El paleontólogo británico Adrian Desmond presenta en esta obra una profusa recopilación de los argumentos en favor de que los dinosaurios eran de sangre caliente y, al mismo tiempo, recrea de forma amena la aventura vital de la especie que domino la Tierra durante más de 140 millones de años. Después de leer este libro, que Isaac Asimov consideraba como el mejor que se ha escrito sobre este tema, se entiende por qué los científicos consideran ahora a los dinosaurios como animales activos, inteligentes, especializados y con estructuras sociales desarrolladas, más cercanos a los mamíferos y las aves que a los reptiles y lagartos.
Adrian Desmond
Los dinosaurios de sangre caliente
ePub r1.0
Readman 07.05.15
Título original: The Hot-Blooded Dinosaurs
Adrian Desmond, 1976
Traducción: Rosana Tulla Attman
Dirección científica: Jaume josa Llorca
Autores de la biografía y la presentación: Pilar Zueras y Néstor Navarrete
Diseño de cubierta: Readman
Editor digital: Readman
ePub base r1.2
ADRIAN DESMOND (Reino Unido, 1947). Adrian John Desmond es un escritor especializado en Historia de la Ciencia. Estudió Fisiología en la Universidad de Londres y continuó sus estudios en Historia de la Ciencia y Paleontología de los Vertebrados en la Universidad Colegio de Londres, y posteriormente en la Universidad de Harvard. Sus estudios de doctorado tuvieron como tema el contexto victoriano de la Teoría de la Evolución propuesta por Darwin. Desmond es Investigador Honorario del Departamento de Biología de la Universidad Colegio de Londres.
El primer libro de Desmond, The Hot-Blooded Dinosaurs (Los dinosaurios de sangre caliente) (1975), fue traducido a siete idiomas. Siendo el primer libro a favor de que los dinosaurios eran de sangre caliente y dieron lugar a las aves, fue ampliamente divulgado y recibió numerosos elogios. Basándose en el libro, la BBC realizó un documental titulado también The Hot-Blooded Dinosaurs. Su segundo libro de divulgación científica, The Ape’s Reflexion (1979), sobre los experimentos con chimpancés usando el lenguaje de signos, fue elegido como uno de los mejores libros del año por Psychology Today. Seguidamente, Desmond publicó dos libros de contenido académico: Archetypes and Ancestors (1982), que trata del papel que jugaron los fósiles en los debates sobre la evolución en los tiempos de Darwin, y The Politics of Evolution (1989), que analiza el contexto en que se desarrollaron las teorías de la evolución antes de Darwin, y que ganó el Premio Pfizer en 1991 de la History of Science Society (EEUU). Darwin (1991), escrito por Desmond y Moore, recibió el premio James Tait Black, el premio Comisso en Italia, el premio Watson Davis de la History of Science Society y el Premio Dingle de la British Society for the History of Science. Su siguiente biografía, Huxley: From Devil’s Disciple to Evolution’s High Priest (dos volumenes 1994-7), fue uno de los mejores libros de 1997 según el New York Times, y fue escogido como uno de los mejores libros de todos los tiempos por la Science Books and Films (1999).
Desmond ha escrito numerosos artículos científicos sobre la historia de las teorías evolucionistas, así como las entradas del Oxford Dictionary of National Biography de Darwin (con Jim Moore y Janet Browne) y Huxley, y la entrada de la Enciclopedia Británica de Darwin.
Desmond es investigador de la Zoological Society of London, miembro de la British Society for the History of Science, la History of Science Society (EEUU), y la Society of Vertebrate Palentology (EEUU). En 1993 le fue concedida la Medalla del Fundador de la Society for the History of Natural History. En la actualidad vive en Berkshire, Inglaterra.
