John Norman
El proscripto de Gor
Mi amigo Harrison Smith, un joven abogado de la ciudad, me ha dejado hace poco un segundo manuscrito que, al parecer, procede de Tarl Cabot. Su deseo era que enviara este segundo documento a un editor, de la misma manera que había ocurrido con el primero. Esta vez, sin duda, debido a las cartas y preguntas a que dio origen el primer manuscrito titulado “EL GUERRERO DE GOR”. Le he pedido a Smith que escribiera una especie de prólogo a este informe; que nos aclarara su propia participación en el asunto, y que nos relatara algo más acerca de Tarl Cabot a quien yo aún no he tenido la suerte de conocer personalmente.
John Norman.
1. El relato de Harrison Smith
Conocí a Tarl Cabot en un pequeño collège en New Hampshire donde ambos éramos profesores. Él enseñaba Historia Inglesa, mientras que yo me desempeñaba como profesor de gimnasia, una materia que, para mi fastidio, Cabot nunca consideró propia de una institución educacional.
Nos hicimos amigos, organizábamos programas, discutíamos y nos batíamos. Simpatizaba con el joven inglés. Era tranquilo y agradable, a pesar de que en algunas ocasiones parecía estar extrañamente absorto, algo retraído, quizás a la manera de muchos de sus compatriotas.
El joven Cabot era bastante alto, ancho de hombros y tenía una manera elástica de caminar, que quizá debía atribuirse al hecho de proceder de los muelles de Bristol. Sus ojos eran celestes, de mirada franca y directa. Tenía la piel clara y era pelirrojo. Solía andar con el pelo revuelto y pongo en duda que tuviera un peine. En conjunto respetábamos a Tarl Cabot como a un joven y amable inglés de la Universidad de Oxford. Pero más tarde ya no estuvimos tan seguros de este juicio.
Con gran sorpresa mía, compartida por todo el collège, Tarl Cabot desapareció poco después de terminar el primer semestre. Estoy seguro de que éste no era su propósito, ya que Cabot es de los hombres que cumplen con sus compromisos.
Cabot decidió ir a acampar a las White Mountains, próximas al lugar donde nos encontrábamos, muy hermosas en esa época, en el blanco esplendor del febrero de New Hampshire. Yo le presté mi equipo para acampar y lo llevé en coche hacia las montañas, dejándolo en la autopista. Me pidió, y lo dijo en serio, que volviera a buscarlo a los tres días al mismo lugar. Desgraciadamente no acudió a la cita. Esperé varias horas; regresé luego, al día siguiente a la misma hora, pero tampoco apareció. Alarmado, informé a las autoridades y esa misma tarde se comenzó una búsqueda a gran escala.
Al fin se encontró la ceniza de su fogata; eso fue todo. Más tarde me enteré de que Tarl Cabot habría regresado algunos meses después sano y salvo de las montañas. Aunque con un shock, que le produjo una amnesia con respecto al tiempo de su ausencia.
No regresó a nuestro collège, para alivio de algunos colegas mayores que probablemente opinaban que ése no era su lugar. Poco tiempo después yo llegué a la misma conclusión con respecto a mí mismo, y dejé el collège. Recibí un cheque de parte de Cabot con el que me pagaba el equipo de acampar que aparentemente había perdido. Fue un gesto amable de su parte, pero yo habría preferido que me hubiera venido a ver. Así lograría averiguar qué le había ocurrido.
De algún modo, el relato sobre su amnesia me había resultado extraño. Era demasiado simple; no bastaba como explicación. ¿Cómo había vivido en estos meses, dónde había estado, qué había hecho?
Casi siete años después volví a verlo en las calles de Manhattan. En aquella época ya hacía tiempo que había ahorrado el dinero necesario para mis estudios de Derecho y ya no enseñaba desde tres años atrás. Prácticamente había concluido mis estudios y me faltaba poco para el examen final.
Cabot apenas había cambiado —si es que hubo algún cambio—. Corrí detrás de él y sin pensarlo dos veces lo agarré del hombro. Lo que ocurrió entonces fue increíble. Con un fuerte grito de rabia se volvió rápidamente como un tigre, me gritó algo en un idioma extraño, y me sentí en poder de unas manos de acero que me tumbaron en el suelo.
