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Cassandra Clare - Ciudad de hueso

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Ciudad de hueso: resumen, descripción y anotación

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella… Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo. Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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Cassandra Clare Ciudad de hueso 1 Cazadores de sombras PRIMERA PARTE - photo 1

Cassandra Clare

Ciudad de hueso

1º Cazadores de sombras

PRIMERA PARTE. Descenso a la oscuridad

Canté del Caos y la eterna Noche,

Amaestrado por la Musa celeste

A aventurarme hacia el descenso opaco,

Y de nuevo a ascender…

JOHN MILTON,

El Paraíso perdido.

Pandemónium

– Sin duda estás de broma -dijo el gorila de la puerta, cruzando los brazos sobre el enorme pecho.

Dirigió una mirada amedrentadora al muchacho de la chaqueta roja con cremallera y sacudió la afeitada cabeza.

– No puedes entrar con eso ahí.

Los aproximadamente cincuenta adolescentes que hacían cola ante el club Pandemónium se inclinaron hacia adelante para poder oír. La espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades, en especial en domingo, y no acostumbraba a suceder gran cosa en la cola. Los gorilas eran feroces y caían al instante sobre cualquiera que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Clary Fray, de quince años, de pie en la cola con su mejor amigo, Simón, se inclinó como todos los demás, esperando algo de animación.

– ¡Ah, vamos!

El chico enarboló el objeto por encima de la cabeza. Parecía un palo de madera con un extremo acabado en punta.

– Es parte de mi disfraz.

El portero del local enarcó una ceja.

– ¿Qué es?

El muchacho sonrió ampliamente. Tratándose de Pandemónium, tenía un aspecto de lo más normal, se dijo Clary. Lucía cabellos teñidos de azul eléctrico, que sobresalían en punta alrededor de la cabeza igual que los zarcillos de un pulpo sobresaltado, pero sin complicados tatuajes faciales ni grandes barras de metal atravesándole las orejas o los labios.

– Soy un cazador de vampiros. -Hizo presión sobre el objeto de madera, que se dobló con la facilidad de una brizna de hierba torciéndose hacia un lado-. Es de broma. Gomaespuma. ¿Ves?

Los dilatados ojos del muchacho eran de un verde excesivamente brillante, advirtió Clary: del color del anticongelante, de la hierba en primavera. Lentes de contacto coloreadas, probablemente. El hombre de la puerta se encogió de hombros, repentinamente aburrido.

– Ya. Entra.

El chico se deslizó por su lado, veloz como una anguila. A Clary le gustó el movimiento airoso de sus hombros, el modo en que agitaba los cabellos al moverse. Había una palabra en francés que su madre habría usado para describir al muchacho: insouciant, despreocupado.

– Lo encontrabas guapo -dijo Simón en tono resignado-, ¿verdad?

Clary le clavó el codo en las costillas, pero no respondió.

* * *

Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.

El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había resultado tan fácil… un leve glamour (un encantamiento) en la hoja, para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos, y en cuanto el encargado de la puerta le hubo mirado directamente, entrar ya no fue un problema. Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión…, engañar a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos, disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.

Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos verdes del muchacho escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban con la misma fuerza que las llamas de una vela… y podían apagarse con la misma facilidad.

La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando una chica se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se la quedó mirando. Era hermosa, para ser humana: cabello largo casi del color exacto de la tinta negra, ojos pintados de negro. Un vestido blanco que llegaba hasta el suelo, del estilo que las mujeres llevaban cuando aquel mundo era más joven, con mangas de encaje que se acampanaban alrededor de los delgados brazos. Rodeando el cuello llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo oscuro del tamaño del puño de un bebé. Sólo tuvo que entrecerrar los ojos para saber que era auténtico…, auténtico y valioso. La boca se le empezó a hacer agua a medida que ella se le acercaba. La energía vital palpitaba en ella igual que la sangre brotando de una herida abierta. Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para seguirla, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.

Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba de la muchacha para circular por sus venas igual que fuego. ¡Los humanos eran tan estúpidos! Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían. Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido. La muchacha era un espectro pálido que se retiraba a través del humo de colores. Llegó a la pared y se volvió, remangándose la falda con las manos, alzándola mientras le sonreía de oreja a oreja. Bajo la falda, llevaba unas botas que le llegaban hasta el muslo.

Fue hacia ella con aire despreocupado, con la piel hormigueando por la cercanía de la muchacha. Vista de cerca, no era tan perfecta. Vio rimel corrido bajo los ojos, el sudor que le pegaba el cabello al cuello. Olió su mortalidad, el olor dulzón de la putrefacción. «Eres mía», pensó.

Una sonrisa fría curvó sus labios. Ella se hizo a un lado, y vio que estaba apoyada en una puerta cerrada. «PROHIBIDA LA ENTRADA», estaba garabateado sobre ella en pintura roja. La muchacha alargó la mano a su espalda en busca del pomo, lo giró y se deslizó al interior. El joven vislumbró cajas amontonadas, cables eléctricos enmarañados. Un trastero. Echó un vistazo a su espalda…, nadie miraba. Mucho mejor si ella deseaba intimidad.

Se introdujo en la habitación tras ella, sin darse cuenta de que le seguían.

* * *

– Bien -dijo Simón-, una música bastante buena, ¿eh?

Clary no respondió. Bailaban, o lo que podría pasar por ello (una gran cantidad de balanceos a un lado y a otro con descensos violentos hacia el suelo, como si uno de ellos hubiese perdido una lente de contacto) en un espacio situado entre un grupo de chicos adolescentes ataviados con corsés metálicos y una joven pareja asiática que se pegaba el lote apasionadamente, con las extensiones de colores de ambos entrelazadas entre sí igual que enredaderas. Un muchacho con un piercing labial y una mochila en forma de osito de peluche repartía gratuitamente pastillas de éxtasis de hierbas, con los pantalones paracaidista ondeando bajo la brisa procedente de la máquina de viento. Clary no prestaba mucha atención a lo que les rodeaba; tenía los ojos puestos en el muchacho de los cabellos azules que había conseguido persuadir al portero para que lo dejara entrar. El joven merodeaba por entre la multitud como si buscara algo. Había alguna cosa en el modo en que se movía que le recordaba no sabía qué…

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