PRÓLOGO
¿Y si alguien te dijera que gran parte de tu sufrimiento es solo una consecuencia de tu modo de pensar? No me refiero al sufrimiento físico, al dolor o al hambre, sino a esas otras cosas que enturbian nuestra vida: la ansiedad, la frustración, el miedo, la desilusión, la cólera, la insatisfacción en general. ¿Qué dirías si alguien afirmara que puede enseñarte a evitar todo eso, puesto que todo eso no es más que el resultado de mirar el mundo de manera equivocada? ¿Te imaginas que evitarlo estuviera a tu alcance, que dependiera solo de ti?
Esto es lo que afirman en sus respectivas obras los tres grandes filósofos estoicos de la antigua Roma: Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Los tres vivieron en los siglos I y II de nuestra era. Séneca fue tutor del emperador Nerón; Epicteto, un esclavo que consiguió la libertad y que fundó una escuela de filosofía, y Marco Aurelio, emperador de Roma. Sus vidas no podrían haber sido más distintas, y, sin embargo, los tres abrazaron el estoicismo como guía para vivir una vida buena.
En la época en que escribían nuestros tres filósofos romanos, la filosofía estoica tenía ya tres siglos de antigüedad. El fundador de la escuela se llamó Zenón y procedía de Chipre. Alrededor del año 300 a. C. visitó Atenas como representante del negocio familiar —era hijo de un mercader— y entró en contacto con algunos filósofos. Muy pronto empezó a estudiar con los maestros de las numerosas escuelas que había en la ciudad, las cuales competían entre sí. En lugar de adscribirse a alguna de ellas, decidió crear la suya propia y empezó a impartir lecciones en la Stoa Pintada, un pórtico que se encontraba en el centro de Atenas. No tardó en tener seguidores, a quienes se les conoció con el nombre de «estoicos» por su costumbre de reunirse en la susodicha stoa . La escuela estoica la perfeccionaron dos discípulos de Zenón, Cleantes y Crisipo. Los dos procedían de Asia menor. Los estoicos posteriores provenían incluso de más lejos, y de más al este, como Diógenes de Babilonia. Ninguna de las obras de estos primeros filósofos estoicos sobrevivió; ninguna llegó a pasar de los rollos de papiro a los pergaminos medievales, y todo lo que sabemos de ellas se basa en citas y resúmenes elaborados por otros autores más tardíos.
Nuestros tres filósofos romanos, en cambio, sí que nos han legado un importante corpus literario. De Séneca, por ejemplo, se han conservado ensayos sobre temas filosóficos variados, un conjunto de cartas a su amigo Lucilio y unas cuantas tragedias. De Epicteto, contamos con una serie de disertaciones escritas por su discípulo Arriano, que recogen enseñanzas de la escuela, y un breve manual que contiene algunos de los temas clave de dichas disertaciones. De Marco Aurelio tenemos algo muy diferente, unos apuntes privados en los que brega con las principales ideas del estoicismo y trata de llevarlas a la práctica en su propia vida.
Las obras de estos tres estoicos romanos han inspirado desde entonces a multitud de lectores y les han enseñado a enfrentarse a las dificultades cotidianas con las que tropezamos, cada uno de nosotros, en nuestro recorrido vital. El tema principal de esas obras es cómo vivir, esto es: cómo llegar a comprender nuestro lugar en el mundo, cómo sobreponernos cuando las cosas no nos salen como nos gustaría, cómo manejarnos con nuestras pasiones, cómo comportarnos con el prójimo. Cómo vivir, en suma, una vida buena, digna de un ser racional como lo es el ser humano. En los próximos capítulos analizaremos en profundidad algunos de estos temas. Empezaremos teniendo en cuenta lo que los estoicos pensaban que podía ofrecernos su filosofía, esto es, una terapia para la mente; exploraremos qué cosas están bajo nuestro control y cuáles se nos escapan; comprobaremos cómo nuestro modo de discurrir puede generar a veces emociones dañinas; a continuación prestaremos atención a nuestra forma de relacionarnos con el mundo exterior y al lugar que ocupamos en él, y terminaremos centrándonos en nuestras relaciones con los demás, de las que proceden tanto las alegrías como las tensiones de la vida diaria. Como veremos, la imagen típica que representa al estoico como un ser aislado e infeliz no le hace justicia a la rica corriente de pensamiento que recorre las obras de nuestros tres filósofos romanos. Sus libros han sido clásicos eternos, inagotables, y con razón. Su popularidad se mantiene intacta hoy en día. Y las nuevas generaciones no dejan de acudir a ellos en busca de lecciones provechosas.
