Fernando Savater
La Hermandad De La Buena Suerte
© Fernando Savater, 2008
Para J. L. C., que se empeñó.
Y para, José Luis Martínez, jockey campeón.
El furor es el distintivo de los caballos.
VIRGILIO, Geórgicas, 111, 262
Y pisa el lagar del vino del furor.
Apocalipsis, 19,15
EN LA ISLA
Desde la terraza soleada, el hombre miró al mar, que resplandecía allá abajo. Siempre lograba descubrir tonos y matices variados en el azul, que iban desde la transparencia delicadamente glauca de la orilla rocosa hasta el puro índigo de la lejanía. Y todos los días volvía a maravillarle la claridad, la luz casi aterciopelada del Mediterráneo, tan distinta de la bruma para él más dulce y entrañable de su isla natal, en el lejano norte.
Allí también estaba a gusto, sin duda. Incluso debía reconocer que hacía mucho tiempo que no se encontraba en una forma física tan excelente. Sin embargo, ya comenzaba a impacientarse. Se acercaba el momento de partir. Francamente, tenía ganas de tomar una copa. O, mejor, varias. Fumar yerba es grato, sin duda, relajante y todo eso. Pero nada puede sustituir a un buen whisky, un Jameson bebido con amigos en un pub suficientemente concurrido y ruidoso, mientras por el televisor pasan las carreras del Curragh.
Además, ya tenía la respuesta que había venido a buscar. Mucho más sencilla y comprensible de lo que había en principio imaginado. ¿Decepcionante? No, tampoco podía descalificarla así. Lo que ocurre es que ya la sabía de antes, siempre la supo. Pero hacía falta la ocasión para revelarla y ponerla en claro, como quien pasa al papel una fotografía preciosa cuyo negativo ha llevado encima demasiado tiempo. Ahora ya estaba hecho. Podía largarse.
La casa permanecía totalmente silenciosa. No se veía a nadie. Tanto mejor. Aunque nunca le dijeron explícitamente que no podía marcharse cuando quisiera, desde el principio tuvo la impresión de que no facilitarían su partida. Irse sin que le vieran, mientras los demás hacían la compra en el pueblo o atendían otras obligaciones, le ahorraría sin duda dificultades.
Bajó la gran escalera de piedra que descendía desde la terraza, ancha y solemne como la de un castillo medieval. Abajo, en la cala, sería fácil encontrar una de las zodiac que hacían servicio de taxi hasta el aeropuerto. Si no recordaba mal, a primera hora de la tarde había al menos dos vuelos, nunca demasiado concurridos salvo en verano: uno a Palma de Mallorca y otro a Bastia, en Córcega. Desde luego, prefería el de Palma porque allí encontraría conexiones a todas partes. Además no estaría mal pasar un par de días en Palma, acostumbrándose de nuevo al bullicio urbano. Y hasta quizá pudiera acercarse al hipódromo y ver una de aquellas simpáticas carreras de trotones que tanto le divertían. Eran como carreras de juguete…
Echó a andar por el sendero arenoso, lleno de piedras. Sin duda, el antiguo cauce de un torrente olvidado. Respiró hondo y se llenó los pulmones, quizá por última vez, con el delicioso aroma de naranjos y limoneros. Sólo se oía el rumor de las chicharras, que no callan jamás, y muy lejos el motor de un yate que cruzaba frente a la isla, pintando su raya blanca de espuma en las aguas azules.
Luego oyó otro sonido, más inquietante. Era un ronroneo hondo y cavernoso, continuo, ya para él inconfundible. A unos diez metros, subiendo lentamente por el sendero que él descendía, venía un león. Llevaba baja la enorme cabeza, ensalzada por una melena corta y mucho más oscura que el dorado de la piel. Se detuvo un momento y miró al hombre. Después entrecerró los ojos como si el sol le molestase y bostezó, terriblemente. Luego siguió subiendo, sin apresurarse ni dejar su grave ronroneo. No se mostraba agresivo, ni falta que hacía.
