Evelyn Waugh - Etiquetas
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En 1929, el brillante y ácido escritor Evelyn Waugh tuvo la oportunidad de emprender un viaje a lo largo y ancho de todo el Mediterráneo, de Monte Carlo a Port Said, de El Cairo a Sevilla, pasando por ciudades como Nápoles, Constantinopla, Argel o Barcelona. Waugh, por entonces un valor emergente de la literatura inglesa, quiso dejar testimonio escrito de esta odisea. Sin embargo, como era consciente de lo poco original de sus destinos, se propuso dar una vuelta de tuerca a su relato y analizar los lugares y las personas que conoció adoptando una postura diferente, ingeniosa y muy británica, que ya se adivina en el curioso título de este libro de viajes, «porque todos los lugares que visité durante mi viaje ya están perfectamente etiquetados». La perspicaz mirada del autor para captar los detalles y su afilada pluma dibujan con acierto y humor un paisaje humano que se despliega ante nosotros, haciendo de Waugh un compañero de viaje ideal y de Etiquetas un libro espléndido y entretenidísimo.
Evelyn Waugh
Viaje por el Mediterráneo
ePub r1.0
Sibelius26.12.13
Título original: Labels: A Mediterranean Journal
Evelyn Waugh, 1930
Traducción: Jordi Fibla
Imagen de cubierta: la nave Stella Maris, en una fotografía de época.
Editor digital: Sibelius
ePub base r1.0
Evelyn Waugh nació en Londres en 1903 y murió en Somerset en 1966. Hijo de un conocido editor y crítico literario, estudió en Oxford y se graduó en historia moderna. Su primera obra, publicada en 1928, le dio fama inmediata, y fue autor de novelas, relatos de viajes y biografías. Se convirtió al catolicismo en medio de grandes controversias, viajó por todo el mundo y luchó en diversos escenarios de la segunda guerra mundial.
Desde su primera novela, Grandeza y decadencia (1928), manifestó el humor satírico que le hizo célebre y caracteriza toda su obra, exceptuando la sentimental Retorno a Brideshead (1945). Entre sus novelas destacan: Fechoría negra (1932), Un puñado de polvo (1934), El ser querido (1948), la trilogía antimilitarista integrada por Hombres de guerra (1952), Oficiales y caballeros (1955) y Rendición incondicional (1961), y Las pruebas de Gilbert Pinfold (1957).
Dedicado con afecto a Bryan y Diana Guinness,
sin cuyo aliento y hospitalidad
no podría haber terminado esta obra.
La verdad es que no sabía adónde iba, así que cuando alguien me lo preguntaba decía que a Rusia. De este modo dio comienzo mi viaje, como una autobiografía, sobre una base bastante hábil de falsedad y vanagloria. No puede decirse que la afirmación fuese del todo engañosa, porque era potencialmente cierta y, además, la efectuaba sin la menor razón informativa. Tenía grandes deseos de ir a Rusia, y en cierta ocasión alguien me convenció de que, si durante bastante tiempo dices una y otra vez que quieres ir a alguna parte, siempre acabas por ir allí. En los quince días previos a mi partida de Inglaterra y otros tantos después, sostuve siempre que venía a cuento que mi destino era Rusia. Comuniqué mi intención a tres cronistas de sociedad y ellos la publicaron en sus periódicos; le dije a un joven muy cortés de la agencia Cook que iba allí y le hice perder mucho tiempo buscando rutas de vapores en el mar Negro; incluso, provisionalmente y con no pocos reparos, reservé pasaje desde Constanza a Odessa y conseguí cartas de presentación dirigidas a personas que supuestamente tenían influencia en la embajada soviética en Angora. Pero el ensalmo no surtió efecto, y el punto de mi periplo más cercano a Rusia fue el extremo oriental del Bósforo.
No creo que la vanagloria me hiciera tampoco mucho bien; esa es una parte de la actividad de escribir que todavía no he dominado del todo. Supongo que, cuando este libro se publique, pasar unas vacaciones en Rusia será algo muy corriente y sencillo. En el momento sobre el que escribo, febrero de 1929, en la Cámara de los Comunes había una mayoría conservadora, y ese viaje era un proyecto de lo más arriesgado. Ahora bien, una de las habilidades del escritor de éxito es la de evitar que el público lector se olvide de su nombre en los intervalos durante la lectura de uno de sus libros. Todo es muy enigmático porque, a mi modo de ver, sólo existen dos razones respetables para leer un libro escrito por otra persona: una es que te pagan por criticarlo, y la otra, que te encuentras continuamente con el autor y parece descortés no saber lo que hace. Pero es evidente que hay muchas personas a las que no son aplicables ninguna de estas razones. Leen libros porque han oído el nombre del autor. Pero, por más diligente que seas, no puedes confiar en escribir más de dos libros al año, a cada uno de los cuales tu público, como se le llama, dedicará alrededor de seis horas. Es decir, que por cada hora en que retienes la atención de tu lector, le das un mes para que te olvide. Sería muy difícil organizar siquiera un matrimonio sobre esa base, y más todavía una carrera financiera. Por ello debes pasarte la mitad de tu tiempo libre escribiendo artículos para los periódicos; los directores los adquieren porque la gente lee tus libros, y la gente lee tus libros porque ve tus artículos en los periódicos. (Quienes no participan en la carrera llaman a esto un círculo vicioso.) El resto de tu tiempo libre tienes que dedicarlo a hacer cosas que, a tu modo de ver, los demás considerarán interesantes. Yo confiaba en que, cuando alguna mujer leyera en la crónica social que me iba a Rusia, se diría: «Qué joven tan interesante; debo pedir su biografía de Dante Gabriel Rosetti a la biblioteca de préstamo». Pues bien, ni siquiera esto ocurrió en un grado apreciable, y por ello he de comenzar este libro, que tendrá la mira puesta en lo que los críticos llaman la sinceridad y la franqueza inflexibles de la juventud, admitiendo que mi mentira fue un fracaso sin paliativos.
Sin embargo, conseguí alejarme de Inglaterra, y eso era en realidad lo único que me importaba. En febrero de 1929 se congregaban allí casi todas las causas de la inquietud humana. Londres estaba exánime y aterido, y parecía habérsele contagiado el temple de Westminster, donde el Gobierno, consciente de su fracaso, llevaba semanas prolongando su última sesión. Se empezaba a hablar de cine, es decir, se hablaba del único arte vital del siglo con veinte años de retraso. Ni siquiera había un buen asesinato. Y además de todo esto, el frío era intolerable. El éxito editorial de los meses anteriores había sido Orlando, de la señora Woolf, y parecía como si la naturaleza se dispusiera a obtener algún Premio Hawthornden celestial imitando esa célebre descripción de la Gran Helada. En aquellos días la gente vacilaba en tocar un gélido vaso de cóctel, como la duquesa de Malfi la mano muerta, e iban despacio y tiesos como autómatas desde sus taxis, expuestos a las corrientes de aire hasta la estación del metro más cercana, donde se detenían, apretados unos contra otros para calentarse, tosiendo y estornudando entre los periódicos vespertinos. El frío intenso parece peculiarmente insoportable en una gran ciudad, donde la relación que uno tiene con la naturaleza es totalmente caprichosa y está desvinculada de los procesos naturales de la germinación y la descomposición.
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