QUÉ SÉ YO DEL UNIVERSO
TODO LO QUE NECESITAS SABER ACERCA DEL ESPACIO
KENNETH C. DAVIS
Traducido del inglés por Rosario Martínez
Para Star Gibbs,
quien me regaló mi primer cohete
El camino al Cielo no tiene preferidos.
Está siempre del lado del hombre bueno
—L AO T ZU
Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos,
La luna y las estrellas que tú formaste,
Digo: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
El ser humano, para que lo visites?
Pues le has hecho poco inferior que los ángeles.
Salmo 8: 3–5
La astronomía obliga al alma a mirar hacia arriba y nos lleva de las cosas de aquí a las de allá.
P LATÓN , La República
El espacio no es, para nada, lejano. Quedaría a una escasa hora de camino si pudiésemos conducir derecho hacia arriba.
S IR F RED H OYLE , en el Observer de Londres, 1979
C uando era adolescente, hacía preguntas como: “¿Me puedes prestar cinco dólares para ir a cine, mamá?” O, “Sra. Brown, ¿podría darme un poco más de tiempo para terminar la composición?” O, “¿Podré salir con alguien algún día?”
Cuando Albert Einstein era joven, se preguntaba, “¿Cómo se vería el mundo si viajara montado en un rayo de luz?”
Realmente no sé por qué la extraordinaria pregunta de Einstein nunca se me ocurrió en el colegio. Pero esa es la razón por la cual Einstein revolucionó las leyes de la física y, treinta años después, su pregunta todavía me deja ráscandome la cabeza. Sin embargo, cuando lo pienso, me sorprendo de que ninguno de mis profesores de ciencias se la haya preguntado tampoco. Las clases de ciencias de ese entonces, largas y tediosas, nunca me inspiraron mayor curiosidad acerca de la estructura o el funcionamiento del universo. Para mí, como para muchos de mis compañeros, las clases no tenían el menor interés—excepto la Biología de secundaria, y el enamoramiento platónico que tenía por mi profesora.
Nos hablaba de cigotos, cromosomas y de fertilización. Pero el problema grave era que no lograba quitarle los ojos de encima cuando se sentaba en el borde del escritorio con las piernas cruzadas y una bata blanca de laboratorio sobre su vestido. Y como si esta distracción no fuera suficiente para un muchacho de catorce años, yo no había sido “seleccionado naturalmente” para estudiar ciencias. Es decir, tratar de salir adelante con la biología de 9° grado fue una verdadera lucha de supervivencia de proporciones darwinianas.
Cuando pienso en mi educación científica antes de la secundaria, me doy cuenta, tristemente, de que mis primeros cursos de ciencias eran igualmente olvidables. De la A natomía a la Zoología, lo único que me queda de esas interminables y aburridoras horas de clase son recuerdos vagos de tener que dibujar diagramas enormes de los globos de los ojos y de la parte interna del oído, y de tener que memorizar la Tabla Periódica de Elementos—ejercicio que todavía considero de una inutilidad total. Lo único medianamente interesante de la clase sucedía cuando no funcionaban los sencillos experimentos con mecheros y se producían explosiones inesperadas con humaredas que deleitaban a los estudiantes, deseosos de algún tipo de entretenimiento.
Pero aún más sorprendente que el alto Cociente de Aburrimiento que asocio con las clases de ciencias del colegio es el hecho de que no recuerdo haber aprendido absolutamente nada acerca del espacio, la astronomía o el universo. Fuera de una salida pedagógica a ver una muestra itinerante de la NASA y de un viaje a Nueva York con mis compañeros de curso a ver 2001: Odisea del Espacio cuando estaba en pleno furor—y que ninguno de los profesores pudo explicar—existe un gran agujero negro en donde debería estar mi educación acerca del universo. Todos estábamos, como lo sugería aquel popular programa de mi niñez, perdidos en el espacio (“¡Cuidado, Will Robinson!”).
