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Abraham Valdelomar - La ciudad de los tísicos

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Abraham Valdelomar La ciudad de los tísicos

La ciudad de los tísicos: resumen, descripción y anotación

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La ciudad de los tísicos, novela corta o «crónica poemática», pertenece a la primera etapa del proceso artístico de Abraham Valdelomar. Fue publicada en Lima, en doce entregas de la revista Variedades, entre el 24 de junio y el 16 de septiembre de 1911. Pese a la aún notoria influencia de Gabriele D’Annunzio, el autor da cuenta ya de su ímpetu experimental y vanguardista, de su exquisitez y sensualidad en la expresión, que serán una constante en su obra. De estructura fragmentada y corte esteticista, la novela establece un conmovedor contrapunto entre la Lima de comienzos del siglo XX —una ciudad plena de perfumes y requiebros pretenciosos, encorsetada en tradiciones forjadas en tiempos de la Colonia— y un pueblo, al que el narrador llama simplemente B., habitado por tuberculosos. En B., la inminencia de la muerte, lejos de sumir a sus residentes en el abandono o la desesperación, da origen a una atmósfera de dulce y refinada melancolía. Atisbamos así un mundo carnavalesco, farsesco, pero no por eso impostado; un mundo al revés, donde el amor se puede realizar de modo pleno, sin obstáculos, pues cada día puede ser, literalmente, el último.

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La ciudad de los tísicos, novela corta o «crónica poemática», pertenece a la primera etapa del proceso artístico de Abraham Valdelomar. Fue publicada en Lima, en doce entregas de la revista Variedades, entre el 24 de junio y el 16 de septiembre de 1911.
Pese a la aún notoria influencia de Gabriele D’Annunzio, el autor da cuenta ya de su ímpetu experimental y vanguardista, de su exquisitez y sensualidad en la expresión, que serán una constante en su obra. De estructura fragmentada y corte esteticista, la novela establece un conmovedor contrapunto entre la Lima de comienzos del siglo XX —una ciudad plena de perfumes y requiebros pretenciosos, encorsetada en tradiciones forjadas en tiempos de la Colonia— y un pueblo, al que el narrador llama simplemente B., habitado por tuberculosos.
En B., la inminencia de la muerte, lejos de sumir a sus residentes en el abandono o la desesperación, da origen a una atmósfera de dulce y refinada melancolía. Atisbamos así un mundo carnavalesco, farsesco, pero no por eso impostado; un mundo al revés, donde el amor se puede realizar de modo pleno, sin obstáculos, pues cada día puede ser, literalmente, el último.

