Manel LoureiroApocalipsis Z
Los Dias Oscuros
La civilización ya no existe. No hay Internet. Ni televisión. Mi móviles. No hay oficinas. Ni colegios. Ni supermercados. No queda casi nadie vivo con quien hablar. Ya no hay nada que recuerde que eres un ser humano.
En el mundo sólo quedan pequeños grupos aislados, asustados y sin recuerdos, que quizá sean peores que el peor de los No Muertos.
El apocalipsis ha empezado. Ahora sólo queda un objetivo: Sobrevivir. Primera edición: enero, 2010
© 2010, Manel Loureiro Doval
© 2010, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Printed in Spain - Impreso en España
ISBN: 978-84-01-33740-6
L 337406
Para Maribel,
que no pudo llegar a verlo,
pero que lo hubiese disfrutado
como la que más
Sus heridos yacen tirados, de sus cadáveres
sube el hedor y sus montes chorrean sangre.
Isaías, 34.3
En algún lugar sobre el Sahara occidental
El pequeño lagarto llevaba horas inmóvil bajo la piedra recalentada por el sol. A ratos sus flancos se inflaban y desinflaban, mientras respiraba el aire tórrido que lo rodeaba, como una bocanada salida del infierno. De vez en cuando asomaba su lengua rasposa, mientras esperaba, paciente, a que llegase la noche para poder salir de cacería en aquel rincón inhóspito y desolado del desierto que era su hogar.
Súbitamente, percibió un infrasonido que hubiera sido totalmente inaudible para cualquier ser humano, de haberse encontrado alguno allí. El lagarto se acurrucó
instintivamente en el hueco bajo la piedra, preguntándose en su diminuto cerebro si aquel ruido supondría alguna amenaza para su vida en la forma de algún desconocido y temible depredador.
Pronto aquel sonido se transformó en un ruido audible, primero un ligero tremor, que fue en un crescendo continuo hasta convertirse durante unos segundos en un tableteo atronador sobre él. Luego, poco a poco, el sonido fue decayendo hasta finalmente desaparecer por completo.
El pequeño lagarto asomó cautelosamente la cabeza. Con sus ojos legañosos parpadeó un poco, mientras se habituaba a la intensa luz del mediodía. Por un instante contempló el límpido y despiadado cielo azul del Sahara occidental, que tremolaba de calor.
Si se hubiese asomado tan sólo medio minuto antes, habría sido testigo de un espectáculo absolutamente inusual en aquel rincón del mundo. Habría visto pasar un enorme helicóptero Sokol pintado de amarillo y blanco, con un desgastado logo de la Xunta de Galicia dibujado en un costado, y con una extraña red de carga llena de bidones, la mayoría ya vacíos, colgada de su panza. Y si hubiera mirado con más atención quizá habría podido ver al piloto, un tipo pequeño, cuarentón, rubio y de poblados bigotes, con tres dedos amputados en la mano derecha, que dirigía el aparato con expresión cansada y mecánica, y a los pasajeros, dos mujeres de edades dispares y un hombre con barba de pocos días.
De haber podido observar más de cerca, habría visto que el hombre acariciaba lentamente a un enorme gato persa que dormía plácidamente en su regazo, al tiempo que su dueño observaba con aire ausente el paisaje desértico que se abría ante sus ojos; su mente estaba muy, muy lejos de allí.
El hombre, de unos treinta años, era alto, delgado y de facciones angulosas; su mirada denotaba un cansancio profundo. Si alguien le hubiese preguntado su historia en aquel momento, podría haber contado que sólo diez meses antes llevaba una aburrida y rutinaria vida de abogado en una pequeña ciudad del norte de España. Su día a día, hasta que se desencadenó el Apocalipsis y todo se fue al infierno, transcurría entre su trabajo, su familia, sus amigos y el enorme vacío que había dejado la muerte de su esposa apenas un año antes. Su vida parecía haber entrado en un bucle infinito de dolor y rutina, pero de repente, un día, diez meses antes, todo cambió. Todo.
Al principio fueron sólo una serie de confusas noticias en la prensa, el típico suelto en el periódico al que no se le presta la menor atención. Algún grupúsculo yihadista de una remota ex república soviética había tenido la brillante idea de asaltar una base del ejército ruso en Daguestán con el objetivo de conseguir armas químicas, rehenes o simplemente armamento convencional para vender en el mercado negro, algo difícil de adivinar.
