Dedicado a los hermanos
Josef y Xaver Markwalder
Herman Hesse, se aventuró con frecuencia en el campo de la narración autobiográfica. En el balneario y Viaje a Nuremberg, demuestra cómo también la observación y la experiencia pueden convertirse en vías de acceso a un mundo de ficción. A un mundo tenuemente mágico, anclado, sin embargo, y firmemente, en la realidad, la insoslayable realidad, a la que se hace referencia incluso desde lo más profundo del recuerdo.
Suspendidas, pues entre la verdad y el sueño, son las reflexiones sobre el mundo, la vida cotidiana, la grandeza y le mezquindad de los seres humanos, el motivo principal de estas páginas de Hesse: páginas inolvidables, ejemplares, de un maestro que no admite comparaciones.
Hermann Hesse
En el balneario
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JeSsE02.01.14
EN EL BALNEARIO
NOTAS DE UN TRATAMIENTO EN BADEN
HERMANN HESSE. Nació el 2 de julio de 1877 en Calw, Alemania y murió en Montagnola, Cantón del Tesino, Suiza, el 9 de agosto de 1962. Novelista y poeta alemán, nacionalizado suizo. A su muerte, se convirtió en una figura de culto en el mundo occidental, en general, por su celebración del misticismo oriental y la búsqueda del propio yo.
Hijo de un antiguo misionero, ingresó en un seminario, pero pronto abandonó la escuela; su rebeldía contra la educación formal la expresó en la novela Bajo las ruedas (1906). En consecuencia, se educó él mismo a base de lecturas. De joven trabajó en una librería y se dedicó al periodismo por libre, lo que le inspiró su primera novela, Peter Camenzind (1904), la historia de un escritor bohemio que rechaza a la sociedad para acabar llevando una existencia de vagabundo.
Durante la I Guerra Mundial, Hesse, que era pacifista, se trasladó a Montagnola, Suiza; se hizo ciudadano suizo en 1923. La desesperanza y la desilusión que le produjeron la guerra y una serie de tragedias domésticas, y sus intentos por encontrar soluciones, se convirtieron en el asunto de su posterior obra novelística. Sus escritos se fueron enfocando hacia la búsqueda espiritual de nuevos objetivos y valores que sustituyeran a los tradicionales, que ya no eran válidos. Demian (1919), por ejemplo, estaba fuertemente influenciada por la obra del psiquiatra suizo Carl Jung, al que Hesse descubrió en el curso de su propio (breve) psicoanálisis. El tratamiento que el libro da a la dualidad simbólica entre Demian, el personaje de sueño, y su homólogo en la vida real, Sinclair, despertó un enorme interés entre los intelectuales europeos coetáneos (fue el primer libro de Hesse traducido al español, y lo hizo Luis López Ballesteros en 1930). Las novelas de Hesse desde entonces se fueron haciendo cada vez más simbólicas y acercándose más al psicoanálisis. Por ejemplo, Viaje al Este (1932) examina en términos junguianos las cualidades míticas de la experiencia humana. Siddharta (1922), por otra parte, refleja el interés de Hesse por el misticismo oriental —el resultado de un viaje a la India—; es una lírica novela corta de la relación entre un padre y un hijo, basada en la vida del joven Buda. El lobo estepario (1927) es quizás la novela más innovadora de Hesse. La doble naturaleza del artista-héroe —humana y licantrópica— le lleva a un laberinto de experiencias llenas de pesadillas; así, la obra simboliza la escisión entre la individualidad rebelde y las convenciones burguesas, al igual que su obra posterior Narciso y Goldmundo (1930). La última novela de Hesse, El juego de abalorios (1943), situada en un futuro utópico, es de hecho una resolución de las inquietudes del autor. También en 1952 se han publicado varios volúmenes de su poesía nostálgica y lúgubre. Hesse, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1946, murió el 9 de agosto de 1962 en Suiza.
