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Lucio Anneo Séneca - Cartas filosóficas

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Lucio Anneo Séneca Cartas filosóficas

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PRESENTACIÓN

Político, filósofo, poeta

Lucio Anneo Séneca —político, filósofo, poeta— es el más antiguo de los autores hispanos de nombre conocido del que se conserva una extensa obra que abarca más de dos mil páginas. Parece seguro que se conocen también los rasgos físicos de su rostro en algún momento de su vida, reflejados en un busto bicípite del siglo II d. C. del Pergamon Museum de Berlín.

Nacido en Córdoba hace unos dos mil años, llegó a ser reconocido como el más brillante orador y poeta romano de su tiempo, un escritor de éxito, un destacado político y el más importante de los filósofos de expresión latina hasta San Agustín. Durante más de un lustro, como amicus principis y miembro del consilium, el antiguo preceptor de Nerón gobernó de hecho el Imperio. Algunos historiadores modernos llaman a esos años los del «ministerio Séneca». Tuvo admiradores y amigos, y también enemigos que acabaron con su vida. Casi veinte siglos después de su muerte, en los países de cultura occidental se publica casi todos los años algún libro y varios estudios más sobre su persona o sus escritos.

Por lo que se conoce de Séneca (que no es todo lo que hizo ni todo lo que publicó), el sabio estoico que él era obró bien y discurrió con acierto en muchas oportunidades. En otras no, sino más bien al contrario. Pero fue un varón esforzado (strenuus), un hombre de principios (honestus) y un espíritu abierto a sus semejantes (humanus), para el que todos los hombres tienen derechos y valores, o, como se dice ahora, poseen una dignidad que ha de ser respetada. En una de sus Cartas a Lucilio dejó escrita una de sus más significativas sentencias o frases célebres: «homo, sacra res homini». Entre los antiguos cristianos se pensó que Séneca también de alguna manera había sido uno de ellos o había andado cerca.

Nerón frente a Séneca

Lucio Anneo Séneca se retiró de la actividad política y del ejercicio del poder en el 62 d. C. Pero hasta su muerte, tres años más tarde, continuó siendo un personaje importante con el que en Roma todo el mundo —gobierno y oposición—, para bien o para mal, tenía que contar.

Desde Palacio (Nerón, su esposa o concubina Popea, Tigelino, comandante de los pretorianos y valido del príncipe) se le odiaba. Sin embargo, durante ese último trienio de su vida, no se atrevieron con él, contentándose con tenerlo sometido a una estrecha y mal disimulada vigilancia. Por fin, en la primavera del 65, al descubrirse la conspiración tramada en torno a Pisón para derribar a Nerón y eliminarlo, Séneca fue acusado de participar en ella y tal vez de poder resultar su futuro beneficiario, como eventual candidato de «consenso» para el trono.

En el tramo final del reinado de Nerón se puede decir que había dos «partidos» de oposición, el de los políticos estoicos (Barea Sorano, Trasea Peto) y el de la antigua aristocracia senatorial, que tomaría como cabeza a Pisón, titular de la conjura que acabó en la hecatombe de notables del 65 y del 66. En ambos sectores se respetaba a Séneca y algunos de sus más distinguidos representantes lo cortejaban. Pero él no se implicó en ninguna de las dos facciones. Los primeros eran demasiado republicanos para el pensador monárquico que había escrito el tratado De clementia, y los segundos demasiado aventureros para un político de la experiencia del filósofo.

No obstante, en las primeras investigaciones oficiales sobre la conjura antineroniana, un delator profesional y mentiroso que estaba complicado en ella (un «pentito» se diría hoy) sacó a relucir el nombre de Séneca como uno de los conspiradores, con gran complacencia de Nerón, que esperaba una oportunidad para acabar con quien, por prudente y cautamente que actuara, en cualquier momento podía cantarle una verdad.

Condenado a muerte por el emperador, Séneca se quitó la vida con la ayuda de sus criados y de su médico un día de abril del 65 —entre el 19 y el 30—, mientras pronunciaba una especie de disertación que sus secretarios recogieron por escrito, que se podía leer medio siglo después y de la que no queda más rastro que las líneas que dedica a ella el historiador Tácito. (El suicidio era el modo de ejecución de la sentencia capital que ofrecía a los personajes distinguidos la «clemencia» del príncipe en aquellos años del Imperio).