Me soltó de inmediato y comenzó a disculparse precipitadamente, aun antes de reconocerme. Horrorizado me di cuenta de que su proceder había sido un mero reflejo; algo así como el parpadeo del ojo o la contracción de la rodilla bajo el martillo del médico. Era el reflejo de un animal que, al dictado de su instinto, debe ser el primero en atacar para evitar ser aniquilado, o de un ser humano entrenado a matar en forma rápida y salvaje si es que pretende sobrevivir. Yo estaba empapado en sudor. Sabía que había estado cerca de la muerte. ¿Era éste el dulce y tranquilo Cabot de mis días de collège?
—¡Harrison! —exclamó— ¡Harrison Smith!
Me levantó sin el menor esfuerzo a la par que me hablaba de forma atropellada, tratando de tranquilizarme. “Lo siento muchísimo”, decía una y otra vez. “¡Discúlpame, discúlpame, viejo amigo!”
Nos miramos y me tendió la mano impulsivamente, disculpándose. Yo también le di un apretón de manos, pero temo que éste fuera un poco débil y que mi mano temblara, —Sinceramente lo siento muchísimo —dijo.
Algunos transeúntes se habían detenido y nos rodeaban a una distancia prudencial.
Sonrió como solía hacerlo, de forma ingenua y juvenil, una sonrisa que yo todavía recordaba bien de nuestra época en New Hampshire.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó.
Yo también sonreí. —No me vendría mal —dije.
En un pequeño bar en el centro de Manhattan, poco más que un vestíbulo y un pasillo, Tarl Cabot y yo reanudamos nuestra amistad. Rozamos muchos temas, pero no hablamos sobre su reacción abrupta frente a mi saludo, así como tampoco acerca de los meses en que había desaparecido en las montañas de New Hampshire.
En los meses que siguieron nos vimos a menudo; tanto como mi estudio me lo permitía. Parecía muy necesitado de contacto humano, pues evidentemente se sentía solo y, por mi parte, también me sentía muy feliz de poder llamarme su amigo, a pesar de que, desgraciadamente, yo parecía ser su único amigo.
Presentía que llegaría un momento en que Cabot me hablaría de sus experiencias en las montañas. Pero tenía que partir de él; él era el que tenía que determinar el instante apropiado. Yo no estaba interesado en inmiscuirme en sus asuntos o en sus secretos. Me bastaba con ser otra vez su amigo. De vez en cuando me interrogaba a mí mismo por qué Cabot no se expresaba libremente sobre ciertos temas, por qué guardaba tan celosamente el secreto de aquellos meses. Ahora sé por qué no me habló antes de ciertas cosas. Temía que le tomara por un loco.
Una noche a principios de febrero nos reunirnos nuevamente en el pequeño bar en el que en una soleada tarde, hace algunos meses, habíamos tomado nuestro primer trago. Afuera estaba nevando. Cabot parecía agobiado. Recordé que la otra vez había desaparecido en febrero, hace ya algunos años.
—Quizá sería mejor ir a casa —dije.
Cabot seguía mirando fijamente por la ventana y observaba la nieve.
—La quiero —dijo de repente como dirigiéndose al vacío.
—¿A quién? —pregunté.
Sacudió la cabeza, sin apartar la vista de la ventana.
—Ven, vamos a casa —dije— Es tarde.
—¿Dónde está mi casa? —preguntó Cabot, mirando su vaso a medio llenar.
—Tu apartamento está muy cerca de aquí —respondí. Quería que viniera conmigo, que saliéramos de ese lugar. Nunca lo había visto así y empecé a preocuparme.
Cabot no quería dejarse distraer. Retiró el brazo sobre el que yo había apoyado mi mano.
—Es tarde —dijo, con lo cual aparentemente me daba la razón, aunque quizá se estuviera refiriendo a otra cosa—. No tiene que ser demasiado tarde —prosiguió, como si hubiera tomado una decisión, como si por propia voluntad pudiera detener el fluir del tiempo, la secuencia accidental de los acontecimientos.