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Tony Hillerman - La Caza

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En 1998, tres bandidos fuertemente armados salieron de los cañones de Four Corners en una camioneta robada. Mataron a un policía, sostuvieron un tiroteo con perseguidores y, finalmente, escaparon a una persecución que llego a reunir a cientos de agentes de más de veinte organismos estatales y federales. El delito y la desatinada investigación del FBI dejaron una secuela de mistenos: ¿Por quó se suicidó uno de los bandidos? ¿Cómo escaparon sus compañeros? ¿Por qué nadie, en una comunidad tan pobre, ha reclamado todavía la enorme recompensa ofrecida por el gobierno? Y, lo que es más confuso aún ¿qué delito iban a cometer cuando el agente Dale Claxton los detuvo, pagando por ello con su vida? Tony Hillerman encarga este auténtico rompecabezas a sus agentes de la policía tnbal navaja, el sargento Jim Chee y el lugarteniente Joe Leaphom. En la actualidad, el recuerdo de la desafortunada persecución de 1998 permanece dolorosamente fresco.

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Tony Hillerman La Caza Joe Leaphorn Jim Chee 8 Título original inglés - photo 1

Tony Hillerman

La Caza

Joe Leaphorn & Jim Chee, 8

Título original inglés: Hunting Badger

© de la traducción: Concha Cardeñoso Sáenz de Miera, 2001

Al agente Dale Claxton,

que murió valientemente en solitario acto de servicio

NOTA DEL AUTOR: El 4 de mayo de 1998, el agente Dale Claxton de la policía de Cortez, Colorado, dio el alto a un camión cisterna robado. Los tres hombres que iban en él lo abatieron con una descarga de armas automáticas. Durante la persecución subsiguiente fueron heridos tres agentes más, uno de los fugitivos se suicidó y los dos supervivientes desaparecieron en las agrestes extensiones deshabitadas de las montañas, los oteros y los cañones de la frontera entre Utah y California. El Departamento Federal de Investigación (FBI) se hizo cargo de la operación de busca y captura. Rápidamente se reunieron más de quinientos hombres provenientes de, al menos, veinte organismos federales, estatales y tribales, además de los cazadores de recompensas atraídos por los doscientos cincuenta mil dólares que el gobierno ofreció por los fugitivos.

Según palabras textuales de Leonard Butler, el astuto jefe de la policía tribal navaja, la persecución «se convirtió en un circo». Las personas que veían a los fugitivos en algún lugar enviaban informes al coordinador de la operación, pero dichos informes no llegaban a las patrullas de búsqueda. Por otra parte, las diferentes patrullas se seguían la pista unas a otras y no podían comunicarse entre sí por carecer de frecuencias de radio compatibles; la policía local, que conocía la región, permanecía inmovilizada en los controles de carretera, mientras que los agentes llegados de las ciudades se perdían recorriendo los cañones, lugares para ellos desconocidos. Se evacuó la población de Bluff, se incendió la maleza de la vega del río San Juan para obligar a salir a los fugitivos y la persecución se prolongó hasta el verano. En julio, corrió la voz de que el FBI daba por muertos a los fugitivos (de risa, seguramente, según comentó un amigo mío de la policía). En agosto, sólo los rastreadores de la policía navaja seguían buscándolos.

En el momento de escribir esta novela (julio de 1999), los fugitivos siguen en libertad; sin embargo, la persecución de 1998 existe en este libro únicamente como recuerdo ficticio de personajes ficticios.

Los personajes de este libro son imaginarios, a excepción de Patti (P. J.) Collins y el equipo de reconocimiento de la Environmental Protection Agency (organismo oficial de protección del entorno). Doy las gracias a la señora Collins por la información que me facilitó sobre el trabajo de trazado de mapas de zonas radiactivas, y a P. J. y a la tripulación del helicóptero por llevarse a Chee a sobrevolar el cañón del Gothic.

Capítulo 1

Teddy Bai, el ayudante del sheriff, llevaba unos tres minutos apoyado en el quicio de la puerta contemplando la noche, cuando se dio cuenta de que Cap Stoner lo observaba.

– Aquí se respira mejor -comentó-. Ahí dentro no hay más que humo de tabaco.

– Esta noche tienes los nervios de punta -dijo Cap, y se acercó a la puerta hasta situarse a la altura de Bai-. Se supone que los jóvenes solteros no tenéis preocupaciones.

– No las tengo -contestó Teddy.

– Salvo seguir soltero, a lo mejor -dijo Cap-; he ahí la cuestión.

