Vernor Vinge
Naufragio en el tiempo real
Hago constar mi agradecimiento a:
Mike Gannis por algunas super-ideas relacionadas con esta historia, Sara Baase, John L. Carroll, Howard Davidson, Jim Frenkel, Dipak Gupta, Jay Hill, Sharon Jarvis y Joan D. Vinge, por toda su ayuda y sugerencias.
Otras personas han creado zoologías y/o geografías del futuro. A pesar de que sean distintas de las que se describen en esta historia, son maravillosamente interesantes:
Dougal Dixon, After Man, St. Martin's Press, New York, 1981. Christopher Scotese y Alfred Ziegler, tal como se les describe en «The Shape of Tomorrow» de Dennis Overbye, Discover, Noviembre, 1982, pp. 20-25.
Para todos los Náufragos sin esperanza de rescate
El día del gran rescate, Wil Brierson fue a pasear por la playa. Con toda seguridad, sería una de aquellas tardes en que solía estar completamente vacía.
El cielo estaba sereno, pero la habitual niebla marina reducía la visibilidad hasta unos pocos kilómetros. La playa, las dunas bajas, el mar… todo estaba envuelto en un débil resplandor que parecía centrarse en su foco visual. Wil se sentía deprimido y anduvo hasta donde llegaban las olas, donde el agua empapaba la arena y la dejaba lisa y fría. Sus noventa kilos de peso dejaban atrás unas huellas perfectas de pies desnudos. Wil hizo caso omiso de las aves marinas que chillaban. Andaba cabizbajo, viendo como el agua surgía entre los dedos de sus pies a cada paso que daba. Una brisa húmeda le llevó el punzante y agradable olor de las algas. Cada medio minuto las olas crecían y la limpia agua del mar rodeaba sus tobillos. Excepto los días de tormenta, aquel leve balanceo era todo el «surf» que se podía esperar en aquel Mar de Tierra adentro. Al andar de aquella manera, casi podía imaginar que había vuelto al Lago Michigan, tan lejano en el tiempo. Cada verano, había acampado con Virginia a la orilla del lago. Casi podía imaginar que regresaba de un paseo matutino, un día muy bochornoso, por la orilla del Michigan, y que si andaba lo suficiente encontraría a Virginia, Ana y Bill, que le esperaban impacientes al lado del fuego de campamento, reprochándole que se hubiera ido solo.
Casi…
Wil levantó la vista. Treinta metros delante de él estaba la causa de todo el clamor de las aves marinas. Una tribu de monos pescadores estaba jugando en la orilla del agua. Los monos ya debían haberle descubierto. Durante las semanas anteriores, habrían desaparecido en el mar a la primera señal de un humano o de una máquina. Pero entonces se quedaron en la playa. Cuando se acercó a ellos, los más jóvenes vadearon hasta él. Hincó una rodilla en la arena y se congregaron a su alrededor, sus dedos unidos por una red buscaban con curiosidad en sus bolsillos. Uno sacó una ficha de datos. Wil sonrió y arrebató la ficha del puño del mono.
—¡Ah! Un ratero. ¡Estás arrestado! —¿El policía de siempre, eh inspector? La voz era femenina y de tono ligero. Llegaba de algún sitio que estaba por encima de su cabeza. Wil se echó hacia atrás. Un aparato volador, a control remoto, estaba detenido a unos pocos metros por encima de él. Sonrió:
—Sólo lo hago para no perder la práctica, ¿eres tú, Marta? Pensaba que estabas preparándote para las «celebraciones» de esta tarde.
—Es verdad. Y una parte de los preparativos consiste en sacar de la playa a la gente loca. Los fuegos artificiales no van a esperar a que sea de noche. —¿Qué dices?
—Ese Steve Fraley está haciendo una gran escena intentando convencer a Yelén de que aplace el rescate. Ella ha decidido hacerlo algo antes sólo para que Steve se entere de quién manda aquí.
Marta se rió, y Wil no hubiera podido decir a ciencia cierta si su regocijo estaba provocado por la irritación de Yelén Korolev o por Fraley.
—O sea que, por favor, mueva su trasero, caballero. Todavía tengo que avisar a otros, así que confío en que regresarás a la ciudad antes de que llegue este volador.
