Charles Sheffield
Entre los latidos de la noche
Dormido entre los latidos de la noche, vi a mi amor inclinarse sobre mi triste cama, pálida como el lirio más sombrío…
—Augustus Swinburne.
A Rosa
GULF CITY; AÑO NUEVO 14(29.872 DESPUÉS DE CRISTO)
Del diario de Charlene Bloom:
Hoy he recibido noticias de Pentecostés. Wolfgang IV ha muerto. Tenía quinientos cuatro años y, como sus predecesores, era respetado por todo el planeta. Una fotografía de su nieto vino junto con el mensaje. La miré largo rato, pero la fuerza de la sangre se debilita después de seis generaciones. Era imposible, salvo en mi imaginación, reconocer ningún rastro del Wolfgang original (y para mí único) en este descendiente suyo.
Mi Wolfgang está muerto; pero la gran búsqueda continúa. En días como éstos, siento que soy la única persona en el Universo que se interesa por el resultado. Si Wolfgang es por fin el ganador, ¿quién, sino yo, lo sabrá y estará allí para aplaudirle? Y si yo gano, ¿quién, sino yo, sabrá el coste de la victoria?
Es significativo que registre esta muerte primero, antes de conocer el informe del Mundo Faro sobre un vehículo más rápido que la luz. Gulf City bulle de alegría con la noticia, pero yo he oído el mismo rumor un centenar (¿un millar?) de veces antes. Durante 28.000 años nuestra lucha por escapar del yugo de la relatividad ha continuado; aún nos ata, con la misma fuerza que de costumbre. En público, digo que la búsqueda debe continuar incluso si el Mundo Faro no tiene nada, que el viaje a mayor velocidad que la luz será el descubrimiento más importante de la historia humana, pero en el fondo no creo que sea posible. Si el Universo es comprensible para la mente humana, entonces debe tener algunas leyes definitivas. No se me permite admitirlo, pero creo que el límite de la velocidad de la luz es una de ellas. Mientras los humanos exploren la galaxia, debe hacerse lentamente, a marcha sub-luz.
Ojalá pudiera creer lo contrario. Pero, más que nada, hoy desearía poder pasar de nuevo una hora con Wolfgang.
«Me dijeron, Heráclito, me dijeron que habías muerto.
Me trajeron amargas noticias y amargas lágrimas.
Lloré mientras recordaba lo muy a menudo
que habíamos cansado al sol con nuestra charla,
hasta que lo expulsábamos del cielo.
Pero ahora aquí yaces, mi querido huésped de Carente.
Un puñado de cenizas grises, por fin en paz.
Aún están despiertas tus amables voces, tus ruiseñores;
Pues la muerte se lo lleva todo, pero no podrá con ellas.»
EL CAMINO A ARMAGEDÓN
La nieve caía lenta y constantemente en pequeños copos, añadiendo cuatro pulgadas de cristales nuevos a la superficie helada. Medio metro por debajo, con el torso encogido y la nariz hundida en la gruesa piel, la gran osa yacía inmóvil. Placas de hielo translúcido cubrían el denso pelaje marrón claro.
La voz atravesó la cueva como un hilo de sonido incorpóreo.
—El nivel de sodio continúa descendiendo. Tiene mal aspecto. ¡Dios mío! Intenta un ciclo más.
En la periferia de la cueva, un parpadeo de luces de colores empezó a fluctuar. Las paredes brillaron con un color rojo, luego azul claro, y por fin chispearon con un verde deslumbrante. Una cascada de colores puros se dibujó en los párpados de la bestia.
La osa dormía al borde de la muerte. La temperatura de su cuerpo se mantenía constante, diez grados por encima del punto de congelación. El enorme corazón latía dos veces por minuto, el nivel metabólico estaba reducido a un factor de cincuenta. La respiración se debilitaba firmemente, revelada ahora sólo por la fina capa de cristales de hielo en el borde de la barba blanca y alrededor del hocico.
—No sirve —añadió la voz con urgencia—. Sigue decayendo, y estamos perdiendo el pulso. Tenemos que correr el riesgo. Dale una descarga mayor.
