PAPISAS Y
TEÓLOGAS
PAPISAS Y
TEÓLOGAS
Mujeres que gobernaron el Reino de Dios en la Tierra
A NA M ARTOS
Colección: Historia Incógnita
www.historiaincognita.com
Título: Papisas y teólogas
Subtítulo: Mujeres que gobernaron el Reino de Dios en la Tierra
Autor: © Ana Martos
Copyright de la presente edición: © 2008 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Diseño y realización de cubiertas: Carlos Peydró
Diseño del interior de la colección: JLTV
Maquetación: Claudia Rueda Ceppi
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ISBN-13: 978-84-9763-455-7
Libro electrónico: primera edición
Índice
E ste libro narra los hechos de numerosas mujeres que, aun siendo laicas, influyeron decisivamente en los destinos de la Iglesia o en la trayectoria del cristianismo. Algunas ejercieron su influencia directamente sobre la Iglesia; otras, sobre los hombres que la regían, ya fueran o no religiosos; y, otras, sobre los hombres que dirigían los destinos de los países que, de alguna manera, configuraban el ámbito del cristianismo en una época en que la religión y la política eran prácticamente lo mismo.
Estas mujeres influyeron unas veces para bien y otras para mal. Algunas, como Clotilde o Teodolinda, arrastrando a sus pueblos a la adopción de la fe católica. Otras, como Irene o Pul queria, inmiscuyéndose en los negocios religiosos y proclamando leyes sagradas. Otras, como Marozia o Teodora, quitando y poniendo papas en la silla de San Pedro.
Es bien conocida la existencia de amantes y concubinas de papas y cardenales durante el Renacimiento y en épocas posteriores, como Julia de Farnesio o Cristina de Suecia. Pero ellas no influyeron en los destinos de la Iglesia, ni bautizaron pueblos, ni nombraron papas, ni presidieron concilios. Las de nuestra historia, sí.
Para llegar a comprender cómo pudieron las mujeres de nuestra historia llegar adonde llegaron y hacer lo que hicieron, es necesario conocer las circunstancias históricas, sociales y religiosas de aquellos tiempos y de aquellos lugares.
Entre los siglos VIII y XI, fue tal la cantidad de acontecimientos que tuvieron lugar en el seno de la Iglesia, que sus mismos historiadores han denominado a esa época los Siglos Oscuros, porque, en ellos, la Iglesia romana se hundió en el mismo caos en el que se hallaba sumido Occidente.
En cuanto a Oriente, las mujeres manipularon los negocios religiosos como resultado del cesaropapismo, una situación lamentable que puso la religión en manos de gobernantes laicos e incluso paganos, como el mismo emperador Constantino I, que dirigió los destinos de la Iglesia sin siquiera bautizarse.
Entre los siglos VIIIy XI, época en la que se basa la mayor parte de esta historia, ocurrieron cosas que hoy parecen increíbles, pero que en aquellos momentos y en aquel contexto resultaron totalmente viables, como el Sínodo del Cadáver, la redacción de las Falsas Decretales o la Querella de las Imágenes.
Sumida en la oscuridad de Occidente o deslumbrada por la luz de Oriente, la Iglesia perdió su rumbo en aquellos siglos, porque quienes la guiaban se habían apartado de su meta y el Espíritu se desentendió de sus actos.
Exordio
Las mujeres callen en la Iglesia
E n las reuniones de tertulia y calceteo que solía celebrar en La Coruña la con desa de Espoz y Mina, se quejaba la ilus tre Concha Arenal de que la misma Iglesia que reco nocía a la mujer la alta dig nidad de ser madre de Dios, már tir y santa, la creía in digna del sacerdocio.
Un siglo más tarde, la presidenta de la Sociedad Teológica de los Estados Unidos protestó airadamente por el hecho de que el Derecho Canónico impidiera a la mujer ser siquiera monaguillo. Con ella, los teólogos de la liberación denunciaron la doctrina sexista de la Iglesia Católica y varias organizaciones religiosas internacionales abogaron por el sacerdocio de la mujer. Pero la Iglesia se declaró vehículo de la verdad y no su propietaria. Y la verdad no cambia. Busquemos, pues, el origen de esta prohibición, retrocediendo en la historia eclesiástica.
En el siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz se dolía de que no fuera lícito a las mujeres predicar en los púlpitos ni interpretar las Sagradas Letras, por serles dañina la sabiduría, al igual que a los malévolos, que, cuanto más estudian, peores opiniones engendran.
En el siglo IV, el primer historiador de la Iglesia, Eusebio de Cesarea, escribió que no se permitía a las mujeres leer públicamente en las iglesias ni predicar, porque, en los albores del cristianismo, el rumor de su enseñanza doctrinal molestó al apóstol y este las mandó callar. Eusebio no especifica de qué apóstol se trata, pero, a juzgar por los datos que exponemos más abajo, entendemos que se trata de San Pablo.
Las Constituciones de los Apóstoles, manual litúrgico del siglo II, dedica un capítulo a señalar la disposición de los asistentes a la asamblea, nombre que entonces se daba a la reunión de los cristianos, y en él especifica que las mujeres han de estar separadas de los hombres, y en silencio.
Pablo de Tarso escribió su primera Epístola a los Corintios en el año 55. Al final de la carta y antes de la despedida, encontramos un texto titulado Respuestas a preguntas de los corintios con instrucciones pastorales, probablemente incorporadas en el siglo II para establecer lo que sería la posterior doctrina de la Iglesia respecto a la mujer y al celibato. Una de estas instrucciones señala el papel de la mujer en los actos de culto (14,34): “Las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar, sino que se muestren sumisas, como manda la ley”. Hay otra carta atribuida a Pablo de Tarso y dirigida a Timoteo de Listra con órdenes contundentes (1Timoteo 2,12): “No permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que debe permanecer en silencio.”
Eusebio de Cesarea interpreta que el rumor de las mujeres que enseñaban la doctrina cristiana en las iglesias perturbaba el silencio del templo y por eso el apóstol las mandó callar. Pero hay que tener en cuenta que en la época a la que Eusebio alude no había iglesias ni templos, porque la primera iglesia cristiana se construyó en 256 y, hasta entonces, los cristianos se reunían en sinagogas, cuando las había, y en cementerios y catacumbas cuando no las había. Luego, fuera quien fuera su autor, la orden no indicaba que las mujeres guardasen silencio “en las iglesias” como dice Eusebio o “en las asambleas” como se ha traducido más tarde, sino que estuviesen siempre calladas “en la Iglesia,” que es el conjunto de todos los cristianos. Calladas significa que no se pronuncien, que no tengan voz ni voto.
Y calladas siguen. Pero es de destacar que, aunque oficialmente la mujer no tenga ni haya tenido ni tendrá nunca voz ni voto en la Iglesia, hubo muchas que no solamente no se callaron, sino que influyeron, dominaron, mandaron, obligaron, convocaron, proclamaron y decidieron, no solamente negocios seglares y humanos, sino negocios divinos. De los que, según la doctrina eclesiástica, estaban reservados a los hombres.