APOCOLOCINTOSIS
Traducción y notas de
JUAN MARINÉ ISIDRO
NOTA DE TRADUCCIÓN
El texto sobre el que se basa la presente traducción es el establecido por R. Roncali en su edición crítica de la Apocolocintosis, Leipzig, 1990. Sólo en contadas ocasiones se ha adoptado una lectura diferente. En lo que se refiere a la disposición en dímetros de la nenia, se ha seguido, entre otros, a J. Gil, Séneca. Apocolocintosis, Est. Clás, Supl. n.º 4, Madrid, 1971.
Quiero transmitir a la posteridad
Febo con más breve ruta había atrasado ya el orto |
de la luz y aumentaban las horas del Sueño sombrío, |
y ya victoriosa ensanchaba la diosa del Cinto su reino |
y el contrahecho Invierno ajaba las galas amables |
del fértil Otoño y, pues Baco se hacía ya viejo por fuerza, |
el vendimiador demorado cogía las uvas escasas. |
Creo que se entenderá mejor si digo: el mes era octubre, el día tercero de los idus de octubre. La hora no te la puedo decir con exactitud: más fácilmente habrá acuerdo entre los filósofos que entre los relojes. De todos modos, era entre la sexta y la séptima. «¡Vaya palurdo! Todos los poetas, no conformes con describir amaneceres y atardeceres, se dedican a incordiar también el mediodía: ¿tú vas a despachar así una hora tan adecuada?»
Ya con el carro Febo había mediado su curso |
y más cercano a la noche agitaba las riendas cansadas, |
por sesgo sendero haciendo bajar su luz declinante. |
Claudio se puso a exhalar el alma y no sabía encontrar una salida. se lleva aparte a una de las tres Parcas y le dice: «Hembra sin corazón, ¿cómo consientes que se vea atormentado este infeliz? ¿Es que no podrá descansar nunca tras tanto tiempo de tortura? Son sesenta y cuatro los años que lleva peleándose con su propia alma. ¿Por qué le tienes manía a él y al Estado? Consiente que por una vez digan la verdad los astrólogos, que lo entierran cada año, cada mes, desde que fue nombrado emperador. Pero tampoco es extraño que se equivoquen y que nadie sepa su hora: nadie ha creído nunca que éste hubiera nacido. Haz lo que hay que hacer:
Dalo a la muerte, que reine el mejor en la sede vacía.»
Y Cloto, «Estos tres —dice— haré que mueran el mismo año, separados por cortos intervalos, y no le haré marchar sin compañía. Pues no está bien que éste, que hasta hace poco veía tantos miles de personas siguiéndolo, tantos precediéndolo, tantos rodeándolo, se quede de pronto solo y abandonado. Por ahora se conformará con estos camaradas.»
Dice así y enrollando la hebra en el huso deforme |
interrumpió las horas de rey de esa estúpida vida. |
En cambio, Láquesis, prieto el cabello, hermoso el peinado, |
con pierio laurel coronándose la cabellera y la frente, |
de níveo vellón va tomando unas fibras inmaculadas |
para trenzarlas con mano feliz, que un color, tras de hiladas, |
nuevo adquirieron. Admiran los copos bien sus hermanas: |
la lana vulgar se transforma en ese metal impagable, |
siglos dorados fluyen al tiempo que el hilo sin tacha. |
Y no hay para ellas reposo: guedejas hilan felices, |
les place colmarse con ellas las manos. Son copos suaves. |
Por propio impulso avanza la obra y sin pena ninguna |
hebras sutiles fluyen del huso que gira sin tregua. |
De Titono superan los años, superan también los de Néstor. |
Febo está allí y con su canto ayuda y le place el futuro |
y lleno de gozo ahora agita su plectro, ahora acerca los copos. |
Pendientes las tiene del canto y así les distrae su esfuerzo. |
Y en tanto que colman de elogios la lira y los versos fraternos, |
más de lo usual han tejido sus manos, los hados del hombre |
su obra excelente traspasa. «No quitéis nada, oh Parcas |
—Febo les dice—, supere en tiempo a las vidas mortales |
éste mi igual por su rostro y mi igual por su grande belleza, |
ni en canto ni en voz mi inferior. A los desfallecidos, felices |
siglos proporcionará y de la ley va a romper el silencio. |
Cual Lucifer disipando los astros que huyendo se van, |
cual Héspero se alza ya cuando los astros regresan, |
cual, cuando la Aurora bermeja, disueltas ya las tinieblas, |
el día ha traído, el Sol radiante contempla la tierra |
y más allá del recinto al pronto lanza su carro, |
tal César se yergue, tal Roma a Nerón ha de contemplar ya. |
Con suave fulgor se ilumina su rostro resplandeciente |
y el cuello hermoso en virtud del cabello desparramado.» |
Esto dijo Apolo. Por su parte, Láquesis, para favorecer también ella al guapísimo mozo, lo hizo a manos llenas y da de su bolsillo muchos años a Nerón. A Claudio, en cambio, todos lo desean
alegres y entusiastas fuera de casa sacar.
