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Alberto Soler Sarrió - Niños sin etiquetas: Cómo fomentar que tus hijos tengan una infancia feliz sin limitaciones ni prejuicios

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Alberto Soler Sarrió Niños sin etiquetas: Cómo fomentar que tus hijos tengan una infancia feliz sin limitaciones ni prejuicios

Niños sin etiquetas: Cómo fomentar que tus hijos tengan una infancia feliz sin limitaciones ni prejuicios: resumen, descripción y anotación

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Es fácil poner una etiqueta a un niño, pero es muy difícil quitarla. ¿Y si dejamos de etiquetar a nuestros hijos? Simpático, conflictivo, pesado, divertido, perezoso, activo, aventurero, comilón, pesimista, alegre, impulsivo, inconsciente, nervioso, constante, trabajador, holgazán, etc. Utilizamos etiquetas con alegría, las ponemos y nos las ponen, pero a veces eso resulta perjudicial. Cuando etiquetamos a un niño, las expectativas que tenemos acerca de su conducta influyen en la misma, tanto si esta es positiva como si es negativa. En este libro, Alberto Soler y Concepción Roger nos hacen un recorrido por las etiquetas que más habitualmente utilizamos para calificar a los niños y nos muestran cómo podemos educarlos sin caer en esa trampa. Niños sin etiquetas es una guía de crianza con ideas, consejos y múltiples ejemplos para que nuestros hijos puedan crecer siendo niños, disfrutando de cada etapa de sus vidas en un entorno que les posibilite desarrollarse plenamente y recibir de sus padres todo lo que necesiten para ser felices.

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SINOPSIS

Es fácil poner una etiqueta a un niño, pero es muy difícil quitarla. ¿Y si dejamos de etiquetar a nuestros hijos?

Simpático, conflictivo, pesado, divertido, perezoso, activo, aventurero, comilón, pesimista, alegre, impulsivo, inconsciente, nervioso, constante, trabajador, holgazán, etc. Utilizamos etiquetas con alegría, las ponemos y nos las ponen, pero a veces eso resulta perjudicial. Cuando etiquetamos a un niño, las expectativas que tenemos acerca de su conducta influyen en la misma, tanto si esta es positiva como si es negativa.

En este libro, Alberto Soler y Concepción Roger nos hacen un recorrido por las etiquetas que más habitualmente utilizamos para calificar a los niños y nos muestran cómo podemos educarlos sin caer en esa trampa.

Niños sin etiquetas es una guía de crianza con ideas, consejos y múltiples ejemplos para que nuestros hijos puedan crecer siendo niños, disfrutando de cada etapa de sus vidas en un entorno que les posibilite desarrollarse plenamente y recibir de sus padres todo lo que necesiten para ser felices.

ALBERTO SOLER

CONCEPCIÓN ROGER

NIÑOS SIN

ETIQUETAS

Cómo fomentar que tus hijos

tengan una infancia feliz

sin limitaciones ni prejuicios

PAIDÓS Divulgación

A Lucía, Koke y Laura.

PRÓLOGO

Cuando era pequeño solía veranear en casa de mi abuela materna junto a mis padres, hermano, primos y tíos. Era una casa enorme con once habitaciones en las que compartíamos nuestro verano cinco familias, a razón de dos cuartos por familia. La undécima habitación, la de la entrada, era la de mi abuela. No teníamos ningún tipo de lujo: ni aire acondicionado, ni muchos juguetes, ni jardín ni piscina. Lo que sí teníamos era un montón de primos, bicicletas, un parque enorme debajo de casa, una piscina municipal y muchas muchas ganas de jugar.

El verano en el que cumplí nueve años tuve la mala fortuna de romperme el escafoides, un pequeño hueso que une el pulgar y la muñeca. Precisamente por ser un hueso pequeño, su consolidación suele ser costosa y, por tanto, tuve que pasar dos meses escayolado; desde principios de julio hasta principios de septiembre. Estar escayolado puede ser algo divertido cuando acaparas la atención de tus compañeros de escuela, pero cuando es verano y tienes un montón de primos que se pasan la mañana bañándose en la piscina y la tarde haciendo persecuciones en bici... es una auténtica calamidad.