—Sí, señora.
Will hizo una reverencia en broma y dio la vuelta para volverse por donde había venido, con paso atlético. No habría recorrido más de treinta metros cuando oyó tras él un agudo grito que auguraba muerte. Miró por encima del hombro y vio que el volador caía en picado en dirección contraria a la suya, haciendo ráfagas con las luces y con las sirenas funcionando a plena intensidad. Ante este asalto, el nuevo comportamiento de los monos pescadores desapareció. Se asustaron, y dado que el ruidoso vehículo aéreo volaba entre ellos y el mar, su única posibilidad estribaba en coger a sus crías y escapar por entre las dunas. El volador de Marta les perseguía, dejando caer bombas sonoras en los flancos de su ruta de escape. El aparato volador y los monos desaparecieron por encima de la arena hacia la jungla, y el ruido se fue apagando. Wil se preguntó si Marta tendría que perseguirlos hasta muy lejos para poder llevarlos a una zona segura. Sabía que le motivaban tanto su buen corazón como su sentido práctico. Jamás habría espantado a los animales para que se alejaran de la playa a menos que hubiera alguna posibilidad de que pudieran llegar a un refugio seguro. Wil sonrió para sí mismo. No le sorprendería que Marta hubiese elegido la estación y el día de la explosión para minimizar las muertes de los animales salvajes.
Tres minutos después, Brierson estaba cerca de la parte superior de los desvencijados escalones que llevaban al monorraíl. Miró a sus espaldas y vio que no estaba solo en la playa. Alguien se dirigía hacia el pie de la escalera. Durante medio millón de siglos, las Korolevs habían rescatado o reclutado una buena colección de personajes raros, pero, por lo menos, todos ellos parecían normales. Esta… persona… era diferente. Llevaba una sombrilla plegable, y estaba completamente desnuda, a excepción de una tela en la cintura y una bolsa que pendía de su hombro. Su piel era pálida. Cuando empezó a subir por la escalera, la sombrilla se inclinó hacia atrás y dejó ver una cabeza calva, con forma oval. Y Wil vio que el desconocido podía ser igualmente una desconocida, o simplemente algo. La criatura era baja y delgada, y sus movimientos eran elegantes. Había unos ligeros abultamientos alrededor de sus pezones.
Brierson movió la mano para saludar, dubitativo; era una buena táctica el conocer a todos los nuevos vecinos, especialmente si eran viajeros avanzados. Pero aquello miró a Brierson, y a pesar de los treinta metros de separación pudo ver que sus ojos oscuros lo hacían con una fría indiferencia. Su diminuta boca se movió espasmódicamente, pero no emitió sonidos. Wil tragó saliva y siguió subiendo por la escalera de plástico. Podría ser que hubiera algunos vecinos a los que sería preferible conocer de forma indirecta.
Korolev. Este era el nombre oficial de la ciudad (que le había sido impuesto oficialmente por Yelén Korolev). Había prácticamente tantos nombres alternativos como habitantes. Los amigos hindúes de Wil querían que se llamase Novísima Delhi. El gobierno (en exilio irrevocable) de Nuevo Méjico quería que se llamase Nueva Alburquerque. Los optimistas preferían Segunda Oportunidad, y los pesimistas abogaban por Ultima Oportunidad. Para los megalomaníacos era la Gran Ciudad.
Cualquiera que fuera su nombre, la ciudad estaba situada al pie de las colinas de los Alpes Indonesios, a una altura suficiente para que el calor y la humedad fuesen moderados hasta el punto de proporcionar un uniforme bienestar. Allí las Karolevs y sus amigos habían reunido a los supervivientes de todos los tiempos. Allí se podía observar casi cualquier estilo arquitectónico, según fuera el gusto del propietario. Los estadistas de Nuevo Méjico tenían su calle principal con grandes edificios (casi todos vacíos) que Wil opinaba que resumía toda su burocracia. Otros muchos que procedían del siglo veintiuno, incluido Wil, vivían en pequeños grupos de casas que se parecían mucho a las que habían conocido en su tiempo. Los viajeros más avanzados vivían en la parte más alta de la montaña.