I. LA CUMBRE DE LA CREACIÓN
En el tercer año de la República Francesa, el general Pichegru se hallaba serenamente cerca de las puertas de Maastricht, preparado para sitiarla. El ejército revolucionario, en su marcha hacia el norte para liberar a Holanda en 1795, fue frenado por la fortaleza situada en la colina de San Pedro cerca de la pequeña ciudad holandesa. Próximo a la plaza fuerte se hallaba un pequeño castillo, la residencia de un eclesiástico local, el canónigo Godin, y como tal era un objetivo digno de las hostilidades republicanas. La artillería francesa bombardeó la guarnición pero curiosamente dejó intacta la residencia. El edificio también era el santuario donde se guardaba una inapreciable reliquia y las órdenes de Pichegru eran de preservarla a toda costa. Después de la capitulación, el general ordenó a sus tropas que registraran la casa y se apoderaran de la reliquia para la República. Sin embargo, llegó tarde ya que durante la noche de la batalla el astuto canónigo se había llevado esta valiosa antigüedad a la seguridad de la ciudad.
El tesoro que detuvo el avance de los franceses era una pareja de maxilares fosilizados de aspecto impresionante que constituían los restos de una bestia enorme que había cazado en el mundo preadanita. Las noticias del cráneo, con colmillos como dagas en sus maxilares de doce metros de longitud, se habían difundido rápidamente por toda Europa, alcanzando el fósil cierta notoriedad por las extraordinarias controversias que lo rodeaban allá donde fuera. Nadie era capaz de afirmar con certeza de qué tipo de monstruo antediluviano se trataba. La aparición de la criatura había estado precedida por una amarga disputa y una costosa querella legal para determinar al legítimo propietario. Por lo tanto no era ninguna sorpresa que su presencia le fuera conocida al general francés. La importancia del cráneo fosilizado, sin embargo, no residía en su dramática entrada en una Europa revolucionaria sino en la profunda influencia que ejerció sobre los paleontólogos durante el siguiente medio siglo. También ayudaría a efectuar una revolución en el pensamiento del hombre acerca de la vida primitiva de su planeta: haría verosímil la idea de la extinción. Por otro lado, durante muchas décadas llevaría a conclusiones erróneas a los científicos que intentaban comprender la naturaleza de los enormes saurios que vivieron en la época mesozoica.
Durante el siglo XVIII , las canteras calizas de Maastricht fueron famosas por su riqueza en conchas fósiles, particularmente en curiosidades tales como amonitas, belemnitas y erizos de mar fosilizados. La colina de San Pedro era una zona de prospección especialmente rica; se habían labrado una serie de canteras calizas directamente en el corazón de la montaña y posteriormente ampliado creando vastas galerías con techos sostenidos por grandes pilares a modo de las criptas románicas. Con la apertura de nuevas cámaras y la ampliación de las antiguas, toda la montaña quedó surcada por cavernas subterráneas. La extracción de tal cantidad de creta provocó inevitablemente el desenterramiento de muchos fósiles inusuales y por las galerías subterráneas se pasearon los coleccionistas con antorchas en busca de estos restos antediluvianos. Fue en 1770 cuando la montaña ofreció su posesión más espectacular: los trabajadores que se hallaban a gran profundidad de la cantera encontraron a 455 metros de distancia de la entrada principal los maxilares de un animal verdaderamente monstruoso incrustado en roca sólida. Uno de los coleccionistas locales, el Dr. Hoffmann, un cirujano militar alemán retirado, que había trabajado durante muchos años en la región para suministrar material al Museo Teylor de Haarlem, fue convidado apresuradamente para que diera su opinión como experto. Deseando adquirir los impresionantes maxilares para sí mismo, Hoffmann recompensó generosamente a los trabajadores que servicialmente extrajeron el resto de este valioso trofeo. El bloque fue excavado intacto y Hoffmann volvió a casa con él. El anatomista holandés Pieter Camper fue requerido para la identificación de los enigmáticos maxilares. Éste supuso que eran los restos de una vieja ballena, una suposición natural teniendo en cuenta el tamaño de los maxilares y las conchas marinas encontradas en las rocas circundantes. Su hijo, Adrien Camper, sin embargo, declaró sorprendentemente que la bestia no era un mamífero sino un lagarto marino monstruoso. Sin embargo, debido a que el mundo actual no es habitado por lagartos de este tamaño, otros científicos pensaron que era más probable que los maxilares pertenecieran a un cocodrilo prehistórico.