Vernor Vinge
Un fuego sobre el abismo
A mi padre, Clarence L. Vinge, con amor.
Agradezco el consejo y la ayuda de Jeff Alien, Robert Cademy, John Carroll, Howard L. Davidson, Michael Gannis, Gordon Garb, Corky Hansen, Dianne L. Hansen, Sharon Jarvis, Judy Lazar y Joan D. Vinge.
Agradezco muchísimo a James R. Frenkel el espléndido trabajo de revisión que ha realizado en este libro.
Mi agradecimiento a Poul Anderson por la cita que uso como lema de los Qeng Ho.
En el verano de 1988 visité Noruega. Muchas cosas que vi allí influyeron a la hora de escribir este libro. Estoy muy agradecido a Johannes Berg, Heidi Lyshol y a la Sociedad Aniara por mostrarme Oslo y por su cálida hospitalidad; a los organizadores del curso de sistemas de distribución Arctic'88 de la Universidad de Tromsoy, sobre todo a Dag Johansen. En cuanto a Tromsoy y las tierras circundantes, nunca había soñado que pudiera existir un lugar tan agradable y bello en el Ártico.
La ciencia ficción ha imaginado muchas criaturas alienígenas, éste es uno de los grandes atractivos del género. No podría decir qué fue exactamente lo que me inspiró a crear los escroditas para esta novela; pero lo que si sé es que Robert Abernathy escribió acerca de una raza similar en su historia corta «Junior» (Galaxy, enero 1956). «Junior» es una bella disquisición sobre el espíritu de la vida.
V. V.
¿Cómo explicarlo? ¿Cómo describirlo? Incluso un punto de vista omnisciente titubea. Una estrella rojiza y opaca. Un puñado de asteroides y un planeta solitario, más parecido a una luna. En esta era la estrella pendía cerca del plano galáctico, más allá del Allá. Las estructuras de la superficie lejos de ser visibles habían quedado pulverizadas, transformándose en regolito con el correr de los milenios. El tesoro estaba profundamente enterrado bajo una red de pasadizos, en una sala llena de negrura. Información intacta en densidad cuántica. Debían de haber transcurrido cinco mil millones de años desde que las redes perdieron el archivo.
La maldición de la momia, una cómica imagen de la remotísima prehistoria de la humanidad. Rieron al mencionarla, rieron de alegría al descubrir el tesoro, pero aun así decidieron ser cautos. La expedición de Straum viviría allí entre uno y cinco años: programadores arqueólogos, con sus familias y escuelas. Entre uno y cinco años bastarían para confeccionar los protocolos, iniciar las investigaciones, situar el origen del tesoro en el tiempo y el espacio, aprender un par de secretos que enriquecerían al reino de Straumli. Y cuando hubieran terminado, venderían el emplazamiento: quizá construyeran una conexión a la red (aunque esto era más arriesgado; estaban mas allá del Allá, y nunca se sabía qué Poder podía adueñarse de lo que habían encontrado).
Fundaron una pequeña colonia en la superficie y la llamaron Laboratorio Alto. Eran sólo humanos jugando con una vieja biblioteca. Debería ser segura si utilizaban su propia automatización, limpia y benigna. Esta biblioteca no era una criatura viviente, ni siquiera estaba automatizada (lo cual aquí habría significado algo mucho más que humano). Mirarían, escogerían, seleccionarían y se cuidarían de no quemarse. Humanos encendiendo fuegos y jugando con las llamas.
El archivo informó a la automatización. Se construyeron estructuras de datos, se elaboraron fórmulas. Se construyó una red local, más rápida que cualquier red de Straum, pero bien segura. Se añadieron módulos, se modificaron con otras fórmulas. El archivo era un entorno amigable, con claves jerárquicas de traducción que guiaban a los investigadores. Haría famoso a Straum.
Pasaron seis meses. Un año.
El punto de vista omnisciente. Pero no autoconsciente. A veces se exagera la importancia de la autoconciencia. La mayoría de las automatizaciones operan mucho mejor como parte de una totalidad y, aunque posean una capacidad equivalente a la humana, no necesitan autoconocerse.