– No, a mí eso no me preocupa -replicó Teddy, y miró a Cap para ver si adivinaba algo en la expresión del viejo; pero Cap estaba mirando el aparcamiento del casino de la tribu ute y sólo se le veía el lado izquierdo de la cara, con su pegote de bigote blanco, el pelo corto y canoso y la marca de la cicatriz que le cruzaba el pómulo desde el día en que, como él mismo contaba, una mujer a la que había detenido por conducir en estado de embriaguez sacó una pistola del bolso y le disparó. De eso hacía ya unos cuarenta años, cuando Stoner llevaba sólo dos en la policía estatal de Nuevo México y todavía no había aprendido que, para sobrevivir, había que ser escéptico con todos los seres humanos. Ahora, Stoner era un capitán retirado y, para engrosar un poco la paga de la jubilación, trabajaba en el casino de Ute Sur como director de un servicio de seguridad que empleaba a policías dispuestos a hacer horas extraordinarias… actividad a la que Teddy dedicaba sus noches libres.

– ¿Qué le dijiste a aquel borracho pelmazo de la mesa de blackjack?

– Lo de siempre, nada más -contestó Teddy-, que se tranquilizara o tendría que largarse.

Cap no añadió ningún comentario y siguió contemplando la noche.

– He visto unos relámpagos -dijo, señalando con el dedo-. Muy lejos. Debe de ser más allá de Utah. Es la época.

– Sí -dijo Teddy, con ganas de que Cap se marchara.

– Se acercan los monzones -dijo Cap-. Estamos a día trece, ¿no? Me sorprende que haya salido tanta gente a probar suerte un viernes trece.

Teddy asintió con un gesto de la cabeza para no alargar más la conversación, pero Cap tenía cuerda para rato.

– Aunque, claro, es día de paga y tienen que pulirse todo el dinero del sobre. -Cap miró el reloj-. Las tres treinta y tres -dijo-; es casi la hora de que llegue el furgón a llevarse la recaudación al banco.

Entonces, Teddy pensó que ya pasaban unos minutos de la hora en que tenía que haber entrado un pequeño Ford Escort azul en el aparcamiento oeste.

– Bien -dijo-, voy a echar un vistazo por los aparcamientos, a ver si ahuyento a los ladrones.

Teddy no encontró ni ladrones ni el pequeño Escort azul en el aparcamiento oeste. Cuando volvió a mirar hacia la puerta de entrada del personal del casino, Cap ya no estaba. Unos minutos de retraso; podía haber mil razones para retrasarse unos minutos, no tenía importancia. Aspiró con fruición el aire limpio y el frescor del campo antes del amanecer y contempló los esporádicos relámpagos que caían en las montañas. Se alejó de la zona iluminada para contrastar sus recuerdos del panorama estelar veraniego. Casi todas las constelaciones se encontraban donde recordaba que debían estar. Sabía sus nombres en inglés y su abuela le había enseñado también unos cuantos nombres en navajo, pero a su abuelo kiowa comanche sólo había logrado sacarle un par de nombres de constelaciones. Era el momento que su abuela llamaba «la hora de la profunda oscuridad», aunque la luna tardía producía un débil reflejo que perfilaba la silueta del monte Ute Durmiente. Oyó risas en alguna parte. Una portezuela de coche se cerró de golpe; después, otra. Dos vehículos abandonaron el aparcamiento este en dirección a la salida. Los coyotes empezaron a intercambiar aullidos, unos cortos y otros prolongados, entre los pinos piñoneros de las colinas de detrás del casino. De la carretera llegó el ruido de un motor que reducía la marcha. Una camioneta entró en el aparcamiento reservado a los empleados, aparcó y se empezó a oír ruido de descarga.

Teddy apretó el botón que iluminaba la esfera de su Timex. Las 3.46. El retraso del pequeño automóvil azul empezaba a preocuparle un poco. Un hombre con mono de trabajo salió a la luz cargado con una escalera extensible. La apoyó en la pared del casino y subió por ella hasta el tejado.

– Pero ¿qué demonios hace este tipo? -dijo Teddy a media voz. Probablemente sea un electricista. Se habrá estropeado el aire acondicionado-. ¡Oiga! -gritó, y se puso en camino hacia la escalera. Otra camioneta llegó al aparcamiento de empleados, un trasto con una cabina enorme. Se abrieron las portezuelas, salieron dos hombres que parecían soldados de la guardia nacional vestidos con uniforme de faena. ¿Qué transportaban? Se dirigieron a paso ligero hacia la entrada de personal, pero la puerta carecía de pomo exterior. Era el cuarto de contabilidad, que sólo podía abrirse desde dentro, y sólo gente tan importante como Cap Stoner.

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