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Francisco Umbral - Ramón y las vanguardias

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Francisco Umbral Ramón y las vanguardias
  • Libro:
    Ramón y las vanguardias
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1978
  • Índice:
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Ramón y las vanguardias: resumen, descripción y anotación

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RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS enlaza a Umbral con el barroco castellano de Quevedo - photo 1

RAMÓN Y LAS VANGUARDIAS enlaza a Umbral con el barroco castellano de Quevedo, Vélez de Guevara y Torres Villarroel, del que siempre se ha reclamado, y que encuentra su versión vanguardista, en el siglo XX, con Gómez de la Serna. Umbral recorre en este libro la vida, la personalidad y la obra de Ramón en relación con las vanguardias de entreguerras, que también estudia, llegando a síntesis muy personales de interpretación y estilo. Hegel dice que la Historia no es el espacio de la felicidad humana. La Literatura tampoco. Pero aquellas vanguardias de comienzos de siglo —Apollinaire, Ramón— sí quisieron escribir desde el optimismo. Gómez de la Serna es el máximo optimista de la vida y la literatura española, casi el único (salvo contagio fugaz del 27 poético), y lo que estudia este libro es el esfuerzo por construir una gran literatura desde el bien, desde la nerudiana residencia en la tierra, siguiendo la curva del desencanto que lleva a Ramón hasta el laconismo y la muerte. Un libro y un Ramón, pues, instalados, no en el pasado ni el tópico, sino en la actualidad y la descreencia.

Francisco Umbral Ramón y las vanguardias ePub r10 Titivillus 210216 Título - photo 2

Francisco Umbral

Ramón y las vanguardias

ePub r1.0

Titivillus 21.02.16

Título original: Ramón y las vanguardias

Francisco Umbral, 1978

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

La palabra no es una etimología sino un puro milagro RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA - photo 3

La palabra no es una etimología, sino un puro milagro.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

PRÓLOGO

Lo que acontece es que, en España, llevamos bastantes años —como que pueden contarse por centurias— admitiendo la poesía a contrapelo, sin hallar la manera de que se le haga lugar en el cuadro de las profesiones honorables, salvo si, como antaño, se consume en panegíricos, porque, en tal caso, no suele haber inconveniente para hallarle acomodo en un rincón y destinarle unas migajas. Mas la edad de la alabanza ya ha pasado. Hoy, a la literatura, le da por la acidez y la crítica, por ver las cosas como son y no como conviene que sean, y cuando no se ven así, se dispara el escritor por las alturas y se pone a inventar por cuenta propia mundos, que no se entienden y que no sirven para nada. Y eso, como lo otro, es salirse del juego. De manera que, siendo al parecer inevitable que algunos ciudadanos con cédula de tales (aunque a veces sin ella), se les ocurra escribir, y como no siempre es posible ponerlos de patitas en la calle, léase en la frontera, o librarse de su presencia por cualquier otro medio expeditivo, pues hagámosles el menor caso posible y vivamos como si no existieran, que ya les llegará su hora, o, mejor dicho, la nuestra en relación con ellos. Se exceptúan, por supuesto, de estas medidas, todos los que de un modo u otro, con el verso o la prosa, cultiven el piropo en sus formas disimuladas o directas o, dicho de otra manera, se manifiesten de acuerdo con todo cuanto sostiene eso que los anglosajones llaman el establishment y que aquí se llamaría propiamente el cotarro. Y tanto mejor si, además de estar de acuerdo, lo ensalzan, lo defienden o lo sirven con palabras u obras; para ellos será el reino de los cielos, representado en este mundo por bicocas y otras clases de ganancias, por estatuas y otras clases de glorias. Los que no estén de acuerdo, pues, ya se sabe, a vegetar y a reconcomerse, a sacar los pies del plato si les da por ahí, a morirse de asco en ciertos casos, y a veces a cantar la palinodia a causa de las cornadas que da el hambre. Aunque los haya resistentes. La sociedad a que pertenecen, o que constituyen, tuvo en tiempos mucho de brillante y atractiva, pero sus luces se fueron apagando y ya no quedan más que los defectos: la envidia, la maledicencia, el navajazo, cuando no el dogmatismo, la intolerancia y la mediocridad instalada (al igual que los otros, sólo que al revés).

