Fernando Savater - Tauroética
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- Libro:Tauroética
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2011
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Tauroética: resumen, descripción y anotación
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FERNANDO SAVATER nació en 1947 en San Sebastián, Guipúzcoa. En la actualidad es catedrático de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudió su especialidad. Es autor de múltiples ensayos filosóficos, literarios, políticos, novelas y obras dramáticas, traducidos a varios idiomas. Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Ensayo (1982), el X Premio Anagrama de Ensayo y fue finalista en el Premio Planeta (1993) con la novela El jardín de las dudas. Codirige la revista Claves de razón práctica y colabora habitualmente, entre otras publicaciones, en El País. Como conferenciante y profesor invitado, ha viajado por Europa, Asia y las tres Américas.
«En la Historia se habla demasiado poco de animales».
Elias Canetti, La provincia del hombre
El motivo próximo de la publicación de estas páginas (y de haberlas escrito, en su mayoría) es el debate suscitado en el Parlamento de Cataluña con motivo de una iniciativa ciudadana que solicita la abolición de las corridas de toros en la comunidad autónoma. No es aventurado suponer que si la propuesta es refrendada por una prohibición legal, será imitada por iniciativas similares en otras comunidades, aunque sea con menores probabilidades de éxito (en el primer caso hay intereses políticos a favor de la prohibición, en casi todos los demás los hay en contra). En cualquier caso, la antigua polémica en torno a la fiesta taurina, sus supuestos valores simbólicos y artísticos o su también supuesta brutalidad anti-moderna vuelven a estar sobre el tapete. Y hoy, a diferencia de otras épocas, tiene lugar en un contexto generalizado de sensibilidad ecológica pro-animalista que ha convertido casi en lugar común lo que antaño fueron considerados remilgos de intelectuales extravagantes, contrarios al sentir popular.
Desde una perspectiva social e incluso económica, las decisiones institucionales que se adopten al respecto —si resultan favorables a la tesis abolicionista y por locales que sean— tendrán una relevancia nada desdeñable en todo el país. Pero desde un punto de vista filosófico, que es el que aquí principalmente me interesa, es el debate mismo lo más relevante, sobre todo por sus implicaciones éticas —nuestra actitud moral hacia los animales— y también por sus repercusiones ontológicas acerca de cómo pensar la relación que mantenemos —y nos mantiene— vinculados a la naturaleza. No es que estas cuestiones de fondo hayan aparecido en el debate parlamentario, todo lo contrario: digamos que solo han brillado por su ausencia. No sé si el lugar y el momento eran oportunos para plantearlas, pero en cualquier caso —salvo en breves ramalazos de alcance más teórico que anecdótico o tremendista— la ocasión del pensamiento ha pasado de largo. Las reflexiones que propongo a continuación tratan al menos parcialmente de rescatarla, porque el tema lo merece: con toros o sin toros. En cuanto a la retórica sublime que tanto encandila entre quienes están a favor o en contra de la fiesta («la tauromaquia es la expresión del alma española y por eso nunca podrá ser erradicada de nuestro país», «las corridas de toros son formas de sadismo colectivo, anticuado y fanático, que disfruta con el sufrimiento de seres inocentes», así como sus diversas variantes) reconozco que me aburren soberanamente. Me pasa lo mismo que al admirable Monsieur Teste de Valéry: «La bêtise n’est pas mon fart».
