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Para Marianne, Joe y Ewan, con cariño
Yo quería escribir sobre la muerte, sólo que se entrometió la vida, como siempre.
Diario de Virginia Woolf,
17 de febrero de 1922
Marzo
La luz roja brilla a través de la lluvia en el cristal: borrosa, nítida, borrosa, siguiendo el ritmo de los limpiaparabrisas. Al pie del semáforo, delante de nosotros, se ha detenido el coche fúnebre. Procuro no mirarlo.
Mis manos no paran de moverse, como si no fueran mías; me tironean un hilo suelto de la manga, me estiran la falda hacia abajo para cubrirme más las piernas. ¿Por qué me he puesto esta falda? Es demasiado corta para un funeral. El silencio me angustia, pero no se me ocurre nada que decir.
Miro de reojo a mi padre. Tiene la cara inexpresiva, inmóvil como una máscara. ¿En qué estará pensando? ¿En mamá? A lo mejor sólo está pensando en qué decir, igual que yo.
—Deberías ponerte el cinturón —suelto por fin, con una voz demasiado alta.
Él da un respingo y me mira sorprendido, como si hubiera olvidado que voy en el coche.
—¿Qué?
Me siento estúpida, como si acabara de interrumpir algo importante.
—El cinturón de seguridad —murmuro, roja como un tomate.
—Ah. Sí. —Y luego añade—: Gracias.
Pero sé que en realidad no me escucha. Es como si estuviera atento a otra conversación, a un diálogo que yo no oigo. No se pone el cinturón.
Somos como dos estatuas, una al lado de la otra en el asiento trasero del coche, grises y frías.
Ya casi hemos llegado, ya estamos parando delante de la puerta de la iglesia, cuando él me apoya la mano en el brazo y me mira a los ojos. Tiene la cara pálida y llena de arrugas.
—¿Estás bien, Pearl?
Yo también lo miro. ¿De verdad no se le ocurre otra cosa mejor que decir?
—Sí —contesto por fin.
Y luego salgo del coche y entro en la iglesia sin él.
Siempre he pensado que cuando algo terrible va a ocurrir, uno lo adivina de alguna manera. Que esas cosas se presienten, como cuando el aire se carga de humedad antes de la tormenta y uno sabe que más vale ponerse a cubierto hasta que amaine el temporal.
Pero resulta que no, que no es así. Que no se oye una música espeluznante de fondo como en las películas, que no hay ninguna advertencia, ninguna señal. Ni siquiera un gato negro. «Corre —decía mamá cuando veíamos uno—, cruza los dedos.»
La última vez que la vi estaba en la cocina, con un delantal bien atado sobre su enorme barriga, rodeada de boles y moldes y paquetes de azúcar y harina. Habría pasado por una diosa doméstica de no ser por las obscenidades que estaba gritándole al viejo horno, que le contestaba con bocanadas de humo.
—¿Mamá? —le pregunté con recelo—. ¿Qué haces?
Ella se volvió hacia mí con la cara congestionada, su cabello rojo más desgreñado que nunca y salpicado de harina.
—¡Bailar un tango, Pearl! —me gritó, blandiendo una espátula en mi dirección—. Natación sincronizada. Tocar las campanas. ¿Tú qué crees que estoy haciendo?
—Sólo era una pregunta. No te rayes. —Lo cual no estuvo muy acertado, porque mamá tenía toda la pinta de ir a explotar en cualquier momento.
—Estoy haciendo una dichosa tarta.
Aunque no dijo «dichosa», sino algo peor.
—Pero si no sabes cocinar —le señalé, muy razonable por mi parte.
Me clavó una mirada que podría haber desconchado la pintura de la pared si no llevara ya unos cien años desconchada.
—Este horno está poseído por el diablo.
—Bueno, pero no es culpa mía, ¿no? La que se empeñó en que nos mudáramos a una ruina donde nada funciona fuiste tú. En nuestra antigua casa teníamos un horno estupendo. Y un tejado sin goteras. Y una calefacción que calentaba y todo, no como ésta, que lo único que hace es ruido.
—Vale, vale. Me ha quedado claro —replicó, mirándose una fea quemadura que tenía en un lado de la mano.