Pero a veces sucede que un escritor se recresta y dice que no. Ese tipo es impensable en Francia, donde se puede, ¡ya lo creo!, llevar la contraria a la sociedad, pero cuando se tiene detrás un sistema metafísico propio o una organización política, pues, de lo contrario, los improperios lo mismo que las extravagancias no saldrán de tu barrio. En cambio, en Inglaterra, se suele dar, porque tampoco allí el estatuto del escritor es satisfactorio: de ahí Bernard Shaw u Oscar Wilde. Pero no hay más que recordar el destino de este último para advertir cómo las gastan los ingleses cuando las paradojas de los paradojistas les llegan a lo vivo. Lo que sucede es que a los ingleses les queda siempre el recurso de emigrar. A poca suerte y talento que tengan, pueden vivir de la pluma, y la divisa nacional, aunque no mueve montañas, no ha perdido jamás la capacidad adquisitiva. El escritor español carece de ese recurso. Salvo excepciones, la pluma da para poco, y son escasos los que alcanzan un acomodo estable y digno más allá de las fronteras sin pérdida de la savia que asciende de la tierra propia. Hay que apencar con el país y con su sociedad. Y, entonces, se produce a veces el milagro de que un escritor la tome por montera, la desdeñe de manera evidente, conculque alguno de sus principios más queridos, practique la transgresión: ni más ni menos que algunos duques o algunas bailarinas con los que se empareja. Y lo asombroso es que la sociedad, a veces, lo tolera, y hasta llega a divertirse, si bien el escritor haya de andarse con cuidado, pues a la menor distracción, ¡zas!, caerá con todo el equipo.

Será cosa de poner unos ejemplos, a modo de ilustraciones. Varios, porque hay entre ellos diferencias importantes. Breves, sin embargo —menos uno, claro.

El primero es el de don Ramón del Valle-Inclán. Este logró mantenerse en sus trece gracias a su capacidad de resistencia al hambre, gracias a la inmensa capacidad de aguante que le dio la conciencia de sí mismo. Otro de su cuerda, sujeto de este libro, Ramón Gómez de la Serna, le llamó «la última máscara de a pie de la calle de Alcalá», con lo cual no sé si quiso hacer una greguería o definir a don Ramón. Se quedó a la mitad del camino, más bien, ya que únicamente lo definió en su aspecto físico. La facha de don Ramón no era más que el signo visible de su disconformidad y menosprecio de la sociedad a la que pertenecía, a la que insultó de palabra y con algún que otro corte de mangas, y, de obra, en bastantes de las suyas. Pero dejar su caso tan ligeramente despachado no es más que abreviar trámites y escurrir el bulto, pues lo tengo por bastante más complejo. En primer lugar, don Ramón no era una máscara ni mucho menos, y de su aspecto lo primero que conviene registrar es el atildamiento, realizado, sin embargo, de acuerdo con una estética no conformista y con un patrón personal, en el que concurrían algunos elementos tradicionales del dandi y otros del bohemio: Valle-Inclán realizó, en su aspecto, la conjunción de entrambos «tipos» en un momento, precisamente, en que parecían morir, pues los artistas y escritores del siglo veinte habían renunciado a cualquier señal externa, fuera de uniformidad o de extravagancia, de su dedicación: se distinguían, si acaso, por el uso y a veces el abuso de los atuendos más modernos, con lo cual resolvían, por las buenas, una cuestión que el siglo diecinueve había planteado; con la cual al mismo tiempo renunciaban, al menos de momento, a que su particular situación dentro de la nueva sociedad quedase suficientemente clara y formulada (lo que sólo duró unos años, pocos; las cosas cambiaron pronto). Valle-Inclán no consideró indispensable esta renuncia, y murió como había vivido: con un «no» ruidoso a la conducta y al atuendo de los burgueses. O, dicho de otra manera: no renunció jamás a su inicial posición de contemplador de la realidad

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