Sin duda cuando hay trasfondo político en la discusión los argumentos son escuchados de la peor manera posible. El caso más escandaloso fue una aseveración en el Parlament del profesor Jesús Mosterín, quién para recusar la tradición como el principal justificante de las corridas señaló que también la ablación del clítoris en ciertos países es una tradición y ello no hace esa práctica menos abominable. El argumento era claro y lógicamente correcto, pero sublevó a una caterva de políticos y periodistas obcecados que mostraron su indignación porque Mosterín comparase la ablación del clítoris con la tauromaquia… lo que obviamente no había hecho. Lo que se comparaba era la tradición como legitimadora de conductas, no las conductas entre sí. Demasiado sutil para los vociferantes, favorables al repudio o al pataleo pero reacios a los intentos de persuasión. Y sobre todo cuando se saca a la palestra la alusión de un ultraje a las mujeres… que nadie pretende trivializar. Resulta chocante que, estando toda la argumentación de los antitaurinos basada en la equivalencia implícita entre las «torturas» que sufren los toros y los padecimientos humanos, solo fuese esa comparación concreta (y malentendida) del profesor Mosterín la que pareciese ofensiva a la mayoría. Dicho sea de paso, empieza a ser preocupante el bloqueo oscurantista que cierta inquisición pseudo- feminista ejerce sobre cualquier forma de razonamiento que a su juicio falta al respeto a la sagrada causa. Siempre se ha dicho que no hay que hablar a tontas y a locas, pero cada vez va habiendo en la España actual más ocasiones de recordar esa norma.
Sin embargo, Mosterín hubiera podido citar un ejemplo no menos conveniente a sus tesis pero mejor adecuado al caso, porque incluye también el valor artístico (y solo afecta además a varones, con lo que no provoca al irritabile genus) de la tradición: me refiero a los castrati, que durante siglos perdieron tradicionalmente su virilidad para deleitar a los oyentes —entre los que predominaban altos eclesiásticos y monarcas— con lo refinado de sus trinos. Por muy elevados que fuesen los goces estéticos causados por la voz de estas mutiladas criaturas, hoy consideramos justificado por razones de decencia humanitaria —estrictamente éticas— haber abolido la cruel manera de perpetuar sus agudos. Claro que en este caso, como en el no menos dramático de la ablación del clítoris (en el que no se persigue un placer estético sino que solo se proscribe el placer femenino) las víctimas son seres humanos, no animales. Pero ¿no se podrá aplicar igual criterio al caso de la fiesta taurina, en la que también una tradición estética se basa en el dolor de seres vivos?
Que las corridas de toros son una tradición es cosa indudable, aunque como hace notar el profesor Mosterín la raigambre tradicional no legitima sin más ni fiestas, ni comportamientos sociales ni nada de nada: perdón, pero somos modernos. Y ser moderno es tener prejuicios favorables hacia lo nuevo, no hacia lo ancestral. Ítem más: que la tauromaquia encierra valores artísticos también es algo imposible de negar, sobre todo en nuestra época, tan generosa en la atribución del marchamo de «arte» a los más insospechados productos y actividades. ¡Solo faltaba que pudiésemos llamar «obra de arte» al urinario de Duchamp o a cualquier guiso deconstruido de Ferrán Adriá y nos prohibieran en nombre del buen gusto dar el mismo calificativo encomiástico a una faena de Curro Romero! Pero sin embargo tampoco la exquisitez estética sirve como universal certificado de buena conducta: recordemos otra vez el caso de los castrati…
Por su parte, los voluntariosos antitaurinos han acuñado el lema «la tortura no es cultura», aunque en eso también se equivocan porque la tortura sí que es cultura, qué va a ser si no, lo mismo que los misiles tierra-aire o el espionaje industrial. Pero podrían haber sostenido que la tauromaquia —torturadora para ellos— es inevitablemente cultura, y sin embargo les parece rechazable… como tantas otras producciones culturales a las que a veces nos resignamos o en otros casos intentamos erradicar. Por ejemplo de estas últimas, la tortura de seres humanos, por muy cultural que sea en cualquiera de sus formas.
De modo que si algunos exigen la abolición institucional de la fiesta taurina, la fuerza de su propuesta no está en el desprecio o la repugnancia personal que sienten por ella (la sensibilidad de cada cual no puede convertirse en norma obligatoria para los demás, por exquisita o «ilustrada» que pretenda ser) ni tampoco en el hecho de que pongan en entredicho sus valores tradicionales, estéticos o culturales (por no mencionar los económicos o laborales) sino en que la declaran irreversiblemente
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