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Fernando Savater - La peor parte

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Fernando Savater La peor parte

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CAER EN DESGRACIA

Si el corazón pudiera pensar, se pararía.

FERNANDO PESSOA

Durante mucho tiempo, mientras cumplía mis años y las perspectivas vitales se iban haciendo cada vez menos prometedoras, me repetía la misma consideración analgésica: «He disfrutado de una vida tan indecentemente buena que aunque mañana se acabase mi suerte y el resto que me queda (treinta, veinte, diez años…) fuese desdichado, el balance total sería aún indudablemente positivo y feliz». En el fondo, no creía demasiado posible ese cambio radical de mi fortuna. Cierto que la vejez es una humillación, que incluso para los más sanos se convierte en fuente incansable de dolores e incomodidades, mientras los iconos de nuestra juventud y los compañeros de nuestra madurez van desapareciendo a ritmo creciente, los lugares y los juegos que nos encantaron son arrasados por bárbaros sin delicadeza, llegan modas insoportables y la estupidez ambiental se vuelve un runrún incesante. Había muchas razones para suponer que se me venían encima años malos, probablemente peores que lo antes vivido, pero no tan malos que se convirtiesen en lo opuesto a todo lo demás. Serían como una continuación impresa en peor papel, con líneas borrosas y abundantes erratas, con ilustraciones en blanco y negro en lugar de vivos colores de los capítulos anteriores de mi vida. El argumento se mantendría igual, hasta en el tono mismo de la narración, sin radical solución de continuidad. Incluso en el peor de los casos, me salvaría como en el examen de reválida.

Cuando hice el bachillerato, al acabar cuarto curso (en torno a los catorce años) debíamos pasar una reválida tras la que nos separábamos en alumnos de ciencias y de letras. Los de letras cursarían latín y griego; los de ciencias, matemáticas, física y química. Después pasaríamos a ser ignorantes dichosos y sin culpa en las materias aborrecidas. Esa prueba era la última en la que debíamos demostrar nuestros conocimientos en uno y otro campo, antes de decantarnos por nuestra preferencia. La nota final de reválida era la suma de la prueba de matemáticas y la de literatura, dividida por dos. Yo fui temblando al examen porque mi nulidad en el exacto laberinto de números y cálculos era legendaria entre mis compañeros de curso y, desde luego, una abrumadora certeza para mí. Debo de ser el mayor inútil aritmético que haya pisado la superficie del planeta. El resultado de la prueba confirmó mis peores perspectivas: obtuve un cero en los problemas que me propusieron, ante los que me quedé paralizado como el proverbial conejillo frente a la mirada inmisericorde de una cobra. Pero en el ejercicio literario, en el que podía divagar y fantasear a mi gusto, que es lo único que en la vida he sabido hacer, saqué un diez. Este resultado anómalo —luego me dijeron que único— puso en un brete al tribunal encargado de fijar las calificaciones definitivas. Por un lado, desde el punto de vista meramente aritmético, el resultado me era favorable: ¡hasta yo sabía calcularlo! Cero más diez, diez; dividido por dos, cinco; o sea, el aprobado justo y raspado, pero, al fin y al cabo, aprobado. Por otra parte, un resultado de tal desequilibrio iba en contra del sentido mismo de la reválida, orientada a evaluar una razonable competencia en ambos campos del conocimiento y que debía encabritarse ante una monstruosa hemiplejía escolar como la mía. Me llamaron a capítulo, me amonestaron seriamente, pero al final me dieron el plácet. Creo que en ello influyó el prestigio de mi colegio (Nuestra Señora del Pilar de Madrid) en el instituto donde se celebró el examen. Aún sueño con relativa y decreciente frecuencia con que debo presentarme a un último y crucial examen de matemáticas, sin el cual no podré dar por acabados mis estudios. ¡A mi edad, es imposible! Me despierto sudando y temblando. Supongo que algún día la muerte me llegará así, como la definitiva ecuación imposible de resolver.

De ese modo me salvé entonces. Y yo creía firmemente que el resultado de mi vida iba a ser igual y no menos favorable, incluso por un margen de aprobado mayor. Los factores de la existencia me llegaban de bueno a malo y luego a peor, primero la literatura, la imaginación, la Disneylandia del espíritu, luego el cálculo y después el álgebra más dolorosa, la tortura de lo exacto y necesario, de lo irremediable. Pero la conclusión sería positiva, la primera parte pesaría en el total más que la segunda y el balance daría un saldo a mi favor. Como el Creador al final de los días contemplando su obra acabada, según refiere el Génesis, yo también podría exclamar satisfecho: «Valde bonum». Pero me equivocaba en esa previsión optimista, por lo menos tanto como se equivocó el propio Creador al apreciar lo que había sacado de la nada.