Lo más sorprendente de esta deficiencia es que ocurrió precisamente en el momento más memorable de la historia de la exploración del espacio. Nací en 1954, tres años antes de que la Unión Soviética lanzara el Sputnik —aquel satélite del tamaño de una pelota de básquetbol que cambió la educación en Estados Unidos y que dio lugar a la “Carrera del Espacio.” Esos fueron años gloriosos para la NASA—época en la que las portadas de la revista Life convirtieron en celebridades a John Glenn y a otros astronautas, lugar habitualmente reservado hoy en día para presentadores de televisión, cantantes de rock adolescentes y actores de comedias de televisión. Con Walter Cronkite a la cabeza, el júbilo nacional llegó a su máximo esplendor con las misiones a la Luna del programa Apollo de los últimos años de la década de los sesenta y comienzos de los setenta que capturaron la atención e imaginación del mundo entero. Recuerdo perfectamente el abrumador entusiasmo público por el espacio y tengo memoria de cómo nuestra familia se desvelaba por ver los lanzamientos y aterrizajes en la Luna, realizándose con orgullo el gran reto del presidente John F. Kennedy de poner un hombre en la Luna. Qué momentos de felicidad y casi de incredulidad los que vivimos mientras veíamos, a una distancia de un cuarto de millón de millas, las imágenes borrosas del 20 de julio de 1969 del momento en que Neil Armstrong descendió el último peldaño del vehículo lunar Eagle y declaró al mundo entero: “Es un paso pequeño para un hombre, pero salto gigantesco para la humanidad.”
Sin embargo, por alguna razón, el entusiasmo nacional nunca llegó a nuestros salones de clase. Los profesores, atrapados por estrictos programas y gruesos y aburridos libros de texto, parecían ignorar el mundo exterior. Pese a los millones de dólares invertidos en la exploración del espacio, a la obvia fascinación con el espacio que hizo de Star Trek nuestro programa de televisión preferido y a la curiosidad innata del hombre por lo desconocido, el universo nunca fue prioridad en los planes de enseñanza.
Es más, las salidas pedagógicas al Museo Americano de Historia Natural en Nueva York no incluían una visita al vecino Planetario Hayden. Y, por la década de los setenta, cuando el planetario se modernizó y tenía un programa a medianoche amenizado con la música de Pink Floyd, mi atención no se fijaba propiamente en entender la diferencia entre el Gran Cucharón y el Pequeño Cucharón—las cuales supe, con gran sorpresa, no eran constelaciones sino figuras más pequeñas denominadas asterismos. Obviamente, y al igual que muchos estadounidenses, no sabía mayor cosa sobre el espacio. El cosmos era un lugar reservado para aquellos señores—y todos eran señores—en batas de laboratorio blancas que sabían exactamente “para qué servía la regla de cálculo.”
Es un triste análisis acerca de mis años escolares y de mi educación en general, pero estoy seguro de no ser una excepción. Al igual que con otros tópicos que he cubierto en la serie ¿Qué Sé Yo?, los temas del espacio y la astronomía le resultan fascinantes a la mayoría de las personas que tienen una curiosidad básica acerca del universo. Como nación somos “Astronómicamente Ignorantes” en toda la extensión de la expresión. Los libros de texto escritos por profesores y académicos para ser entendidos por otros profesores y otros académicos nos dejaron confundidos y tristes. La inadecuada educacion, la confusión de los medios de comunicación y los mitos de Hollywood han contribuido en buena medida a esta situación. Esta ignorancia celestial es sorprendente, porque la fascinante historia del espacio y del universo no se reduce a física y cohetes. Es, básicamente, una historia humana.
Después de todo, la ciencia comenzó cuando las personas empezaron a mirar el Sol, la Luna y las estrellas y empezaron a hacerse preguntas. ¿Para dónde se iba el sol por las noches y por qué volvía a aparecer por las mañanas? ¿Por qué se movían las estrellas de una manera tan predecible en el firmamento? ¿Por qué era tan regular el movimiento de la Luna? ¿Qué relación había entre las mareasy y la Luna? ¿Y qué tenía esto que ver con el ciclo de fertilidad de las mujeres?