Cada mañana era testigo de las zambullidas, los saltos y las acrobacias que hacían mis primos en la piscina y cada tarde les veía salir de casa, después de comer, para hacer las persecuciones de bicicletas en las que yo no podía participar, porque con un brazo escayolado no se puede montar en bici y mucho menos hacer persecuciones. Mientras mis primos se perseguían, yo solía quedarme en casa con los mayores. Algunos días se organizaban tertulias después de comer en las que mis tíos se acaloraban en todo tipo de debates. Otros días tocaba siesta generalizada y yo me sentaba con mi abuela a ver cómo hacía crucigramas. No me acuerdo muy bien cómo fue ni lo que yo dije, pero sí recuerdo dónde estaba sentado y lo que dijo mi abuela. Yo, en una butaca de grandes brazos, aburrido y frustrado. Mi abuela, en una silla de madera que le permitía hacer su crucigrama junto a la mesa camilla. En algún momento, movido por mi frustración o por el aburrimiento, debí de quejarme. Estoy seguro de que no era la primera vez que lo hacía porque la expresión de mi abuela fue tajante: «¡Álvaro, eres un gruñón!».

Han pasado más de treinta años, pero esa frase sigue clavada en mi memoria como si me la hubieran dicho esta misma mañana. Resulta sorprendente porque en los casi cuarenta años que tuve la fortuna de disfrutar de mi abuela Carmen, siempre fue cariñosa conmigo. Siempre... menos esa vez. Todavía hoy, después de tantos años, esa etiqueta me persigue. No se si soy especialmente gruñón o no. Pero puedo asegurarte que cada vez que me siento un gruñón recuerdo la frase de mi abuela y, de alguna manera, me tengo que preguntar si realmente lo soy.

¿Qué es lo que hace que estas frases que fueron pronunciadas tan solo una vez en nuestra vida se queden grabadas en nuestra memoria? La respuesta es relativamente sencilla. Todos tenemos en nuestro cerebro una estructura que almacena conocimientos acerca del mundo que nos rodea. Si, por ejemplo, yo te pidiera que acariciases a un perro que ladra y gruñe mostrando los colmillos, es muy probable que te negaras en rotundo. Esto es así porque esa parte de tu cerebro, que conocemos como «hipocampo», tiene almacenada la valiosa información de que los perros que gruñen pueden morder. Además de datos sobre el mundo que nos rodea, el hipocampo también almacena conocimientos acerca de nosotros mismos. Es lo que los psicólogos conocemos como la «idea del yo» o «autoconcepto». En esta idea del yo, el cerebro almacena toda la información que es relevante sobre nosotros mismos. A mí, por ejemplo, no me gustan las espinacas hervidas y, sin embargo, me encantan crudas en una ensalada. Puede que a ti te encante sentir la brisa del mar. Puede que tú sepas que te gusta dormir con calcetines y tu pareja sepa que no los pueden soportar y que necesita dormir con los pies al aire. Puede que te sientas aventurera o precavido. Pasional o racional. Ordenado o desordenada. Puede que seas capaz de identificar un estilo de música que te gusta o explicar cuál es tu vocación. Todos tenemos ideas más o menos claras acerca de lo que nos gusta o de nuestra forma de ser. Forman parte de nuestra idea del yo.

Parte de esas ideas proviene de nuestras propias experiencias, pero otras de esas ideas proceden de la información acerca de nosotros mismos que nos ofrecen los demás. Lo más interesante de estas ideas o «etiquetas» es que, de alguna manera, nos incitan a comportarnos de acuerdo con lo que en ellas pone. Cuando nos dicen que somos caprichosos, que somos egoístas o gruñones, nuestro cerebro se ve obligado a actuar según lo que conoce acerca del mundo. Tú no tocarías al perro que muestra los colmillos porque sabes que es potencialmente peligroso. De la misma manera, si le dices a un niño que es desobediente, lo más probable es que la próxima vez que le pidas algo el niño no te haga ni caso, porque esta parte de su cerebro le dirá que los niños desobedientes no suelen hacer caso. Más aún. Si te enfadas y le das una orden, la probabilidad de que obedezca es todavía menor, porque ese niño sabe que los niños desobedientes no obedecen. Es lógico; el cerebro nos guía, nos dice cómo actuar. Así que, si llenamos el cerebro de nuestros hijos o alumnos de mensajes negativos, el niño no tendrá más remedio que regir su vida sobre la base de esos mensajes.

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