A Gloria, Cósima y Tristán
CAPÍTULO 1
Ludwig van Beethoven: El encuentro
Schwarzspanierhaus. Viena,
19 de marzo de 1827
Soy el que soy. Soy todo lo que es, lo que ha sido, lo que será. Ningún mortal ha levantado mi velo. Él es el Solo, el Único. El que no ha sido engendrado y al que todo debe su existencia. Con calma y resignación pongo mi confianza, Señor, en tu inmutable bondad. Me someto a todas las eventualidades del destino. Para ti, siempre con el mismo espíritu, eternamente para ti. ¡Regocíjate, alma mía! ¡Sé mi roca, Dios mío! ¡Sé mi luz! ¡Sé para siempre el refugio donde encuentre albergue mi confianza! Tú que me ves abandonado de la humanidad, atiende mi ruego: ¡que pueda seguir viviendo! ¡Que pueda seguir sirviéndote! Aunque esto hoy me parece imposible. ¡Oh, duro destino, cruel fatalidad! ¡No, no acabará nunca mi desgraciada situación!
Pronto abandonaré este mundo. Es amargo el sabor de sentirse próximo a un final irrevocable: enfermo, perdido, apartado de todo. Vivo en la contradicción de ser considerado el compositor más grande y encontrarme casi en la miseria. La vida no es el bien supremo, pero entre los males, el mayor es la penuria. La Sociedad Filarmónica de Londres me ha adelantado mil florines por una nueva sinfonía, la Décima, que no sé si podré acabar. Gracias a esa suma he podido afrontar mis necesidades inmediatas más básicas: comprar comida, medicamentos, pagar al doctor… Llevo cuatro meses en cama. He sufrido tres operaciones seguidas y no soportaré una cuarta. Mi cuerpo maltrecho se deforma como consecuencia de una hidropesía que ha inflamado mis miembros llenándolos de un fluido amarillento, denso, que me produce unas llagas purulentas, extendidas por la piel. Lo peor son las noches. No puedo dormir, el tiempo se dilata y cada insufrible minuto es una eternidad. A veces confundo el anochecer con los primeros rayos del alba y entonces me invade la alegría de pensar que el amanecer dejará atrás el horror de las sombras. Cuando me doy cuenta de mi error, y soy consciente de las largas horas que aún faltan en la travesía nocturna, me invade una tristeza infinita. Al fin, por la mañana, sin poder moverme de la cama, compruebo que las úlceras se han extendido y supuran todavía más. ¡Qué dura es la lucha! Toda mi vida he combatido contra la adversidad. Estoy acostumbrado. Pero ahora no dispongo de más fuerzas. Presiento el final, consumido por mil batallas que me han dejado profundas cicatrices. A pesar de desconfiar de los cuidados del doctor Wawruch, ¡deseo tanto seguir viviendo! ¡Oh, fuerzas celestiales, dadme el vigor para continuar! ¡Destino, corrige tu veredicto aunque sólo sea por una vez! Nunca te he pedido nada, por primera vez te ruego: ¡Concédeme tiempo! ¡Un poco más de tiempo! Me queda tanto por hacer antes de abordar el oscuro viaje. Tengo la sensación de no haber compuesto más que unas pocas notas. Quiero seguir sirviendo al hombre, consolar su dolor, derretir su angustia a través de una música que alumbre esperanza, que consiga imponer la energía necesaria para vencer el arduo combate de la vida. Una vida a la vez maravillosa y perversa, que sólo puede ser entendida desde la aceptación conjunta de la alegría y la tristeza. Las dos caras de una misma moneda que, inseparables, conforman nuestra condición humana.
Debo terminar mi Décima Sinfonía. Está ya estructurada en mi interior. Continúa a la Novena. Explica la transformación del sufrimiento en amor. Un amor que atraviesa la comprensión del dolor. Un amor que no pide, sólo da. Un amor que nos dice que estamos unidos en un destino común. Un amor que nos hace entender que la salvación no puede ser individual. ¡O todos o ninguno! Ése es el mensaje de la Décima. A diferencia de la Novena, será sólo instrumental, seguirá, pero de forma todavía más intensa, el espíritu de los últimos cuartetos de cuerda. Casi tengo escrito su primer movimiento. Un Andante luminoso, en Mi bemol mayor, que engloba en su centro un Allegro en Do menor. Las tonalidades unidas de la Heroica y de la Quinta. Llenará nuestros corazones de esperanza, verterá sobre ellos un líquido dulce y nos convencerá de que existe un futuro más allá del desaforado camino, de una vida que no hemos elegido, impuesta a fuerza de golpes brutales por poderes que, por mucho que lo intentemos, no podemos entender.
