscuridad se apoderaba de su visión.
El punto de luz se apagó con un parpadeo. El mundo desapareció en un silencio negro. La conciencia murió.
Al cruzar la línea de meta, cayó de su montura en la trayectoria de los caballos que lo perseguían.
Por encima del hipódromo, más allá de las lomas boscosas surcadas por pasajes de paredes de piedra que rodeaban y remontaban la colina, se erguía un complejo separado de las mansiones donde vivían los altos funcionarios del régimen Tokugawa. Lo protegían unos altos muros rematados por pinchos metálicos; sus tejados asomaban entre pinos. A su entrada formaban cola funcionarios samuráis, ataviados con las vestiduras formales de seda y las dos espadas, con la coronilla rapada y los moños propios de su clase. Escoltados por los guardias, entraban por la doble puerta, cruzaban el patio y pasaban a la mansión, que se multiplicaba en un laberinto de alas conectadas por pasillos cubiertos. Luego se congregaban en una antesala, donde esperaban para ver al chambelán Sano Ichiro, segundo del sogún y primer administrador del bakufu, el gobierno militar que regía los destinos de Japón. Entretenían la espera con chismes políticos, produciendo un rumor constante y creciente con sus voces. En las habitaciones contiguas reinaba un torbellino de actividad: los asesores del chambelán se insultaban entre ellos; los oficinistas registraban los negocios realizados por el régimen, recopilaban informes y los archivaban; los mensajeros iban y venían a toda prisa.
Encerrado en su despacho privado interior, el chambelán Sano se hallaba reunido con el general Isogai, comandante supremo del Ejército, para ponerse al día de los asuntos militares. A su alrededor, coloridos mapas de Japón colgaban de los gruesos tabiques de madera que amortiguaban el bullicio exterior. Las estanterías y los cofres de hierro a prueba de incendios estaban llenos de libros de registros. La ventana abierta ofrecía una vista del jardín, donde resplandecía a la luz vespertina la arena rastrillada en líneas paralelas alrededor de unas rocas musgosas.
– Hay buenas y malas noticias -dijo el general Isogai. Era un hombre bulboso con una cabeza achaparrada que parecía brotarle directamente de los hombros. Sus ojos centelleaban de inteligencia y jovialidad. Hablaba con una voz sonora acostumbrada a impartir órdenes-. La buena noticia es que las cosas se han calmado en los últimos seis meses.
Seis meses atrás, la capital se había visto envuelta en una contienda política.
– Demos gracias de que se haya reinstaurado el orden y evitado la guerra civil -dijo Sano, que recordaba la sangrienta batalla en que se habían enfrentado las tropas de dos facciones rivales a las afueras de Edo, saldada con 346 soldados muertos.
– Podemos agradecer a los dioses que el caballero Matsudaira tenga el poder y haya desaparecido Yanagisawa -añadió el general.
El caballero Matsudaira -primo del sogún- y el ex chambelán Yanagisawa habían competido con encono por hacerse con el poder. Su lucha había dividido el bakufu, hasta que Matsudaira había logrado ganarse más aliados, derrotar al ejército de su rival y desalojar a Yanagisawa. En ese momento controlaba al sogún y, por ende, la dictadura.
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