El hombre retrocedió unos pasos, sin perderle de vista. No había nada que hacer, por allí no podía seguir. Con un suspiro se dio media vuelta y caminó hacia la casa. Estaba seguro de que entonces el león se detendría, satisfecho de verle regresar al redil. Misión cumplida.
EL PRÍNCIPE NO CONTESTA(contado por el Profesor)
¡Oh, pozo sagrado! Te busco y quiero beber
de ti y así jamás estaré sediento otra vez.
LORENZO DE MÉDICIS, Laudi Spirituali
Estamos en el hipódromo, no sé en cuál de ellos, desde luego no es Goodwood, nadie puede equivocarse con el glorioso Goodwood. Final de primavera o más bien ya comienzos de verano, por la ligereza diáfana y templada del aire. Mucha gente pero vestida de cualquier modo, á la diable, como suelo decir yo y el Doctor siempre carraspea con desaprobación al oírme. ¡Esnobismo, humpf, grumpf! Todos se apresuran hacia las apuestas o para ocupar su puesto en las tribunas, porque los caballos ya han salido a la pista y trotan rumbo a los cajones de partida. A pesar de la distancia veo pasar a tres, muy juntos, y no conozco los colores de ninguno de ellos. Los buscaré en el programa… ¡ah, no tengo! Se lo he debido de prestar al Príncipe. Siempre olvida el suyo, se lo deja en cualquier parte. Frecuentemente se lo regala a una mujer, con pronósticos anotados de su puño y letra (acierta rara vez, no se puede ser afortunado en todo). La verdad es que me impacienta y me desazona no tener programa, incluso aunque no piense hacer apuestas. No saber quién corre, en qué condiciones, con qué peso… me siento como si estuviera desnudo. También suele desazonarme estar desnudo, en cualquier circunstancia.
Yo estoy apoyado en el pedestal de la estatua de un caballo, bronce oscuro, a todo galope y sin jinete. No tengo ni idea de cuál puede ser el nombre de este héroe y sonrío para mis adentros: es un monumento al Caballo Desconocido. ¡El Caballo Desconocido! Buen golpe, de ingenio limpio, repentino. Me gustaría poder compartirlo con alguien, pero los aficionados presurosos se han retirado ya, estoy casi solo. Incluso echo de menos al Doctor, aunque rara vez celebra mi ingenio y desde luego los calembours hípicos no le hacen ninguna gracia. De pronto, a pocos metros, veo al Príncipe. Aislado, sin nadie cerca (¡qué raro!), enfrascado en la consulta del programa, de mi programa. Parece que la carrera no le interesa, o aunque le interese no puede evitar estar pensando ya en la próxima. Es un aficionado inquieto, sin sosiego, como es inquieto en todo lo demás: siempre tiene la atención puesta en lo que ha de venir, el presente lo da por sentenciado, o sea que lo ha sentenciado él. Nunca admitirá que es precisamente el presente quien nos sentencia a todos. Estudio su figura, ahora que no me ve. Hay que reconocer que no es muy alto, pero tiene hombros anchos y siempre camina sumamente erguido, como si tuviera que ofrecer a cada paso el máximo de sí mismo. Alguien ha dicho que la dignidad humana es la expresión moral de nuestro andar con la cabeza bien alta, el Homo erectus… y que nadie vaya a entenderme mal. El porte del Príncipe es especialmente digno, en tal sentido: cuando estoy cerca de él me avergüenzo un poco de sentirme tan plegable. Pero hoy no siento ni vergüenza ni pudor: me acerco rápidamente a él, muy decidido, sonriendo todavía para mis adentros por mi reciente bon mot ¡el monumento al Caballo Desconocido! Nada, tengo que contárselo. El Príncipe levanta los ojos un poco húmedos, me mira con desaprobación contenida, resignada, como quien contempla un plato poco apetitoso pero que no puede rechazar para no desairar a su anfitriona. Entonces llego hasta él, sobre él (soy bastante más alto), tomo su cara entre mis manos y le beso en los labios. Bofetada al canto, tremenda, como era de prever, pero acompañada por lo más doloroso, una risita entre dientes.
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