El historiador Cornelio Tácito narra magistralmente todo el episodio.

Tras las primeras delaciones sobre la conjura, el príncipe en persona y su mafia palatina recurrieron a un enredado juego de confesiones, torturas, chantajes y denuncias semejante al de Stalin en los procesos de Moscú de los años treinta del pasado siglo. De las víctimas de la purga neroniana, unos murieron valientemente y con honor, proclamando su inocencia respecto de la conspiración, pero condenando los crímenes neronianos, como Séneca y después Trasea. Otros, incluso en la familia del filósofo, fueron cobardes, como el sobrino Lucano, que empañaría su limpia y merecida gloria literaria acusando a su propia madre.

Las circunstancias que rodearon la muerte de Séneca parecen una traducción al latín, y a la cultura romana del siglo I d. C., de la de Sócrates. Es como el desenlace de una tragedia senecana, mas con un modelo histórico y no mitológico. La inspiración no vino de Sófocles o de Eurípides, sino de la narración platónica de la muerte del filósofo ateniense. Hubo incluso una poción de cicuta, que Séneca tenía preparada temiendo que en algún momento le pudiera hacer falta. A ella se acudió en el último instante para poner término a su vida. Se diría que todo estuvo previsto por ese sabio régisseur de la escena final de su existencia que fue el filósofo y político estoico, doblado de dramaturgo y a la vez de actor que se representaba a sí mismo sacudiendo las aguas del baño en una extrema libación a Iuppiter Liberator. En una palabra, una tragedia praetexta «in vivo» en la que el protagonista muere de verdad en la escena.

Condena y legado del filósofo

Antonius Natalis, el delator, uno de los más activos conjurados, al ser interrogado por los agentes del príncipe, denunció a Séneca como partícipe de la conspiración. Cincuenta años después Tácito no creía que eso fuera verdad. Según él, Natalis, convicto y confeso, habría mezclado en sus declaraciones el nombre de Séneca, bien para justificarse él mismo por haber llevado recados de Pisón a Séneca y viceversa, bien por ganar el favor de Nerón, del que era manifiesto que en aquellos momentos odiaba a Séneca y andaba buscando cualquier medio para destruirlo.

En el 62 Séneca, que se daba cuenta de la enemistad con que había llegado a distinguirle el príncipe, quiso alejarse de los círculos palatinos y del consilium principia, pero Nerón no se lo permitió. Si bien desde entonces el filósofo se dejaba ver lo menos posible por la corte, pretextando sus problemas de salud y su dedicación a los estudios. Puede decirse que ese alejamiento significó realmente el final de su directa y personal intervención en la política.

Dos años después de esa famosa entrevista de la dimisión oficialmente rechazada, Nerón, tras el incendio de Roma, se había dedicado a saquear Italia y las provincias, incluso los templos, para reconstruir y embellecer la urbe. Séneca, con el fin de hacer visible su desacuerdo, acentuó sus distancias y procuraba estar habitualmente fuera de la urbe. Estos callados reproches eran más de lo que Nerón estaba dispuesto a soportar. Por eso, Natalis pensó que si complicaba a Séneca y acababa con él, Nerón se lo agradecería. Como así fue. El príncipe le compensó otorgándole su perdón y la impunidad, cosa que ocurriría con muy pocas personas.

Las consecuencias de la denuncia no se hicieron esperar. Nerón, que ya antes, según Tácito, había tratado de envenenar a Séneca valiéndose de uno de los libertos del filósofo, no quiso perder la oportunidad que se le presentaba para eliminar al que había sido su maestro y que, con su silencio y su ausencia de palacio, condenaba la tiranía en que había degenerado el gobierno. Envió a un tribuno de las cohortes pretorianas a someter a un interrogatorio a Séneca, que acababa de llegar desde Campania a una de sus casas de campo situada a cuatro millas de Roma. En las

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