Y él largó fuera su alma por fin y desde entonces dejó de aparentar que estaba vivo. Por cierto, murió mientras escuchaba a unos comediantes, para que veas que no les tengo miedo sin motivo. Éstas fueron sus últimas palabras oídas entre los vivos (a la vez que emitía un ruido más fuerte por esa parte con la que hablaba mejor): «¡Pobre de mí, me he cagado, creo!». Si lo hizo, no lo sé; lo cierto es que lo dejó todo cagado.
Lo que después ocurrió en la tierra es inútil contarlo. Por supuesto que lo sabéis perfectamente y no hay peligro de que se esfumen los sucesos que un júbilo universal ha grabado en la memoria. Nadie olvida su felicidad. Escuchad lo que ocurrió en el cielo. La autenticidad es cosa de mi testigo. Anuncian a Júpiter que ha llegado un individuo de buena estatura, bien canoso; va amenazando no sé qué, pues mueve continuamente la cabeza; arrastra el pie derecho; le habían preguntado de qué raza era y había respondido no sé qué con agitado tono y voz confusa; nadie comprende su lengua: ni es griego ni romano ni de ninguna nación conocida. Entonces Júpiter ordena a Hércules, que se había recorrido el mundo entero y parecía conocer todas las regiones, que vaya y averigüe qué clase de hombre es. Entonces Hércules, al primer vistazo, quedó horrorizado de veras, como quien no ha temblado aún ante toda clase de monstruos: en cuanto vio esa facha insólita, ese andar anormal, esa voz no de animal terrestre, sino, como suelen tenerla los monstruos marinos, ronca y embrollada, creyó que le había caído su decimotercer trabajo. Cuando lo examinó con más atención le pareció más o menos un hombre. Así pues, se llegó a él y —facilísimo que fue para un griego de ésos— le dice:
¿Quién eres, de qué país vienes? ¿En dónde están tu ciudad y tus padres?
Claudio se alegra de que haya eruditos por allí: confía en que algún lugar habrá para sus historias. Así pues, para insinuar que es un César con un verso homérico también él, dice:
Junto a los cícones ha ido llevándome el viento de Troya.
Sin embargo, el verso siguiente era más adecuado igualmente homérico:
Allí la ciudad he asolado y muerto a sus habitantes.
Y casi había embaucado a Hércules, que no es nada listo, si no llega a estar allí la Fiebre, la única que había dejado su templo y se había venido con él. y sólo para esto bastante firme, con el que solía decapitar a la gente. Había ordenado que le cortaran el cuello: dirías que todos eran libertos suyos, hasta tal punto nadie le hacía ni caso.
Entonces dice Hércules: «Escúchame, tú, deja de hacer el tonto. Has llegado a un sitio donde los ratones roen el hierro.y dice: