Fernando Savater - El mito nacionalista
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- Libro:El mito nacionalista
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1996
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El mito nacionalista: resumen, descripción y anotación
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Filósofo, novelista, divulgador, Fernando Savater ha escogido a lo largo de su trayectoria diversos medios para hacer llegar al público un pensamiento atento a todos los fenómenos relevantes de nuestra sociedad y un espíritu contrario a cualquier dogma de la razón. Dentro de la gran variedad de temas de los que se ha ocupado, puede encontrarse desde el ámbito más íntimo y privado del individuo, hasta las manifestaciones públicas más notorias como la política.
Fernando Savater
ePub r1.2
Titivillus 04.08.18
Título original: El mito nacionalista
Fernando Savater, 1996
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
FERNANDO SAVATER (San Sebastián, 21 de junio de 1947) es escritor, filósofo, y catedrático de Filosofía, además de formar parte de varias agrupaciones comprometidas con la paz y en contra del terrorismo. Ha publicado más de cincuenta obras de ensayo político, literario y filosófico, narraciones y obras de teatro, además de cientos de artículos en la prensa española y extranjera.
Algunos de sus libros han sido traducidos a más de veinte lenguas. Entre sus obras destacan La tarea del héroe (Premio Nacional de Ensayo, 1982) y las novelas El jardín de las dudas (finalista del Premio Planeta, 1993) y La hermandad de la buena suerte (Premio Planeta, 2008). Entre sus publicaciones más recientes hay que subrayar la novela Los invitados de la princesa (Premio Primavera de Novela, 2012) y el ensayo Ética de urgencia, que se suma a varias otras obras con las que Savater ha acercado la filosofía, siempre engarzada en el devenir del mundo actual, a todo tipo de lectores.
Este conjunto de apuntes y polémicas, preparado especialmente para Alianza Cien, tiene un tema central: el nacionalismo. Y no pretende ser un acercamiento frío y ecuánime a ese fenómeno político, sino una denuncia de las falsedades en que se basa y de los males que produce. En mi opinión, el nacionalismo es uno de los peores enemigos que tiene en este final de siglo la idea ilustrada de una ciudadanía basada en los derechos que se comparten y no en la similitud étnica. Creo que hoy podemos juzgar el grado de civilización alcanzado por un estado nacional según su capacidad de integrar armoniosamente diversas culturas, razas, lenguas o religiones. Respetando sin duda el pluralismo, aunque defendiendo también un proyecto políticamente humano que está por encima de unas diferencias enriquecedoras pero cuyo alcance no puede absolutizarse de forma irrestricta. En último término, el estado democrático moderno es siempre plurinacional, es decir acoge bajo el rótulo histórico de una nacionalidad genérica diversas tradiciones nacionales que han aprendido a relativizarse como fuentes exclusivas y excluyentes de legitimación política.
No creo que haya nacionalismos «buenos» y «malos», «defensivos» y «ofensivos», sino sólo distingo los graves de los leves. La mayor parte de los textos aquí compilados versa sobre el caso del nacionalismo vasco y el fenómeno terrorista que lo prolonga, enloquecidamente. Pero la dialéctica nacionalista, sobre todo en sus extremos aberrantes, se parece mucho en todas partes: la mayor parte de los razonamientos expuestos en tomo al caso vasco son válidos también para otros fenómenos de índole semejante.
Estoy convencido de que la democracia española no tiene hoy amenaza más grave que el terrorismo etarra y la ideología que lo subyace, sostenida a veces por muchos que no comparten sus métodos criminales. Quizá ingenuamente pienso que una de las formas de combatir este peligro es denunciar su impostura ideológica y tratar de convencer a los nacionalistas de buena voluntad para que revisen parcialmente su doctrina y la hagan compatible con el estado pluralista. Como vasco, intento luchar por la libertad de mi pueblo: no para que la recupere, homogénea y etnomaníaca, sino para que la conserve en su democrática pluralidad actual.
San Sebastián, enero de 1996
«Mi meta es el origen», escribió Karl Kraus, y tal podría ser también el lema bajo el que va a terminar este siglo, aunque tomado en un sentido que poco tiene que ver con Kraus. En el terreno religioso y filosófico, pero sobre todo en el campo de lo político, asistimos a un regreso incontenible de lo originario o, más bien, en un regreso colectivo hacia lo originario. El futuro es desconcertante, cuando no francamente amenazador; el presente decepciona por el escándalo de su corrupta confusión ética y por la trivialidad de su propuesta estética (¿puede ser otra cosa el presente que trivial, si sólo el pasado sabe ser prestigioso y sólo en el porvenir hay esperanza?). De modo que el origen se ofrece como un asidero a partir del cual se podrá otra vez con firmeza valorar, discriminar y decidir. Nótese que se apela aquí al origen, no sencillamente al pasado. También el pasado es discutible y por ende rechazable: el pasado ha fracasado, como demuestra el presente (oímos repetir, por ejemplo, que el sesentayochismo permisivo «ha fracasado», el estado del bienestar «ha fracasado», la transición política a la española «ha sido un fraude y un fracaso», así como también han fracasado el socialismo, el liberalismo clásico, el comunismo, la Ilustración, la modernidad, la ONU, el desarrollo económico, la descolonización, etc…). Queda el origen: el origen es una provincia del pasado, pero indiscutible, invulnerable, incorruptible. Lo que ocurre es que el vendaval de los tiempos recientes (hay diversas versiones de cuándo comienzan éstos: a partir de la caída del muro de Berlín, o de la muerte de Franco, o del Concilio Vaticano II, o del final de la segunda guerra mundial, o desde la industrialización, o desde el siglo de las luces, o desde Descartes y su racionalismo) ha ocultado en sus brumas lo originario. De modo que hay que rescatarlo, establecerlo de nuevo, revelarlo… Es la tarea de los profetas del origen, que en cada uno de las áreas teóricas o prácticas traen la buena nueva de que lo nuevo ha dejado de ser bueno.
¿Ventajas de lo originario? Algunas han sido ya apuntadas. Como la doctrina en boga es que las opiniones se equivalen, que cada cual tiene la suya y todas deben ser respetadas (es decir, que no hay forma racional de decidir entre ellas), recurrir al origen es lanzar sobre el tapete el comodín irrefutable que zanja toda discusión subjetiva porque es previo a la configuración de las subjetividades. Las opiniones expresan la voluntad de cada cual, pero lo originario es anterior y más profundo que cualquier voluntarismo. En esta hora presente en que todo es relativo, el origen puede afirmarse como inapelablemente absoluto. Sobre todo, la excelencia de lo originario proviene de que escapa a cualquier acuerdo entre hombres corrientes y molientes, a toda convención. Lo que unos hombres han acordado, otros lo pueden revocar o poner en tela de juicio: cuanto es convencional siempre presenta pros y contras, siempre deja parcialmente insatisfecho a cada uno porque encierra concesiones a los demás. De aquí, según el antihumanismo heideggeriano, la ineptitud de la razón discursiva de los individuos para fundamentar valores auténticamente universales. El origen, en cambio, no está sujeto a debates ni a caprichos, no admite componendas ni por tanto revocación. Ateniéndose al origen uno puede autoafirmarse de forma plenamente objetiva, sin intercambiar explicaciones con la subjetividad del vecino ni admitir sus quejas. Lo originario no tiene enmienda, pero a partir de ahí puede enmendarse cuanto se nos opone.
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