Prólogo
Cuando murió Steve Jobs, el fundador de Apple, escribí una columna que me ha dejado pensando hasta el día de hoy. En ese artículo me planteaba una serie de preguntas que deberían estar en el centro de la agenda política de nuestros países: ¿por qué no surge un Steve Jobs en México, Argentina, Colombia, o cualquier otro país de América Latina, o en España, donde hay gente tanto o más talentosa que el fundador de Apple? ¿Qué es lo que hace que Jobs haya triunfado en Estados Unidos, al igual que Bill Gates, el fundador de Microsoft; Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, y tantos otros, y miles de talentos de otras partes del mundo no puedan hacerlo en sus países?
Se trata de una pregunta fundamental, que debería estar en el centro del análisis político de nuestros países, porque estamos viviendo en la economía global del conocimiento, en que las naciones que más crecen —y que más reducen la pobreza— son las que producen innovaciones tecnológicas. Hoy en día, la prosperidad de los países depende cada vez menos de sus recursos naturales y cada vez más de sus sistemas educativos, sus científicos y sus innovadores. Los países más exitosos no son los que tienen más petróleo, o más reservas de agua, o más cobre o soja, sino los que desarrollan las mejores mentes y exportan productos con mayor valor agregado. Un programa de computación exitoso, o un nuevo medicamento, o un diseño de ropa novedoso valen más que toneladas de materias primas.
No es casualidad que al momento de escribir estas líneas, una empresa como Apple valga 20% más que todo el producto bruto de Argentina, y más del doble del producto bruto de Venezuela. Y no es casualidad que muchos de los países más ricos del mundo en ingreso per cápita sean naciones como Luxemburgo o Singapur, que no tienen recursos naturales —en el caso del segundo, como pude observar en un viaje reciente, se trata de una nación que tiene que importar hasta el agua— mientras que en países petroleros y ricos en recursos naturales como Venezuela o Nigeria prevalecen niveles de pobreza obscenos.
La gran pregunta, entonces, es cómo hacer para que nuestros países puedan producir uno, o miles, de Steve Jobs. En mis libros anteriores, especialmente en Basta de historias, señalé que la calidad de la educación es la clave de la economía del conocimiento. Y esa premisa sigue siendo cierta. Tal como me lo señaló el propio Gates en una entrevista, él jamás hubiera podido crear Microsoft y revolucionar el mundo con las computadoras si no hubiera tenido una excelente educación en la escuela secundaria, donde había una computadora de última generación que le despertó la curiosidad por el mundo de la informática. Y, tal como lo señaló Gates en otra entrevista, años después, lejos de vanagloriarse de haber dejado la escuela antes de tiempo, su deserción de la Universidad de Harvard fue algo que siempre lamentó:
Lo cierto es que tuve que dejar la universidad porque llegué a la conclusión de que tenía que actuar rápidamente para aprovechar la oportunidad de Microsoft, pero ya había terminado tres años de mi licenciatura, y si hubiera usado inteligentemente mis créditos universitarios de la escuela secundaria me hubieran dado el título. De manera que no soy un desertor típico.
Pero también es cierto que una buena educación sin un entorno que fomente la innovación produce muchos taxistas de sorprendente cultura general, pero poca riqueza personal o nacional. Como quedó claro en los casos de Jobs, Gates, Zuckerberg y tantos otros, hacen falta otros elementos, además de una buena educación, para fomentar mentes creativas. Pero ¿cuáles son? La búsqueda de la respuesta a este interrogante me llevó a escribir este libro.
Antes de empezar mi investigación, me había encontrado con varias respuestas posibles. Una de ellas era que la excesiva interferencia del Estado ahoga la cultura creativa. Un mensaje de Twitter que recibí de un seguidor español horas después de que publiqué mi columna sobre Jobs, en octubre de 2011, lo explicaba así: “En España, Jobs no hubiera podido hacer nada, porque es ilegal iniciar una empresa en el garaje de tu casa, y nadie te hubiera dado un centavo”. La implicación del mensaje era que la primera gran traba de nuestros países a la innovación es una excesiva regulación estatal y la falta de capital de riesgo para financiar los proyectos de nuestros talentos. Hay algo de cierto en eso, pero es una explicación insuficiente. Es cierto que Jobs hubiera tenido que ser muy paciente —y afortunado— para iniciar su empresa informática en España o en la mayoría de los países latinoamericanos. Un estudio del Banco Mundial muestra que mientras en Argentina hacen falta 14 trámites legales para abrir una empresa —aunque sea un taller mecánico casero en un garaje—, en Brasil 13 y en Venezuela 17, en Estados Unidos y en la mayoría de los países industrializados hacen falta sólo seis. Sin embargo, el mismo estudio muestra que varios países, como México y Chile, han reducido considerablemente sus trabas burocráticas en los últimos años y en la actualidad exigen el mismo número de trámites que Estados Unidos para abrir una empresa. Si la burocracia estatal fuera la principal traba para la creatividad productiva, México y Chile ya deberían estar produciendo emprendedores globales de la talla de Jobs.
Otra explicación, del otro extremo del espectro político, es que hace falta más intervención estatal. Según esta teoría, nuestros países no están produciendo más innovadores porque nuestros gobiernos no invierten más en parques científicos e industriales. En años recientes, muchos presidentes latinoamericanos han inaugurado con gran pompa parques científicos y tecnológicos, que —según aseguran— convertirán a sus naciones en grandes centros de investigación a nivel mundial. Ya hay 22 de estos parques tecnológicos en Brasil, 21 en México, cinco en Argentina, cinco en Colombia, y varios otros en construcción en estos y otros países, todos creados bajo la premisa nacida en Estados Unidos y en Gran Bretaña desde los años cincuenta, de que la proximidad física de las empresas, las universidades y los gobiernos facilita la transferencia de conocimiento y la innovación. Pero, según los estudios más recientes, estos parques tecnológicos son proyectos inmobiliarios que —fuera del rédito político para los presidentes que los inauguran— producen pocos resultados en materia de innovación. Un informe reciente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) concluyó que “en América Latina las políticas de los parques científicos y tecnológicos están lejos de conseguir sus objetivos”.
Finalmente, la otra explicación más difundida acerca de por qué no han surgido líderes mundiales de la innovación de la talla de Jobs en nuestros países es de tipo cultural. Según esta teoría, la cultura hispánica tiene una larga tradición de verticalidad, obediencia y falta de tolerancia a lo diferente que limita la creatividad. Pero este determinismo cultural tampoco me convencía demasiado. Si la verticalidad y la obediencia fuera el problema, Corea del Sur —un pequeño país asiático que produce 10 veces más patentes de nuevas invenciones que todos los países de Latinoamérica y el Caribe juntos— tendría que producir mucho menos innovación que cualquier país hispanoparlante.
En mi columna del Miami Herald sobre Jobs, me incliné por otra teoría: el principal motivo por el que no ha surgido un Jobs en nuestros países es que tenemos una cultura social —y legal— que no tolera el fracaso. Los grandes creadores fracasan muchas veces antes de triunfar, escribí, y para eso hacen falta sociedades tolerantes con el fracaso. Jobs, que murió a los 56 años, cofundó Apple en el garaje de su casa a los 20 años de edad, pero fue despedido de la empresa 10 años después, cuando apenas tenía 30 años, luego de perder una lucha corporativa dentro de Apple. Su caída en desgracia salió en las portadas de los principales diarios de todo el mundo.