Desde luego no es que hubieran faltado por completo contrariedades, sinsabores, padecimientos y aun desdichas en la parte que yo consideraba buena y soleada de mi vida. No existen seres conscientes, aunque solo lo sean mínima y toscamente, que no sientan dolor por múltiples causas y de manera relevante y continuada, como un mecanismo evolutivo para acicatear las respuestas del instinto de conservación. El hambre, la sed, el frío, el calor, la urgencia sexual son dolores que compartimos con los demás animales; el deseo de compañía y afecto, el afán de reconocimiento personal, el miedo a la violencia de nuestros semejantes o sencillamente al futuro, a la enfermedad y la muerte, la angustia por el bienestar de nuestros seres queridos o la llaga de su pérdida, las dolencias del amor (celos, abandono…) o la peor de todas, que es carecer de amor, son males propios e inseparables de la condición humana. Nos tocan a todos, en una u otra cuantía. Yo los he padecido, he visto morir a mis abuelos y a mis padres, he sufrido por y para los amores, he estado en la cárcel, he conocido la hostilidad de adversarios intelectuales, no me son ajenas las enfermedades y he conocido quirófanos y largas noches de estertor. Todo me pareció siempre aceptable, asumible a fin de cuentas aunque fuera entre maldiciones y protestas, compensado por incidentes luminosos y placenteros que también se daban a cada paso. He sido adepto de la «filosofía de la compensación» que ya en mi madurez vi formulada por Odo Marquard pero de forma espontánea, ingenua, antes de conocerla racionalmente. Si alguien quiere repasar mi balance biográfico entre bienes y males, tal como yo lo hacía hace tan solo tres lustros, puede leer Mira por dónde, una autobiografía en la que conté bastante y desde luego callé mucho, en un vano intento por mitigar el exhibicionismo propio del género.

Es curioso que al final de ese libro, en el epílogo titulado «Antes de nada» que seguía a una declaración de amor a mi Pelo Cohete, ya me ponía algo melancólico (probablemente para darme importancia a ojos del impresionable lector) y señalaba una creciente «dificultad en saborear lo que siempre me ha parecido sabroso». Y añadía: «Empiezo a darme cuenta de que quizá acabaré triste, como cualquier imbécil». Para enseguida replicar: «Pero os juro que hubo una alegría dentro de mí, incesante, una alegría que lo encendía todo con chisporroteo de bengalas festivas precariamente instaladas en las oquedades de la gran calavera». Por entonces escribía yo sobre la tristeza futura puramente de oídas, como quien habla haciéndose el entendido de un país en el que realmente nunca ha estado y que solo conoce por los relatos de algunos viajeros y por una serie de postales estereotipadas. Y sin embargo acerté en mi predicción conjetural porque ya es inapelable que voy a acabar mi vida triste, pero no con la tristeza átona y desvaída de cualquier imbécil senil, sino con una tristeza enorme, proactiva, que nace precisamente de la inteligencia y la aniquila en su propio terreno, una tristeza que no ha llegado por un suave declinar físico y el marchitamiento progresivo de las ilusiones, sino con la precipitación atroz de una brusca caída en un mar de amargura sin orillas, en el que debo chapotear con espanto hasta el anegamiento final. Como dice la duquesa de Vaneuse en la novela de Gustave Amiot, «lo poco que me queda de inteligencia me enfrenta en todo momento a esta última y única verdad: que la inteligencia no es nada comparada con el sentimiento. Y yo de los sentimientos ya solo conozco el luto de los míos y los aspavientos de la comedia universal». En efecto, ahora sé exactamente lo que significa «caer en desgracia», no como otro incidente palaciego reversible más en el vaivén de la existencia, sino como una metamorfosis irrevocable, una mutilación de la propia condición sin remedio posible, la pérdida que desequilibra mi ser y rompe dentro de mí el resorte de lo que antes chispeaba y burbujeaba a pesar de todos los pesares. Este pesar no es como los demás; ha llegado el pesar invencible.

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