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Christophe Léon - Delito de fuga (Las Tres Edades)

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Christophe Léon Delito de fuga (Las Tres Edades)
  • Libro:
    Delito de fuga (Las Tres Edades)
  • Autor:
  • Editor:
    Siruela
  • Genre:
  • Año:
    2014
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Delito de fuga (Las Tres Edades): resumen, descripción y anotación

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Créditos Edición en formato digital octubre de 2014 Título original Délit de - photo 1

Créditos

Edición en formato digital: octubre de 2014

Título original: Délit de fuite

En cubierta: fotografía de © Jorgophotography / Can Stock Photo

Colección dirigida por Michi Strausfeld

2011 Editions La Joie de lire S. A.

Originally published under the title:

Délit de fuite by La Joie de lire S. A.,

5 chemin Neuf, CH-1207 Genève

© De la traducción, Julia Alquézar, 2014

© Ediciones Siruela, S. A., 2014

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Ediciones Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-16208-85-2

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com

www.siruela.com

DELITO DE FUGA

Este viernes mi padre ha decidido que nos iríamos directamente.

Viene a buscarme dos veces al mes a casa de mamá, de la que está divorciado, para llevarme el sábado por la mañana de fin de semana al campo.

Decir que se lleva bien con mi madre sería mentir. No consiguen hablar ni un minuto sin buscarse las cosquillas. Y yo tengo el honor de ser su tema de discusión preferido. A veces tengo la impresión de que me reprochan ser el único lazo que todavía los une. Soy como sus grilletes. El patito feo que les recuerda su pasado común y que, según parece, preferirían olvidar.

Papá tiene una casa a unos doscientos kilómetros. «La única cosa que tu madre no me ha reclamado», me confió un día, sin ocultar su amargura. Es cierto que, en aquella época, esa choza era más una ruina que una segunda residencia. Nos dedicamos a restaurarla durante los dos primeros años. Los fines de semana tenían cierto regusto a trabajos forzados.

Tardamos en llegar más de dos horas y media en coche. La mayor parte del trayecto vamos por la autopista, con el limitador de velocidad conectado, papá con las piernas cruzadas, las manos en el volante y la mirada perdida en el horizonte.

Levantamos el campamento el sábado al alba. Me duermo desde los primeros kilómetros. No vuelvo a abrir un ojo hasta que el contacto está quitado, hemos llegado a buen puerto y papá ya no está en el coche sino en el jardín, olisqueando el aire como un cachorro. Me gusta verlo así, feliz. Con la cabeza erguida, los brazos extendidos por encima, haciendo flexiones y extensiones, la camisa por fuera del pantalón y el pelo pegado a la nuca por el sudor del viaje. No me apresuro a reunirme con él. A mi edad, tengo suficiente mollera como para darme cuenta de que ese momento le pertenece solo a él.

Después de una o dos series de ejercicios, se vuelve, mira hacia mí y grita:

–¡Venga, Sébastien! ¡Sal del coche! ¡Hemos llegado de una pieza!

El ritual se repite cada vez. Como si no pudiéramos afrontar el par de días sin ese ceremonial ridículo.

Sin embargo, este viernes es diferente de los otros. Mi padre ha quedado con un fontanero para esta misma tarde. «Todo el mundo sabe que los fontaneros no trabajan el sábado, así que, cuando pillas a uno, no hay que dejarlo escapar...», me ha dicho para justificar nuestra salida precipitada.

Son las cinco de la tarde. Las calles están abarrotadas de coches. Es complicado circular. Papá pierde los nervios. Golpea el volante con la mano abierta. Toca el claxon sin parar. Increpa a los otros conductores mientras masculla palabras de enfado contra el parabrisas.

–No más tarde de las ocho, eso ha dicho el fontanero... –farfulla.

Apenas tenemos tres horas. La marea de coches no deja de crecer. Se diría que toda la ciudad ha quedado con nuestro fontanero y que el primero que llegue será el primero en ser atendido.