El autor de estos recuerdos de viaje no tiene la suerte de contarse entre las personas que son conscientes de claros motivos para sus actos; tampoco tiene la suerte de creer en tales motivos en sí mismo o en los demás. Los motivos, según me parece, no son nunca claros. La causalidad no tiene lugar en la vida, sólo en el pensamiento. Una persona enteramente espiritualizada, emancipada por completo de la naturaleza, podría ser capaz de reconocer en su vida una causalidad continuada, y estaría justificada en considerar únicos las causas e impulsos accesibles a su mente, ya que consistiría exclusivamente en conciencia. Pero yo aún no he conocido nunca semejante persona o semejante dios, y en lo que concierne a nosotros, las demás personas, me permito ser escéptico a propósito de todas las motivaciones de un acto o una circunstancia. No existe la persona que actúe por «motivos», sólo se lo imagina, y además procura que otros también se lo imaginen, en interés de la vanidad y la virtud. En todo caso, yo siempre he podido comprobar que los impulsos determinantes de mis actos se hallan en regiones inaccesibles a mi comprensión o mi voluntad. Y si hoy me formulo la pregunta de cuál fue realidad el motivo de mi viaje otoñal desde el Tesino a Nuremberg —un viaje que duró dos meses—, me sumo en una gran perplejidad, y cuanto más lo analizo, tanto más ramificados y divididos me parecen las causas y los impulsos, remontándose al final a años muy remotos y no como una línea continua de causalidad, sino como una espesa red de dichas líneas, hasta que este viaje casual y sin importancia se me antoja determinado por innumerables puntos de mi vida anterior. Sólo alcanzo a comprender los nudos más burdos de este entretejido. Cuando hace un año pasé una breve temporada en Suabia, uno de mis amigos suabos, que vive en Blaubeuren, se lamentó de que no hubiese ido a visitarle, y yo le prometí reparar mi negligencia en mi siguiente viaje a Suabia. Éste, visto desde fuera, fue el primer estímulo de mi viaje. Pero esta promesa tenía motivos adicionales, como comprendí después con toda claridad. Por mucho que me guste volver a ver a un viejo amigo que se alegra de mi visita, soy un hombre comodón que rehúye viajes y personas y al que no atrae demasiado la idea de un viaje por carreteras estrechas y apartadas. No, no fue sólo la amistad ni la educación lo que me impulsó a hacer esta promesa, sino otra cosa, algo que se ocultaba bajo el nombre de «Blaubeuren», un encanto misterioso, un raudal de ecos, reminiscencias y atractivos. Blaubeuren era en primer lugar una bonita ciudad de provincia suaba, y sede de varios conventos de religiosas, en uno de los cuales yo mismo me eduqué de niño. Además, había en Blaubeuren y en el mencionado convento cosas célebres y valiosas como, por ejemplo, un altar gótico. De todos modos, es difícil que estos argumentos histórico-artísticos hubiesen logrado ponerme en movimiento. Pero en el complejo «Blaubeuren» había algo más, algo a la vez suabo y poético y, para mí, de irresistible encanto: en Blaubeuren se encontraba el famoso Tarugo de Plomo, y en el Blautopf de Blaubeuren habitó en otros tiempos la hermosa Lau, y esta hermosa Lau había nadado por aguas subterráneas desde el Blautopf hasta la bodega del convento de monjas y aparecido después en un pozo, «metida hasta el pecho en el agua», como relata su historiador. Y en estas bellas fantasías que los mágicos nombres de Blau y Lau, nació mi anhelo de visitar Blaubeuren. Pasó mucho tiempo antes de que comprendiera y constatara que el objeto de mis deseos era el Blautopf y la hermosa Lau en su baño de la bodega del convento, y que mis ansias de viajar a Blaubeuren se debían a ellos. Siempre he llegado a la conclusión de que yo, así como esas personas envidiables que conocen los motivos de sus actos, no soy nunca impulsado y dirigido por tales motivos, sino por querencias, y yo no tengo nada en contra de admitir en mí estas querencias, ya que han formado la parte más bella y dominante de mis años de juventud. Dos figuras femeninas de sendas poesías guiaron en los años juveniles mis fantasías poéticas y sensuales como hermosos modelos, ambas bellas, ambas misteriosas, ambas salpicadas de agua: la hermosa Lau de