«Para ti».
ANÓNIMO
El Concilio Vaticano II desató en un pasado muy cercano muchas expectativas e ilusiones para el futuro de la Iglesia. Este libro pretende recordar lo que dicho Concilio quiso que fuera la Iglesia y lo que se planificó para ella: el poder del papa, de los obispos, el perfil de los laicos y las relaciones entre jerarquía y fieles. La obra consta de diecisiete capítulos, que van acompañados de una introducción y una conclusión.
José María Castillo
La Iglesia que quiso el Concilio
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Jecanre24.07.13
Título original: La Iglesia que quiso el Concilio
José María Castillo, 2002
Editor digital: Jecanre
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JOSÉ MARÍA CASTILLO SÁNCHEZ (Puebla de Don Fadrique, Granada, España, 16 de agosto de 1929). Es un sacerdote católico español, miembro de la Compañía de Jesús hasta 2007, escritor y teólogo de la corriente de pensamiento denominada teología de la liberación. Licenciado en Filosofía y en Teología por la Facultad de Teología de Granada y doctor en Teología por la Universidad Gregoriana de Roma. Ha sido vicepresidente de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII. En 2011 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Granada.
Introducción
El 11 de octubre de 1962, el papa Juan XXIII inauguró el Concilio Vaticano II. Falta poco, por lo tanto, para que se cumplan cuarenta años de aquel acontecimiento. Esto quiere decir lógicamente que las personas que hoy tienen unos cincuenta años eran prácticamente unos chiquillos cuando se celebró el Concilio. Es decir, la gente que vivimos el Concilio y nos dimos cuenta, por propia experiencia, de lo que allí realmente pasó estamos ya en la tercera edad o muy cerca de ella. En consecuencia, las generaciones jóvenes de hoy y las personas de mediana edad, que son en su gran mayoría las que llevan el peso de las instituciones y de la sociedad, no pudieron tomar conciencia, en su momento, de lo que el Concilio representó para los cristianos y para la Iglesia en general. Dicho de otra manera, todo esto significa que, tanto a las generaciones jóvenes como a las mujeres y hombres que hoy son más determinantes en la vida de cualquier país, les tiene que resultar especialmente difícil hacerse una idea de lo que en realidad quiso el Concilio. Desde este punto de vista, no parece exagerado afirmar que el Concilio Vaticano II es, para mucha gente, un hecho que pasó a la historia, que ya tiene poca actualidad y que, en buena medida, no representa gran cosa en este momento. En pocas palabras, el Concilio es, para bastante gente de Iglesia, el gran desconocido, incluso para individuos que, con relativa frecuencia, se refieren al Concilio o hacen alusión a él. Y esto es malo para la Iglesia. Porque esto nos viene a decir que el hecho más importante de la vida de la Iglesia en el siglo XX es, para unos, desconocido, para otros olvidado, y, para una notable mayoría, incomprendido.
De todas maneras, no viene mal recordar aquí que todos los grandes concilios, a lo largo de la historia de la Iglesia, han tardado, por lo menos, cuarenta o cincuenta años en ser plenamente aceptados y hechos vida entre los cristianos. Es lo que los teólogos llaman la «recepción» de un concilio. Que no es el solo hecho de someterse, por obediencia, a las doctrinas conciliares. Hablar de «recepción» es hablar de «hacer propia» la enseñanza de un concilio. Eso todavía no se ha producido, entre muchos católicos, con el Vaticano II. Y hay fundados datos para sospechar que, por el camino que vamos, difícilmente se va a producir la «recepción» del último Concilio. De ahí el proyecto de que las nuevas generaciones se enteren de lo que este Concilio representó para la Iglesia.
Pero todo lo que he dicho hasta ahora necesita alguna explicación. Para hacerse una idea aproximada de la seriedad de lo que estoy indicando, vendrá bien recordar algunos hechos que hacen pensar:
- El Concilio Vaticano II fue, en su momento, un acontecimiento de tal magnitud, no sólo religiosa sino incluso cultural, social y hasta política, que despertó (en grandes sectores de la población) esperanzas e ilusiones que hoy a muchos les resultan difíciles de comprender.
- En este momento, aquellas ilusiones y esperanzas han desaparecido: la mayor parte de los ciudadanos menores de cincuenta años ni se acuerdan de que hubo un Concilio. Y los que se acuerdan no suelen pensar que lo que ocurrió entonces vaya a ser la solución para los problemas que hoy tiene la Iglesia o las serias preguntas que se hacen muchos creyentes.
- En este sentido, no parece disparatado hablar del «fracaso del Concilio». Porque un acontecimiento de tal magnitud que, a los pocos años, pasa casi al olvido, tiene algo de fracaso y, por tanto, de frustración y desencanto.
- Para comprender lo que acabo de decir, es importante tener en cuenta que, por supuesto, en los documentos eclesiásticos y en los libros de teología se suelen encontrar citas de textos conciliares. Pero lo que hay que preguntarse es si los fieles cristianos tienen conciencia de que esos textos les dicen algo a ellos, si les resuelven algo, si les dan más esperanza, más ilusión con vistas al futuro y más ganas de luchar y de vivir. Y sobre todo, hay que preguntarse si los documentos del Concilio están sirviendo, ahora mismo, para resolver los graves problemas que la Iglesia tiene planteados. Al decir esto no se trata de insinuar que el Concilio Vaticano II fue un fracaso en su momento, porque sus enseñanzas ni sirvieron entonces ni sirven ahora. El problema de fondo que se planteó en el Concilio (en cuanto se refiere a la Iglesia) y las razones del olvido práctico en que ha caído son cosas bastante más complejas de lo que algunos se imaginan. En todo caso, el hecho es que los documentos del Concilio no dan ahora mismo la respuesta eficaz a los problemas que tiene la Iglesia.
Porque problemas hay. Y muy serios. En la vida, en la organización y en el funcionamiento de la Iglesia, hay cosas que la gente no entiende ni puede entender. En la Iglesia pasan cosas que sorprenden a unos, escandalizan a otros y hasta irritan a personas de buena voluntad. Pero seguramente nada de eso es lo peor. Lo más grave que está ocurriendo es que aumenta día a día el número de personas que «pasan» de todo lo que huele a eclesial o clerical. Sencillamente, todo eso no interesa. Y aquí radica lo peor que le puede ocurrir a una institución. Porque eso quiere decir que ha perdido relevancia y presencia, fuerza para interpelar y significación para decir algo que, a juicio de los ciudadanos, valga la pena. Y eso es muy grave. No sólo porque así la Iglesia deja de cumplir una de sus tareas más importantes, que es comunicar a la gente el mensaje del Evangelio. Además de eso, sabemos que el proyecto central del Concilio fue abrir la Iglesia al diálogo con el mundo moderno, romper con el tradicional «eclesiocentrismo» y poner en el primer lugar de sus proyectos la «misión». Pero está visto que las preocupaciones de muchos eclesiásticos siguen centradas en la Iglesia misma, mucho más que en la misión hada los demás.