David Bowie. Starman.
David Bowie es uno de los músicos más reconocidos y respetados del pop-rock mundial. Conocido en todo el mundo como el gran camaleón de la música, su brillante creatividad y constante reinvención le han convertido en una icono de nuestro tiempo. Sin embargo, a pesar de su fama, Bowie sigue siendo un enigma. En Starman, el galardonado periodista musical Paul Trynka, ha pintado el retrato definitivo de este gran artista. Desde sus años de infancia en el Brixton de la posguerra hasta el glamur decadente de Ziggy Stardust pasando por su controvertido periodo berlinés. Basada en cientos de entrevistas a amigos y detractores, ex amantes y compañeros de profesión, Starman revela cómo Bowie construyó su música y a si mismo. Además, trata la vida y trayectorias profesionales de muchas otras figuras relevantes del mundo de la música que se cruzan en la vida de Bowie como Iggy Pop, Lou Reed o Brian Eno. Estamos ante la mejor y más completa biografía del artista escrita hasta la fecha.
Paul Trynka
David Bowie starman
La biografía definitiva
ePub r1.0
SoporAeternus 01.07.15
Título original: Starman. David Bowie. The Definitive Biography
Paul Trynka, 2011
Traducción: María Pildain Parra
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2
Para Kazimierz y Maureen: unos héroes
Introducción
Los genios roban
Jueves, siete de la tarde: la decadencia está a punto de introducirse en cinco millones de hogares. Los padres, pulcramente trajeados, se acomodan en el sillón más cómodo; las madres, con el delantal puesto, recogen los platos; y los hijos, todavía con la camisa y el pantalón del uniforme, se apiñan en torno a una pequeña televisión para cumplir con el ritual más sagrado de la semana.
El escaso público presente en el estudio, que pulula ataviado con chalecos de punto y trajes, aplaude educadamente al sonido de dos acordes menores. Quien los rasguea en una guitarra azul de doce cuerdas es un músico que ocupa el puesto 41 en la lista de éxitos. La cámara le enfoca primero las manos y luego la cara, donde atrapa un sutil amago de sonrisa, como la de un niño que espera salir indemne de una travesura. Pero en el momento en que sus amigos, Trevor, Woody y Mick Ronson, estallan con un redoble en la caja y una guitarra ronca, la cámara se aleja y David Bowie le dirige una mirada audaz, una sonrisa lasciva. Mientras el público, formado por adolescentes excitados y padres escandalizados, trata de asimilar ese mono guateado y multicolor, ese pelo exuberante y naranja, esos dientes puntiagudos y esos ojos soñolientos pintados con rímel, él entona una sucesión de imágenes fascinantes: radios, extraterrestres y rock and roll. Y a pesar de que el público se debate aún con ese espectáculo confuso y exagerado, de repente, un staccato de la guitarra envía un mensaje en morse y, sin previo aviso, llegamos al estribillo.
De la novedad inquietante a una familiaridad tranquilizadora; en ese momento, la voz de Bowie entona suavemente «There’s a starman…» y salta una octava hacia arriba, un viejo truco de la Tin Pan Alley para marcar la distensión, el clímax. Y al tiempo que describe a ese amable extraterrestre que espera en el cielo, el público reconoce de repente una melodía y un mensaje extraídos claramente, sin pudor, del himno en tecnicolor de los años de la guerra, el escapista «Over the Rainbow» de Judy Garland. Hemos llegado a terreno conocido, podemos unirnos y cantar la melodía, y a pesar de que dura solo cuatro compases, son suficientes para que David Bowie trate de alcanzar la inmortalidad. Menos de un minuto después de haber visto su rostro por primera vez en Top of the Pops, el programa musical de la BBC dirigido al público familiar, Bowie se apoya la mano, delgada y grácil, en la mejilla y su compañero de pelo rubio platino se une a él al micrófono. En ese instante, con tranquilidad y descaro, Bowie rodea el cuello del guitarrista con el brazo y acerca a Ronson cariñosamente hacia él. De nuevo suena el mismo salto de octava al cantar «starman», aunque esta vez no sugiere escapar de los límites terrenales, sino de los límites de la sexualidad.
Entre tanto, el público de quince millones de espectadores trata de asimilar a esta criatura exótica y pansexual. En miles de hogares, los chavales, cientos, miles de ellos, están extasiados, al tiempo que los padres lo miran con desprecio, gritan o se van de la habitación. Y mientras se siguen preguntando cómo reaccionar, se produce otro viraje: al son de «let the children boogie», David Bowie and The Spiders irrumpen con un ritmo de baile descaradamente a lo T. Rex. Para toda una generación de adolescentes se acaba de hacer la luz: aquellos noventa segundos de una tarde soleada de julio de 1972 alteraron el rumbo de sus vidas. Hasta aquel momento, la música pop había tratado fundamentalmente sobre la pertenencia, la identificación con el grupo. Sin embargo, esta música, que había sido coreografiada con esmero en un sótano frío y húmedo situado bajo una agencia de señoritas de compañía en el sur de Londres, era un espectáculo sobre la no pertenencia. Para algunos chavales aislados y diseminados por el Reino Unido, después para los de la Costa Este de Estados Unidos y más tarde para los de la Costa Oeste, había llegado la hora. Era el turno de los outsiders.
A lo largo de las semanas siguientes se hizo evidente que aquellos tres minutos habían disparado la carrera de alguien al que hacía poco habían calificado despectivamente de «prodigio de un solo éxito». La mayoría de los que lo conocían estaban encantados, aunque también se percibía cierta desconfianza. Un cínico amigo le puso el apodo de Hip Vera Lynn en clara referencia a «The White Cliffs of Dover», aquel éxito masivo de los años de la guerra que también había fusilado la canción más conocida de Judy Garland, homenaje este que también era plenamente consciente. Unas semanas después y para hacer hincapié sobre el tema, David empezó a cantar «somewhere over the rainbow» en el estribillo de «Starman», como si tratase de demostrar la máxima de Pablo Picasso: «Los buenos artistas copian, los genios roban».
Y eso es lo que él había hecho, con una desfachatez tan escandalosa como las propias melodías robadas. La forma en que había recompuesto una serie de viejos motivos para crear una nueva canción formaba parte de una tradición musical tan antigua como la humanidad, una tradición que seguían practicando amigos de David de la vieja escuela pertenecientes al mundo del espectáculo como Lionel Bart, el compositor de Oliver! Sin embargo, presumir del homenaje, mostrar descaradamente las costuras, como los ascensores del centro Pompidou, era un truco nuevo, un truco posmodernista tan perturbador como la postsexualidad de la que había alardeado al rodear cariñosamente los hombros de Mick Ronson. Puede que Andy Warhol hubiese puesto de moda este tipo de «apropiación» en el mundo del arte, pero que un rockero declarase «soy un elegante ladrón» desafiaba una idea sagrada: que el rock and roll era un medio auténtico y visceral. El rock and roll era real. Había surgido de la alegría y de la angustia imperantes en los tumultuosos años de la posguerra en Estados Unidos y había cristalizado en el primer blues eléctrico. Sin embargo, David alardeaba de esa carencia de autenticidad con una fresca despreocupación. En unas declaraciones hechas a un entrevistador expuso: «El único arte que voy a estudiar será aquel del que pueda robar. Creo que mi forma de plagiar es muy eficaz». El robo sin tapujos de sonidos icónicos constituía una nueva e inquietante forma de genialidad. Pero ¿era el rock and roll solo un juego? ¿Aquel Ziggy Stardust de pelo flamígero, poderoso símbolo de la otredad, no era más que una pose intelectual?