Lo que los asaltantes no sabían era que aquella base había sido un centro de experimentación bacteriológica, con algunas de las cepas víricas más virulentas del mundo durmiendo apaciblemente dentro de sus tubos de cristal. Siendo justos, no es que fuese culpa de los yihadistas, ya que aquella base era un residuo medio olvidado del viejo imperio soviético y ni siquiera los servicios secretos occidentales conocían su existencia, pero para todo lo que aconteció después, aquello era lo de menos. Lo cierto es que, de una manera u otra, el asalto fue un éxito. O un fracaso absoluto y terrible, según se mire. Porque si bien consiguieron tomar la base, también liberaron accidentalmente algo, una pequeña cepa de un ser que no debería haberse creado nunca. Por eso, menos de cuarenta y ocho horas después del asalto, todos los guerrilleros estaban muertos. O casi.
Pero lo más grave fue que aquel pequeño ser, aquel virus, ya estaba libre, y sin nada ni nadie que le hiciese frente se extendía como el fuego por la sabana africana. Naturalmente, al principio, nadie sabía nada de esto. En la vieja y confiada Europa, así como en América y Asia, la vida seguía su curso, tranquila y plácidamente. En aquellas primeras setenta y dos horas podría haberse hecho algo, podría haberse dominado la pandemia, pero Daguestán era un país muy pequeño y pobre y aunque su gobierno hubiese querido hacer algo, no tendría medios para ello. La fase de eclosión ya se había superado.
Ya era demasiado tarde.
Nadie, ni siquiera el abogado de facciones angulosas, comenzó a inquietarse hasta pasados unos cuantos días. Las primeras noticias de una extraña fiebre hemorrágica en medio de las montañas del Cáucaso llegaban a través de prensa y televisión como un ruido de fondo, casi ahogado entre el último fichaje del campeón de Europa y el enésimo escándalo político.
Pero aunque casi nadie le prestaba atención, seguía ahí, creciendo. Hasta unos días más tarde alguien no se dio cuenta de que algo iba rematadamente mal. Amplias zonas de Daguestán permanecían oscuras y en silencio, como si no quedase ni una sola persona viva allí. El gobierno de la pequeña república autónoma echó un vistazo y lo que vio le llenó de tanto terror que inmediatamente llamó a Moscú
para que se hiciese cargo del problema. Y lo que vieron los rusos fue tan terrorífico que enseguida decretaron el cierre de fronteras, no sólo de Daguestán, sino de su propio país.
Pero ya era demasiado tarde.
Las noticias comenzaron a filtrarse al resto del mundo, primero como un confuso guirigay y más tarde a través de una serie de comunicados y contracomunicados del gobierno ruso, el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta (CDC) y siete organismos más que afirmaban que se trataba de un brote de Ébola, de viruela, del virus del Nilo, del virus Marburgo o de ninguno de los anteriores. Los rumores, cada vez más hinchados y disparatados, comenzaban a circular, mientras que la sombra de oscuridad saltaba de Daguestán a otros países limítrofes, siguiendo la estela de refugiados que huían de «aquello», fuera lo que fuese. Finalmente, en un intento de tomar el control de la situación, el gobierno de Putin decidió decretar el bloqueo informativo en todo el país, suprimir la libertad de prensa dentro de la Federación Rusa y de paso, como quien no quiere la cosa, pedir ayuda internacional urgente.
Pero, una vez más, ya era demasiado tarde.
En aquel momento no sólo el abogado, sino media humanidad ya estaba pendiente de lo que fuera que pasaba en aquel rincón del mundo. La noticia ya no era un breve sino que empezaba a ocupar espacios en las portadas de los periódicos. Imágenes filtradas a través de la férrea censura mostraban interminables hileras de refugiados en un sentido y columnas militares igual de largas en el otro. Los más observadores apuntaron que resultaba muy extraño que se combatiese una epidemia con el ejército, pero su voz era una minoría. Nadie prestaba atención más que a la información oficial. Finalmente, los equipos de ayuda internacional fueron desplegados en la zona, para colaborar en el control de la epidemia. Quince días antes quizá hubiesen tenido alguna posibilidad de éxito.
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