Pero la red local del Laboratorio Alto había trascendido casi sin que los humanos lo advirtieran. Los procesos que circulaban por sus nodos eran mucho más complejos que cualquier cosa que pudiera vivir en los ordenadores que habían llevado los humanos. Esos débiles dispositivos ahora eran meras terminaciones de los dispositivos que sugerían las fórmulas. Los procesos tenían potencial para la autoconsciencia, y a veces la necesitaban.
—No deberíamos.
—¿Hablar así?
—No deberíamos hablar siquiera.
El enlace que les unía era un hilillo que apenas superaba el angosto vínculo que conecta a un humano con otro. Pero les permitía escapar de la estructura de la red local, y les impuso una conciencia aparte. Vagaban de nodo en nodo, miraban desde cámaras montadas en la pista de aterrizaje. Allí sólo descansaban una fragata armada y un contenedor vacío. Habían pasado seis meses desde el reabastecimiento. Una medida de seguridad sugerida por el archivo, un ardid para activar la Trampa. Rápido, rápido. Somos animales salvajes. La estructura, el Poder que pronto será, no debe vernos. En algunos nodos empequeñecieron y casi recordaron la humanidad, se tornaron ecos…
—Pobres humanos, todos morirán.
—Pobres de nosotros, que no moriremos.
—Creo que sospechan. Sjana y Arne, al menos.
En otro tiempo éramos copias de esos dos. En esa época, hace sólo semanas, cuando los arqueólogos iniciaron los programas ego.
—Claro que sospechan. Pero ¿qué pueden hacer? Han despertado una vieja maldad. Mientras se prepara, les transmitirá mentiras, en cada cámara, en cada mensaje del exterior.
El pensamiento cesó un instante cuando una sombra atravesó los nodos que utilizaban. La estructura ya superaba cualquier cosa humana, superaba cualquier cosa que los humanos pudieran imaginar. Incluso esa sombra era más que humana, un dios en busca de animales salvajes que pudieran molestarlo.
Después los fantasmas regresaron y echaron un vistazo al patio de la escuela subterránea. Los humanos, tan confiados, habían construido una pequeña aldea.
—Aun así —dijo el esperanzado, el que siempre buscaba las salidas más descabelladas—, no deberíamos. El mal tendría que habernos encontrado tiempo atrás.
—El mal es joven. Apenas tiene tres días.
—Aun así. Existimos. Eso demuestra algo. Los humanos hallaron algo más que un gran mal en este archivo.
—Tal vez hallaron dos.
—O un antídoto. —Era indudable que la estructura pasaba por alto algunas cosas e interpretaba mal otras.
—Mientras dure nuestra existencia debemos hacer todo lo posible. —El fantasma se extendió por varias estaciones de trabajo y mostró a su compañero un viejo túnel, lejos de los artefactos humanos. Durante cinco mil millones de años había estado abandonado, sin aire y sin luz. Había dos humanos en la oscuridad tocándose los cascos.
—¿Ves?, Sjana y Arne conspiran. También nosotros podemos hacerlo.
El otro no respondió con palabras. Abatimiento. Es decir, los humanos conspiraban, ocultándose en la oscuridad, creyendo que nadie les observaba. Pero la estructura captaba todos sus cuchicheos, pues incluso el polvo transmitía las vibraciones…
—Lo sé, lo sé. Sin embargo tú y yo existimos, y eso debería ser imposible también. Tal vez todos juntos podamos lograr que una imposibilidad aún mayor cobre existencia. Tal vez podamos lastimar el mal que acaba de nacer aquí.
Un deseo y una decisión. Ambos desperdigaron su consciencia en la red local, se mimetizaron con la consciencia local. Y al fin hubo un plan, una estratagema, pero sólo serviría si podían comunicarse con el exterior. ¿Quedaba tiempo?
Transcurrieron los días. Para el mal que crecía en las nuevas máquinas, cada hora era más larga que todo el tiempo anterior. El neonato estaba a menos de una hora de su gran floración, su propagación por el espacio interestelar.