—Igual deberías meterla debajo del grifo —le sugerí.
—¡Sí, gracias, Pearl! —respondió con un ladrido—. Muchas gracias por el privilegio de tu experiencia médica. —Aun así, se acercó al fregadero, todavía mascullando palabrotas.
—¿No se supone que las embarazadas tienen que estar muy serenas? ¿No tenéis que estar radiantes y llenas de un júbilo interior o no sé qué?
—No. —Mamá dio un respingo al meter la mano bajo el agua fría—. Se supone que tenemos que estar gordas y sufrir impredecibles cambios de humor.
—Ah. —Disimulé una sonrisa, en parte porque me daba un poco de pena y en parte porque no estaba muy segura de dónde acabaría la espátula si mamá me veía sonreír.
En el pasillo se oyó de pronto una carcajada sofocada.
—¡No sé de qué demonios te ríes! —gritó mamá a la puerta de la cocina.
Por ahí asomó la cabeza de mi padre.
—¿Yo? —preguntó él, abriendo mucho los ojos con expresión de inocencia—. Yo no me estoy riendo. Sólo venía a felicitarte por dominar con tanta maestría esos cambios de humor.
Mamá lo miró, enfurecida.
—Aunque, si no recuerdo mal —prosiguió mi padre, manteniéndose, eso sí, fuera de su alcance—, ya se te daba de maravilla antes de quedarte embarazada.
Por un momento pensé que mamá le iba a tirar una sartén a la cabeza. Pero no. Se quedó ahí, en mitad de la cocina destartalada, entre el desparrame de cáscaras de huevo y manchas de chocolate, y de pronto se echó a reír como una loca, y siguió con el ataque hasta llorar de la risa, al punto que ya no sabíamos si reía o lloraba. Papá se acercó y le cogió las manos.
—Anda, siéntate —le dijo mientras la acercaba a una silla—, te voy a preparar un té. Se supone que tendrías que hacer reposo y estar tranquila.
—Putas hormonas. —Mamá se enjugó los ojos.
—¿Seguro que sólo son las hormonas? —le preguntó papá, un poco preocupado—. ¿Seguro que estás bien?
—No te preocupes tanto. —Ella sonrió—. Estoy bien, de verdad. Pero es que... en fin, mira qué pinta tengo. Estoy tan gorda que me van a adjudicar un código postal propio. Sólo Dios sabe cómo estaré dentro de otros dos meses. Y mis tobillos parecen los de una vieja. Es muy desconcertante.
—Pero valdrá la pena —aseguró mi padre.
—Ya lo sé —contestó ella, con las manos sobre la barriga—. La pequeña Rose. Sí que valdrá la pena.
Y ahí se quedaron, sonriendo como dos idiotas.
—Uy, sí —dije yo con una mueca—. Pasar las noches sin dormir, pañales apestosos... Sí que valdrá la pena, sí.
Cogí mi chaqueta, que estaba colgada en el respaldo de una silla, y di media vuelta.
—¿Vas a salir? —me preguntó mamá.
—Sí. He quedado con Molly.
—Pearl, espera. Ven aquí.
Tendió los brazos, sonriente. Así era siempre con mamá. Por más que se hubiera pasado contigo, y por mucho empeño que pusieras tú en no perdonarla, ella como que te hipnotizaba o algo.
—Perdóname, cariño. No tendría que haberte gritado. Es que tengo un dolor de cabeza espantoso, pero no debería haberlo pagado contigo. Estoy hecha una vieja amargada.
—Eso es verdad —dije, sonriendo también.
—¿Me perdonas?
Metí un dedo en la masa cruda de la tarta de chocolate para probarla. Estaba sorprendentemente buena.
—Desde luego que no. —Me incliné sobre su barriga para darle un beso—. Anda, vete a ver alguna tontería en la tele y pon en alto esos pies de abuela, ¿quieres? Dale a ese pobre bebé un poco de paz y tranquilidad por una vez.
Ella me asió la mano, riéndose.
—Quédate a tomar un té conmigo antes de irte.
—No puedo, de verdad. Vamos al cine y Molls ya ha comprado las entradas. —Le di un apretón en la mano—. Nos vemos luego.