AUGE y CAÍDA
de los DINOSAURIOS
La nueva historia de un mundo perdido
STEVE BRUSATTE
Traducción de
Joandomènec Ros
SÍGUENOS EN
@megustaleer
@debatelibros
©megustaleer
Para el señor Jakupcak, mi primer y mejor
profesor de paleontología, y para mi esposa,
Anne, y el resto de quienes están enseñando a
la siguiente generación
Mapas de los continentes en distintos momentos de la historia de la Tierra, © 2016, Colorado Plateau Geosystems, Inc.
Pocas horas antes de que rayara el alba, en una fría mañana de noviembre de 2014, me apeé de un taxi y entré en la estación central de ferrocarril de Beijing. Aferraba el billete mientras me abría paso a través de un enjambre de miles de trabajadores que cogían el tren a primera hora de la mañana; mis nervios iban en aumento a medida que la hora de partida del tren se acercaba. No tenía ni idea de adónde ir. Solo, únicamente con unas pocas palabras de chino en mi vocabulario, todo lo que podía hacer era intentar casar los caracteres pictográficos del billete con los signos de los andenes. Como un depredador a la caza, solo tenía ojos para mi objetivo; subí y bajé rápidamente en los ascensores y pasé por delante de los quioscos y los antros de noodles sin detenerme. La maleta, cargada con cámaras, un trípode y otro equipo científico, se deslizaba detrás de mí, arrollando pies y golpeando tobillos. Gritos de enfado parecían llegarme de todas direcciones. Pero no me detuve.
Para entonces estaba sudando a través de mi acolchada chaqueta de invierno, y respiraba con dificultad por el aire viciado. Un motor se puso en marcha en algún lugar frente a mí y sonó un silbato. Un tren estaba a punto de partir. Me tambaleé al bajar la escalera de hormigón que conducía a las vías y, con gran alivio, reconocí los signos. ¡Por fin! Este era mi tren, el que saldría disparado en dirección nordeste hasta Jinzhou, una ciudad del tamaño de Chicago en la antigua Manchuria, a unos cientos de kilómetros de la frontera con Corea del Norte.
Durante las cuatro horas siguientes, intenté ponerme cómodo mientras franqueábamos, a paso de tortuga, las fábricas de cemento y los maizales envueltos en la bruma. Eché alguna cabezada ocasional, pero no fui capaz de dormir profundamente. Estaba demasiado excitado. Al final del viaje me esperaba un misterio, un fósil con el que se había topado un granjero mientras recogía la cosecha. Yo había visto algunas fotos borrosas que me había enviado mi buen amigo y colega Junchang Lü, uno de los más famosos cazadores de dinosaurios de China. Ambos coincidimos en que parecía importante, quizá incluso uno de esos fósiles que son como el santo grial: una nueva especie, conservada de manera tan inmaculada que se puede apreciar, tal cual, el aspecto que tenía cuando aún respiraba, cuando era una criatura viva, decenas de millones de años en el pasado. Pero teníamos que verlo por nosotros mismos para estar seguros.
Cuando bajé del tren en Jinzhou, ya con Junchang, nos recibió un grupo de dignatarios locales, que tomaron nuestras maletas y nos acomodaron en sendos SUV de color negro. Nos llevaron zumbando al museo municipal, un edificio sorprendentemente anodino a las afueras de la ciudad. Con la seriedad de una cumbre política de alto nivel, nos condujeron a lo largo de un largo corredor iluminado con lámparas de neón parpadeantes hasta una sala lateral, con un par de escritorios y sillas. En equilibrio sobre una pequeña mesa se hallaba un bloque de roca tan pesado que parecía que las patas empezaban a ceder. Uno de nuestros acompañantes habló en chino a Junchang, que se volvió hacia mí e hizo un leve gesto de asentimiento.
«Vamos allá», dijo en su inglés de acento particular, una combinación de la cadencia china con la que creció y el hablar arrastrando las palabras propio de Texas que asimiló cuando estudió un posgrado en Estados Unidos.
Ambos nos pusimos de pie a la vez y nos acercamos a la mesa. Podía sentir las miradas de todo el mundo, así como un silencio inquietante que llenaba la sala, a medida que nos aproximábamos al tesoro.
Ante mí se hallaba uno de los fósiles más hermosos que hubiera visto. Era un esqueleto del tamaño aproximado de una mula, con los huesos del color pardo del chocolate resaltando sobre el gris apagado de la caliza que los rodeaba. Un dinosaurio, a buen seguro, con unos dientes como cuchillos carniceros, unas garras puntiagudas y una larga cola que no dejaban ninguna duda de que se trataba de un pariente cercano del villano Velociraptor de Jurassic Park.
Pero no era un dinosaurio ordinario. Los huesos eran livianos y huecos; las patas, largas y delgadas como las de una garza; su esqueleto esbelto era la marca distintiva de un animal activo, dinámico y veloz. Y allí no solo había huesos, sino que, además, todo el cuerpo estaba cubierto de plumas; unas plumas espesas que parecían pelo sobre la cabeza y el cuello, unas largas plumas ramificadas en la cola, y grandes plumas con cañones en los brazos, dispuestas en línea y superpuestas unas sobre otras para formar unas alas.
Este dinosaurio parecía un ave.
Aproximadamente un año después, Junchang y yo describimos este esqueleto como una nueva especie, a la que denominamos Zhenyuanlong suni . Es uno de los cerca de quince nuevos dinosaurios que he identificado a lo largo de la última década, a medida que forjaba una carrera en paleontología que me ha llevado desde mis raíces en el Medio Oeste de Estados Unidos hasta un empleo en la universidad en Escocia, con muchas paradas en todo el mundo para encontrar y estudiar dinosaurios.
Zhenyuanlong es diferente a los dinosaurios que descubrí en el colegio, antes de convertirme en científico. A mí me enseñaron que los dinosaurios eran bestias gigantes con escamas y estúpidas, tan poco adaptadas a su ambiente que no podían hacer otra cosa que moverse con pesadez mientras pasaba el tiempo, a la espera de extinguirse. Fracasos evolutivos. Callejones sin salida en la historia de la vida. Bestias primitivas que campaban a sus anchas mucho antes de que los humanos entraran en escena, en un mundo primigenio que era tan diferente del de hoy que bien pudiera haber sido un planeta extraterrestre. Los dinosaurios eran curiosidades que se podían ver en los museos, monstruos de película que se aparecían en nuestras pesadillas u objetos de la fascinación infantil, absolutamente irrelevantes para nosotros en la actualidad y poco merecedores de ningún estudio serio.
Página siguiente