Las luces se alteraron. Hubo un destello magenta, un rápido parpadeo zafiro y azul, y luego una pincelada de naranja y rubí sobre la pared de hielo. Mientras el arco iris se modulaba, la osa respondió a la señal. Los ojos grises se movieron en la cabeza grande y suave. El pecho tiritó.
—Eso es todo lo que me atrevo a darle. —La segunda voz era más profunda—. Estamos empezando a obtener más fibrilación cardiaca.
—Manten el nivel ahí. Y no le quites ojo a la temperatura rectal. ¿Por qué pasa esto precisamente ahora? —La voz se repitió con un eco de angustia por las gruesas paredes de la caverna.
La cámara donde estaba la osa tenía quince metros de diámetro. A lo largo de la pared exterior corría un filamento de fibras ópticas. Pasaba bajo el hielo hasta una caja colocada junto al cuerpo de la bestia. Débiles señales electrónicas corrían a través de agujas profundamente implantadas en la dura piel, donde los sensores controlaban las corrientes de vida en el corpachón. La conductividad de la piel, los latidos del corazón, la presión sanguínea, la saliva, la temperatura, los equilibrios químicos, las concentraciones de iones, los movimientos oculares, y las ondas cerebrales eran vigiladas continuamente. Las señales codificadas y ampliadas en la caja cuadrada, pasaban como pulsaciones lumínicas a lo largo de la fibra óptica hasta un panel situado en el exterior de la cámara.
La mujer inclinada sobre el panel exterior, tenía unos treinta años. Llevaba el pelo negro muy corto sobre una frente amplia y lisa que ahora, mientras estudiaba los datos, estaba surcada por arrugas de preocupación. Observaba un lector digital que fluctuaba rápidamente a través de una secuencia de valores repetidos. Estaba descalza, y movía los pies nerviosamente mientras los dígitos se movían cada vez más rápidos.
—No sirve. Está empeorando. ¿Podemos invertirlo?
El hombre que estaba junto a ella negó con la cabeza.
—No sin matarla aún más rápidamente. Su temperatura ya ha bajado demasiado, y su actividad cerebral está fuera de control. Me temo que vamos a perderla.
Su voz era calmada, lenta y muy controlada. Se volvió hacia la mujer, esperando instrucciones.
Ella inspiró profundamente.
—No podemos perderla. Tiene que haber algo que podamos hacer. ¡Oh, Dios mío! —Se puso en pie, revelando una complexión alta que resaltaba la delgadez de sus hombros encorvados—. Jinx tal vez está en el mismo estado. ¿Has verificado su jaula para ver cómo está?
—Acepta que sé hacer algo, Charlene —replicó Wolfgang Gibbs—. Le he reconocido hace unos pocos minutos. Todo sigue estable. Le dejé cuatro horas por detrás de Dolly, porque no sabía si el movimiento era seguro. —Se encogió de hombros—. Supongo que ahora lo sabemos. Mira el EEG de Dolly. Mejor que lo aceptes, jefa. No podemos hacer nada por ella.
En la pantalla situada entre ellos, las señales eléctricas del cerebro de la osa empezaban a aplanarse. Toda evidencia de crestas había desaparecido de la curva, y el sinusoide residual perdía su amplitud.
La mujer tembló y luego suspiró.
—¡Maldición, maldición, maldición! —Se pasó la mano por el pelo—. ¿Y ahora qué? No puedo quedarme aquí mucho tiempo… La reunión con JN empieza dentro de media hora. ¿Qué demonios voy a decirle? Tenía tantas esperanzas con esta…
Se enderezó bajo la mirada directa del otro. Había un elemento especulativo en su mirada que siempre la hacía sentirse incómoda…
Él se encogió de hombros y se rió roncamente.
—Dile que nunca hemos prometido milagros. —Su voz tenía un tono en las vocales que sugería la utilización del inglés como segundo idioma—. Los osos no hibernan de la misma forma que los otros animales. Incluso JN tendrá que admitirlo. Duermen mucho y la temperatura corporal decae, pero es un proceso metabólico diferente. —La consola emitió un silbido—. Cuidado, ahora… se nos va.
En la pantalla el trazo de actividad cerebral quedó reducida a una simple línea horizontal. Observaron en silencio durante un largo minuto, hasta que hubo un débil temblor en el monitor cardíaco.