Marcus Sidereo - LOS SUPERVIVIENTES
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- Libro:LOS SUPERVIVIENTES
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- Editor:Editorial Bruguera, S.A.
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MARCUS SIDEREO
LOS SUPERVIVIENTES
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.°
Publicación semanal
Aparece los VIERNE S
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO
Depósito legal: B. 24.645 - 197
Impreso en España - Printed in Spain
1.ª edición: agosto, 1971
© MARCUS SIDEREO - 197
sobre la p a rte literaria
© JORGE NUÑEZ - 1971
sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera S. A.
Mora la Nueva, 2 – Barcelona - 197
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta n o vela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o a c tuales, será simple coincidencia.
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Rudy se removió en su confortable asiento y se pasó la mano por el rostro.
Al notar la abultada barba echó la mirada hacia arriba y posó sus ojos en el espejito. »
El cristal le devolvió una faz de hombre cansado y envejecido.
Arqueó las cejas y abrió y cerró los párpados.
—Ese no soy yo —murmuró pensando en voz alta.
Luego dejó recorrer los ojos por la cabina.
Era un recinto rectangular, donde cada pulgada de terreno estaba aprovechada para algo útil.
Pantallas de televisión, radio manual, radio automático, micros, pulsadores, memorizadores de vuelo, controles, pequeñas computadoras de datos.
Era la cabina perfecta.
—Aquí todo está previsto... Todo. Excepto lo que me ha sucedido a mí —murmuró como si estuviese cansado, no sólo físicamente, sino asqueado de tanta perfección.
—¡Los grandes sabios! —exclamó pulsando un botón que dio el encendido a una pantalla—. ¡Desprecian al factor humano! Pero digan lo que digan el hombre sigue siendo un valor absoluto por encima de la máquina.
Cerró la pantalla. No había aparecido nada en ella, únicamente se iluminó.
—¿Por qué diablos no pudieron prever que un hombre puede dormir más tiempo del que está programado? ¡No! No se puede controlar el sueño... ¿Lo oyen ustedes, malditos profesores?
Hablaba a través de un micro que cerró inmediatamente.
—¡Bah! Tampoco podéis oírme... Nunca escucháis a nadie, y no porque la radio no funcione... ¡Siempre fallamos por lo más simple! ¡Bah! Pero tampoco escucháis a los que quieren meter baza... ¡Sabios del demonio! Os creéis dioses. ¿Y los pilotos qué? Igual que esos robots que habéis inventado, que ya se utilizan para trabajos domésticos...
Rudy dejó de hablar y observó la grabadora. Estaba funcionando. Maquinalmente iba a cerrarla pero se abstuvo de hacerlo.
—¿Para qué? No hago más que expresar mis pensamientos en voz alta... Aunque no lo hiciera sería lo mismo... Ellos ya saben cómo pienso.
Buscó con la mirada otro de los aparatitos de la cabina. Llevaba la indicación «Z-II».
—Otro invento que rebaja al hombre hasta la mínima condición... ¡Sí, sabihondos! Empecé a odiaros desde el día que inventasteis el «Z-III», para poder descubrir los pensamientos del ser humano, privándole hasta de su sagrada intimidad... Pero ya sabéis cómo pienso y si los «peces gordos» no se han decidido a retirarme la licencia de piloto por algo será... Todavía hay quien valora al hombre.
Miró distraídamente por el abombado cristal de la carlinga.
El panorama seguía siendo monótono. Siempre de un azul oscuro, casi negro, ni un punto luminoso más o menos cercano.
—¡Me dormí, qué pasa! —exclamó desafiante ante la grabadora—. Y ahora no sé dónde estoy. Pero todo está previsto. El cerebro rige el vuelo ¿No? Pues que siga... Tengo provisiones para unos cuantos días.
Miró el calendario automático y conectó la pantalla de vuelo.
—Salida día 13 de marzo de la base... Veamos.
La pantalla señalaba: 11.4.
—Casi un mes y total para nada. Ahora el coronel me echará los perros: «Conque se durmió usted, ¿eh?».
»Y yo responderé:
»—Sí, señor y esto enseñará a los sabihondos del laboratori o de que no soy ningún robot, sino un ser humano del planeta Tierra.
Sonrió largamente hasta convertir su risa en carcajada. Luego se puso súbitamente serio.
—No me gusta esta soledad. Pediré un mes de permiso y lo pasaré con Tana... Bueno, nos casaremos e iremos a vivir en una isla desierta. Supongo que debe quedar alguna... No pueden negarme un mes. No pueden.
Al pensar en la mujer conectó una de las pantallas.
—Vamos, vamos, cerebro. Pedí que metieran algunas poses de Tana y ahora me apetece verlas. ¿No te has enterado?
Manipuló los mandos y en la pantalla apareció un bello rostro femenino, de cabello trigueño y sonrisa fresca.
—Sí, señor... Esto reconforta.
Manipuló de nuevo y el rostro se alejó ligeramente para quedar en la pantalla la silueta completa de la mujer.
Vestía un sucinto biquini que remarcaba las bonitas formas nada exageradas.
Lanzó un silbido.
—Sí, señor... Me caso con ella. Está decidido.
Siguió pasando otras poses.
En una de ellas, la muchacha estaba riendo a carcajadas. Era muy bella. Mucho, y Rudy creyó oír el eco de aquella risa franca, juvenil.
De pronto un aparato emitió un zumbido continuo, llamando la atención al piloto.
—Vaya... La señal —murmuró.
Otro aparato comenzó un «tic-tic» intermitente.
—Eso quiere decir que nos aproximamos a alguna parte.
Miró a través del cristal especial de la carlinga.
—Debemos estar muy lejos aún, porque yo... no veo nada.
Manipuló un mando para que la pantalla transmitiera la imagen del punto al que todo indicaba que la nave unipersonal se estaba acercando.
—Nada... ¡Puaf! Parece que esté rodeado de trastos inútiles... Esto es una cafetera volante.
Echó un vistazo al combustible.
—Suficiente para tomar tierra, pero no para despegar... Bueno, si nadie da instrucciones seguiré el vuelo.
Buscó otro botón.
— Instrucciones en conserva «made in cerebro». Veamos qué dices, papi.
La pantalla relativa a la respuesta aparecía iluminada en blanco. No había instrucciones.
—Veamos la velocidad —pensó Rudy otra vez en voz alta.
Lanzó un silbido.
—Demasiado para poder echar un vistazo con calma.
Accionó los mandos que permitían a la nave descender en picado.
—Debo de estar encima de esa cosa.
El intermitente zumbido no había cesado, ni tampoco el «tic-tic».
De nuevo al mirar por el cristal le pareció ver una masa oscura humeante.
—¿Qué diablos es esto?
El indicador de distancia oscilaba constantemente marcando la proximidad con el planeta.
—Me estoy acercando.
De pronto sonó otro zumbido.
—Eh, eh... Alguien hubiera tenido que avisarme....
El zumbido indicaba que estaba próximo a entrar en la órbita del planeta y por tanto tenía que cambiar el sistema de marcha.
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