Quiero despertar a la voz oculta de la naturaleza, enseñar el sendero a cuyo lejano término espera la palma. Quiero proclamar una vez más verdades que son eternas. La principal de todas: ¡Hombre, ayúdate a ti mismo! ¡Hay mucho que hacer en la tierra, hazlo pronto! La acción es el mejor medio para ahuyentar el pensamiento que te aflige. Ocúpate de los demás, incluso de los que te odian. Busca en la generosidad, en el poder creativo de tu vida, el bien supremo de la realización de ti mismo. Eres la imagen del Eterno. ¡Avergüénzate e inclínate ante su grandeza! Pídele fuerzas para vencerte a ti mismo, pues el destino te ha concedido el valor de soportar. Sigue la senda del arte y la ciencia, sólo ella te permitirá disfrutar de una existencia elevada. Escucha a la noche, en ella descubrirás tus fuerzas ocultas. Escucha a la naturaleza, en cada árbol, en cada río, en cada nube, en cada una de sus manifestaciones hallarás partes de ti.
*
Hoy me siento mejor. Mi amigo el doctor Malfatti, el tío de Teresa, uno de mis amores imposibles, a la cual dediqué la bagatela Para Elisa, vino ayer para intentar mitigar mis dolores. Criticó el tratamiento de Wawruch y me recetó nuevos medicamentos que me proporcionaron un agradable estado de bienestar. Esta pasada noche, por fin he podido dormir tranquilo. Me siento renacido y, por primera vez en mucho tiempo, pienso que voy a poder recuperarme. Le he pedido a Malfatti que no se aparte de mí. Es milagroso lo que ha hecho, sólo su ciencia podrá salvarme.
Además, dos sorpresas me han producido una enorme alegría. La primera ha sido la lectura inesperada de varias canciones inéditas de Franz Schubert; entre ellas me han gustado de forma especial las doce compuestas sobre poemas de Wilhelm Müller que llevan por título El viaje de invierno. Hablan sobre un amor no correspondido. Representan un mundo cercano a las pinturas de Caspar David Friedrich y a la primera filosofía de Arthur Schopenhauer. Recorren el pálpito lacerado de un poeta afligido que pasea solitario en una gélida noche de invierno. Frío, oscuridad, desolación, proximidad de la muerte, abandono, soledad. Los frecuentes cambios de tonalidad marcan las variaciones emocionales del protagonista, desde el deseo de una felicidad inviable, hasta la mayor desesperación. Son maravillosas. En ellas hay una chispa divina. Le he pedido a mi secretario Anton Schindler que encontrara a Schubert para rogarle que viniera a verme con más música. Necesito hablar urgentemente con él.
La segunda sorpresa ha sido el regalo generoso del fabricante de arpas londinense J. A. Stompff: una magnífica edición de las obras completas de Haendel, en cuarenta volúmenes, que he pedido que coloquen cerca de la cabecera de mi cama. En Haendel descubro la verdad absoluta. Es el más grande; mayor incluso que Bach, Haydn y Mozart. ¡Con él todavía puedo aprender! Su obra ha influenciado mis últimas composiciones: en el fugato coral sobre «Alegría, bella chispa divina» a la que sigue «Abrazaos, millones de seres», del final de la Novena Sinfonía, el tema que aparece en un ritmo ternario tiene en todos sus contornos melódicos una vivacidad típicamente haendeliana. El «Aleluya» de su Mesías está en gran medida transcrito en el «Gloria» de mi Misa Solemne. Lo grandioso de Haendel es su exigencia en fortalecer el discurso musical a través de un ritmo que se extiende por toda su obra. Un ritmo rotundo que es el corazón indispensable para que un flujo de sangre constante se vierta por las venas de la composición. Sus grandes óperas y oratorios están construidos a partir de ese elemento rítmico fundamental que llena de intensidad su armonía polifónica. Su música, como la mía, está basada, además, en dos polos que luchan, se revuelven entre sí como carne y espíritu y se completan en un todo sistemático. Uno es vital, robusto, afirmativo, tiende a la exaltación desbordada de los sentidos, llama a la acción, a la confirmación de un yo que trata de superarse y que con fuerza imponente estalla en una alegría contagiosa. El otro es dulce, nostálgico, soñador, femenino, sugiere más que dice, sin llegar a tocar, acaricia a través de la melodía más inspirada, más emocional.
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