El filósofo como médico
Hacia el final del siglo I de nuestra era, un antiguo esclavo, oriundo de Asia menor y de quien no sabemos siquiera su verdadero nombre, fundó una escuela de filosofía en una nueva ciudad situada en la costa occidental de Grecia. No acudió allí por voluntad propia; lo desterró de Roma, junto con todos los demás filósofos, el emperador Domiciano, quien consideraba a estos intelectuales una amenaza potencial para su gobierno. La ciudad se llamaba Nicópolis y la había fundado un siglo antes Augusto. Al esclavo se lo conocía por el nombre de Epicteto, que en griego antiguo significa «ganado», «adquirido». La escuela de Epicteto atrajo a muchos estudiantes y personalidades insignes durante el tiempo que permaneció activa. Una de ellas fue el emperador Adriano, que apreciaba la filosofía bastante más que ciertos predecesores suyos. Epicteto no escribió nada. Fue uno de sus discípulos, Arriano, un joven que se convertiría más tarde, por méritos propios, en un importante historiador, quien anotó las conversaciones mantenidas en la escuela y las desarrolló después para redactar las Disertaciones . En ellas Epicteto es muy claro en cuanto al papel que debe desempeñar el filósofo. Este, nos dice, es un médico, y la escuela donde enseña es un hospital, pero un hospital para las almas.
Tal concepción de la filosofía no era nueva; se remontaba, cuando menos, hasta Sócrates. En los primeros diálogos platónicos, Sócrates sostenía que la tarea del filósofo es cuidar del alma tal como el médico cuida de los cuerpos. No debemos entender aquí por «alma» algo inmaterial, inmortal o sobrenatural. En este contexto, el alma equivale a la mente, los pensamientos y las creencias. La tarea del filósofo es analizar y evaluar las cosas que pensamos, examinar su coherencia y su poder de convicción. Y casi todos los filósofos, antiguos o modernos, estarían de acuerdo con esto.
Para Sócrates, y para los estoicos después, preocuparse de cuidar el alma era lo más importante, pues de su estado depende, básicamente, nuestra calidad de vida. Sócrates fue célebre por reprocharles a los atenienses que prestaran tanta atención a sus cuerpos y a sus posesiones y tan poca a sus almas, es decir, a sus principios y a su conducta, ya que la clave de una vida buena y feliz, según él, reside en estos dos últimos factores, no en los primeros. En una importante argumentación, que los estoicos se apropiarían después, Sócrates demostraba que algo tan espléndido como la abundancia de riquezas es en realidad algo inútil, despreciable. Más exactamente, afirmaba que la riqueza material tiene un valor neutro, puesto que puede utilizarse tanto para el bien como para el mal. El dinero en sí no es ni bueno ni malo. Que se use en uno u otro sentido depende del carácter de quien lo posee. Alguien virtuoso puede emplearlo en hacer el bien y alguien que no lo es tanto puede resultar muy dañino a causa de sus riquezas.
¿Qué nos dice esto? Nos muestra que el verdadero valor —la fuente de lo que es bueno o malo— reside en el carácter del dueño del dinero, no en el dinero mismo. Nos indica también que prestar demasiada atención a nuestra riqueza, a nuestras posesiones, y descuidar nuestro carácter es un grave error. El trabajo del filósofo es procurar que nos demos cuenta de esto y, luego, ayudarnos a curar nuestras almas y a sobreponernos a todas nuestras flaquezas.