P RÓLOGO
Jesús Martínez Gordo presenta en estas páginas el camino que ha recorrido la Iglesia católica, por voluntad del papa Francisco, en la preparación y celebración del Sínodo extraordinario de los obispos de 2014 y en el ordinario de 2015, dedicados al tema de la familia en la comunidad eclesial y en el mundo. El fruto del trabajo es leído a la luz del Concilio Vaticano II y de las intervenciones de los últimos papas sobre el tema, teniendo en cuenta el amplio debate que ha surgido al respecto entre los teólogos católicos en los últimos decenios. Es de resaltar la atención prestada a la metodología colegial, querida por el obispo de Roma, y al resultado con el que el Sínodo ha concluido, orientado al discernimiento que ha de realizarse caso por caso, más que a soluciones ya definidas que aplicar.
La colegialidad episcopal ha sido el procedimiento que el papa Francisco ha entendido que había de primarse en la maduración de las decisiones sinodales; gracias a los cuestionarios enviados a todas las Iglesias en comunión con la Sede romana antes de las dos etapas, la implicación de todo el pueblo de Dios ha dotado de una impronta ampliamente «colegial» al trabajo realizado, y la misma aportación de los obispos ha sido voz y discernimiento de toda la Iglesia en cada uno de sus componentes carismáticos y ministeriales. Una metodología nueva en muchos aspectos, y que exigía el extraordinario compromiso de consulta y preparación que precedió al Vaticano II. También por eso en el Sínodo se ha respirado a pleno pulmón el aire del Concilio, aquel espíritu de primavera eclesial que Juan XXIII insufló a la andadura conciliar por él iniciada.
Incluso el carácter y la finalidad de la asamblea sinodal han sido análogos a los de las sesiones conciliares: como en el Vaticano II, la dimensión pastoral ha sido la prevalente. La doctrina ha sido presupuesta, atendiendo sobre todo a considerar las implicaciones existenciales de su aplicación a la vida diaria. Esta opción ha permitido, por una parte, moverse en el terreno seguro de la dogmática eclesial, sin entrar en cuestiones teológicas que difícilmente el Sínodo, en su relativa brevedad, podría haber resuelto; por otra, ha permitido concentrarse en cuestiones existenciales concretas, que, obviamente, tienen mucha importancia en la vida real.
Gracias a esto, la elección que ha surgido ha sido, ante todo, la de volver a proponer con convicción el Evangelio de la familia a la humanidad, tan diferente en los inicios del tercer milenio, y dirigirse a la diversidad de culturas con un mensaje unitario, válido para todos y en todas partes. La familia, consagrada en el Dios viviente, unida en el amor fiel de los dos cónyuges y abierta a la procreación, ha sido presentada como «escuela de humanidad» (cf. Gaudium et spes 52), de socialización, de eclesialidad y de santificación, en toda la riqueza de estas dimensiones. La atención se ha concentrado, seguidamente, en los casos de las familias heridas, particularmente en la situación de los divorciados vueltos a casar y en su participación en la vida eclesial y sacramental. Como bien resalta Jesús Martínez Gordo, el Sínodo ha indicado para estos casos un camino pastoral que prevé cuatro etapas inseparables: la acogida de todos en la vida de la comunidad, sin que nadie sea excluido; el acompañamiento de cada uno, sin que nadie se sienta abandonado; el discernimiento de las situaciones, caso por caso, y la integración en la vida del conjunto, según el carisma y las posibilidades propias y originales de cada uno.
Al proponer esta vía, el Sínodo no ha querido proporcionar respuestas preconfeccionadas, sino que más bien ha elegido invitar a pastores y fieles a una tarea de fe adulta, que discierna la voluntad del Señor en las situaciones singulares y ayude a cada uno a comprenderla y a ponerla en marcha. Una elección no fácil, dirigida a cristianos adultos, y, sin embargo, una elección en favor de la libertad y de la madurez para los creyentes casados, teniendo presentes las luces y los desafíos de nuestro tiempo. De manera particular, la Exhortación apostólica pos-sinodal Amoris laetitia ha indicado el discernimiento como estilo propio y ordinario de una fe responsable, que no busca soluciones fáciles a los problemas, sino que se esfuerza por abrirse a las exigencias de la verdad y del amor con total confianza en Dios y en su providencia misericordiosa y fiel.
De esta madurez del cristiano, a la que tender y en la que educar con el compromiso coral de toda la Iglesia, el promotor primero ha sido el papa Francisco, que ha inaugurado así un estilo magisterial inédito en muchos aspectos: el que busca concordar libertad y conciencia personal, en el marco de un horizonte de fe en el que a nadie le es lícito proceder en solitario y en el que a nadie se anima a abdicar de la propia responsabilidad como cristiano adulto en la fe. Un mensaje para nuevos protagonistas, nuevos tiempos y nuevos desafíos al que los cristianos del tercer milenio deberán corresponder con serena confianza en la fidelidad del Dios vivo a sus hijos y a su Iglesia entera. Por ello, aunque no se compartan plenamente todos los análisis y los juicios del autor, este trabajo se inserta, con todos los honores, en el proceso sinodal, y podrá contribuir a mantener viva su llama y a abrir los escenarios de conjugación entre verdad y misericordia, que son el amplio horizonte al que miran con esperanza los ojos de la fe de la Iglesia del papa Francisco.
+ B RUNO F ORTE
Arzobispo de Chieti-Vasto (Italia)
Secretario Especial del Sínodo extraordinario (2014)
y del Sínodo ordinario (2015)
P REFACIO
M ISERICORDIA Y CONVERSIÓN PASTORAL
La Exhortación pos-sinodal Amoris laetitia, publicada el 8 abril de 2016, es el tercer documento magisterial de Francisco, después de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013) y de la carta encíclica Laudato si (2015). Pero, a diferencia de los textos que la han precedido, presenta dos peculiaridades: es un posicionamiento papal que viene acompañado, por primera vez en la historia de la Iglesia, de la consulta (y por partida doble) al pueblo de Dios. Y es fruto de dos Sínodos de obispos, monográficamente dedicados a la pastoral familiar y a la moral sexual.
Al proceder de esta manera, el papa Bergoglio ha activado una nueva (y conciliar) forma de gobernar y de impartir magisterio. Muy probablemente, porque ha buscado superar el largo y doloroso desencuentro que ha existido entre el magisterio pontificio y la gran mayoría de los católicos desde la publicación de la carta encíclica Humanae vitae (1968) y la Exhortación apostólica Familiaris consortio (1981).
Desde entonces hasta nuestros días ha sido mucho lo revisado, afectando a asuntos tales como:
• la manera de comprender la relación entre la Iglesia y el mundo (más en términos de una presencia unitaria –y, a poder ser, organizada– que como fermento y levadura);
• la articulación entre la Iglesia local y la llamada «Iglesia universal» (con la tesis, teológicamente sorprendente y muy cuestionable, sobre la precedencia «lógica y ontológica» de la segunda sobre la primera, al decir del entonces cardenal J. Ratzinger);
• la promoción de un modelo de sacerdocio ministerial desmedidamente sacralizado, con signos evidentes de agotamiento y cuyo exclusivo fomento empezaba a suponer la desaparición de muchas comunidades y un futuro hipotecado para la Iglesia en numerosas zonas;
• el impulso de una teología del laicado ocupada en enfatizar su secularidad, pero con enormes dificultades para reconocer su sacerdocio bautismal y su participación corresponsable en el gobierno eclesial, igualmente fundados en el bautismo;