No hace falta decir que no duermo. Mi padre se encarga de mantener el nivel sonoro dentro del vehículo en lo más alto.

–¡Eh! ¡Hijo de puta! ¡Si no sabes conducir, cómprate un burro!

Y así sucesivamente, modula el insulto hasta alcanzar el límite en los agudos y en la grosería.

Al final, conseguimos salir del atasco y coger el desvío a la autopista. Desde ese momento, mi padre conduce pisando a fondo, haciendo rugir el motor de su Rover.

–Llegaremos, sí... Llegaremos –masculla a intervalos regulares.

Me he traído mi videoconsola y me tiro un largo rato intentando cargarme a un montón de monstruos para pasar al nivel superior, el que me propulsará al grado de warrior-killer . Es un juego idiota y eficaz. No soy un pringado, pero embrutecerse de vez en cuando nunca le ha hecho daño a un genio... como yo. Estoy destripando a un hombre dragón, que me recuerda a mi profe de mates, cuando mi padre suelta un juramento ahogado, seguido de inmediato por una retahíla de insultos contra una multitud de ojos rojos y luminescentes: las luces de freno de los coches que nos preceden.

–¡No es posible! ¡Un atasco!

Adiós al fontanero. Adiós al baño caliente. Adiós a la cisterna. Adiós a las comodidades modernas.

–Dejamos la autopista. Debe de haber un accidente... –augura, remarcando sus palabras con gestos.

Con un volantazo, mete el Rover en el arcén, provocando un concierto de cláxones y ráfagas de luces.

La noche ha caído. Pisa aún más el acelerador, aunque el coche ya va a toda velocidad.

–¿Te da miedo tener un accidente o que te pare la poli yendo a esta velocidad?

–¡Me importa una mierda! Me juego el todo por el todo –responde mi padre, completamente obnubilado por su cita.

La verdad es que no tengo miedo. Papá conduce bien –cuando no está en juego la fontanería, claro– y confío en él. Como mucho, se arriesga a perder los puntos del carné y a pagar una multa importante. Según parece, le merece la pena.

Dejamos la autopista, pasamos el peaje sin dificultades y nos metemos en una comarcal. Se trata de una de esas carreteras rurales que colecciona socavones y cuya calzada está tan deformada que merecería un puesto en el libro de los records mundiales. Necesito un cuarto de hora largo para acostumbrarme a los botes, a estamparme contra la portezuela, a los choques con el techo del coche, y a que mi cabeza se haya convertido en un puching ball .

Papá avanza a tumba abierta, insensible al hecho de que navegamos en un mar de asfalto encrespado. Atravesamos un primer pueblo, luego otro antes de no ver en los haces de los faros más que vallas, campos y árboles fantasmales.

–¿Falta mucho?

–¡No lo sé, por Dios! –se enfada mi padre.

Clava el pie en el acelerador y el Rover está a punto de echar el hígado. Rechina y salta hacia delante. De un momento a otro espero ver cómo se desparraman las piezas del motor entre fuegos artificiales provocados por el aceite y el refrigerante.

El reloj incrustado en el salpicadero al lado del cuentarrevoluciones indica las siete y veintidós. Es casi un insulto. El tiempo se nos escapa. Nunca llegaremos a la hora. Mi padre gruñe. Echa pestes. Se acuerda de todos los santos. Se le crispan los dedos sobre el volante y le tiemblan las piernas por los nervios.

–¡Ah! –berrea de repente–. Casi estamos, reconozco el sitio. Cuando pasemos el próximo pueblo nos quedarán apenas cinco kilómetros. ¡Está hecho, coño! ¡Está hecho! ¡A mí con la fontanería y sus misterios!

Ahora papá silba mientras va marcando el compás con una mano. A lo lejos, aparecen las primeras luces del pueblo. Incrustaciones en positivo de pequeños lunares en la oscura mejilla de la noche. Me siento aliviado. Feliz de que la pesadilla llegue a su fin. Estaba hasta el gorro de que me sacudiesen en todos los sentidos.

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