Abraham Valdelomar
LA CIUDAD DE LOS TÍSICOS
La correspondencia de Abel Rosell
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I
El perfume
EL recuerdo de aquella mujer está íntimamente ligado a esta historia. Era una de esas mujeres que sólo se encuentran una vez en la vida, que dejan tras de sí un agradable recuerdo y una misteriosa esperanza. Ésta parecía un dibujo de Gosé. Gosé es el caricaturista, como Boldini y La Gándara son los pintores de las grandes mujeres. No importa de dónde sean. Ellos son franceses en la forma, en el color, en la línea. Y Gosé es el único caricaturista de las mujeres; las niñas de Tourain son muy «bonitas», las de Fabiano, muy francesas, las de Gerbault, muy grotescas. Caran D’Ache pintaba a las oficinistas, Roubille pintaba a las descocadas y Sem a las célebres. Gosé, más filósofo o más frívolo —la frivolidad es una filosofía—, pintaba simplemente a las mujeres.
Ésta, la de mi historia, era uno de sus dibujos. Parecía una estampa litografiada en Múnich. Aquella esbeltez de talle, el cuello noble, rosado, surgiendo sobre el seno y bajo el cuello rubio y la elegantísima severidad de su vestido. La tarde lluviosa en que la vi, llevaba un traje ceñido de terciopelo negro, con dos rosas rojas en el pecho y otras dos en el sombrero negro de pieles. Parecía una silueta en tinta china brillante; tinta de los dragones de Hokusai y de las acuarelas de Utamaro. Una elegancia de terciopelo negro y rojo, porque su cara de piel de melocotón maduro no mostraba los ojos —¿negros, azules, ópalos?—, los ojos se perdían bajo el ala curva del sombrero. Pero la boca, la fresca boca, era de aquellas que no han nacido para la palabra sino para el gesto.
La vi por primera vez en la tienda de perfumes de la capital, pero yo conocía a esa mujer sin saber dónde. Algo había en ella que hablaba a mi memoria. Yo había llegado aquel día. De la estación me había trasladado al hotel y de allí a la tienda de perfumes, de guantes y de sedas del jirón central. Frente a mi mostrador atendían a la dama el jefe de la casa y un dependiente. Su voz me hizo voltear la cara y quedé impresionado. La dama reclamaba, casi fuera de sí:
¡Fleur de lys!... ¿Es que no sabrán ustedes que soy la única que lo usa?
—¡Una verdadera locura, señora! ¡Encargado especialmente, pero estos torpes empleados! ¡Haberle vendido! ¡Una locura, señora, una verdadera locura!...
¡Fleur de lys!...
Poco después pasó triunfal, como una reina ofendida, ante los empleados mudos, y me deslumbró.
—¡Flor de lis! Aquella dama no usará otro perfume; es caprichosa...
Ella desde la salida interrumpió al dependiente:
—Por favor, Vivert, búsquelo entre los que puedan tenerlo, ¡daré lo que quieran por el frasco!...
Y se esfumó. Yo no sé si alegre o triste, pero intrigado, veía allí una aventura. Yo tenía en el fondo de mi maleta dos pomos de Fleur de lys.
Pregunté:
—¿Dónde vive aquella señora?...
—En la gran avenida, «Villa Virginia»...
Rápidamente se me ocurrió y puse en práctica una idea; eran las cuatro; a las cinco paseaba en la avenida perfumado con Fleur de lys. El coche se deslizó en los arenados y así buscaría yo a la dama del perfume y la interrogaría con él. Ya desesperaba de verla. Van a ser las seis y ella no aparecía, entonces dejé el coche en un lugar del paseo e hice a pie una excursión a través de los bosquecillos y jardines. Ya caía el sol y me dirigía a la explanada, cuando una silueta me hace mirar detenidamente al fondo del paseo. Era ella, no había duda alguna. Era ella que venía en dirección opuesta a la mía. El aire, dándome en la espalda, favorecía mi plan. Ya se acercaba, estaba a treinta pasos. ¿No sentía aún el perfume? ¿Quería disimularlo? Se acercaba más; una racha de aire le marca los pliegues del vestido y los lanza hacia atrás dándole la airada y triunfal actitud de la Victoire de Samotrace, el perfume la envuelve, entonces su rostro se transforma, palidece; la naricilla agita sus ventanas rápidamente y aspira como un pajarillo en la campana neumática cuando principia a extraerse el aire. ¡Qué delicioso momento! Mi perfume la embriagaba, la dominaba, la atraía. Y avanzaba, avanzaba. Pasa cerca de mí, rozándome casi, me buscan sus ojos y yo trato de no reconocerla y sigo. Entonces ella tuerce por un bosquecillo del paseo y vuelve tras de mí. ¿Es que se ha cansado del paseo? ¿Es que me persigue, que la atraigo con el perfume? Camino, tuerzo por un jardincillo; ella tuerce también y entonces volteo la cara. ¡Admirable! La mujer, pálida, nerviosa, me sigue, me sigue a prisa, como una fiera a un corderillo, las narices abiertas, el cuerpo inclinado hacia adelante. Sigo desviando el camino y ella detrás. Entonces tengo miedo, debe ser una loca o una excéntrica, y principia a obsesionarme la dama vestida de negro.
Me arrepiento de haberla provocado, ha sido una locura, una cosa impensada. Pero ella me sigue, tres vueltas más y me alcanza. ¿Qué hacer? Cuando ya... Cruzo directamente casi corriendo, ella apura el paso, y me va a tocar, y llego al coche:
—¡Arranca!
Un fuetazo. Los caballos han partido violentamente y yo he sentido que me quitaban un gran peso de encima.
—¡Y la dama!...
II
La quinta del virrey Amat
HEMOS atravesado la ciudad. El coche nos ha llevado sobre el puente, ha descendido vertiginoso y se ha perdido en empedradas y terrosas callejuelas hasta llegar a una gran avenida rodeada de míseras casuchas y casas-quinta. Luego una bocacalle estrecha y una plazoleta rodeada de sauces añosos, un arroyo pobre y desbordado y en el fondo el palacio del virrey Amat, de este castellano al que desdeñarían los cronistas a no estar perfumado el recuerdo por un amor célebre que le ha redimido de toda olvidanza.
Pero su mayor encanto no está en los salones ni en los estucados, ni en los mármoles de las escalinatas, ni en los barandales. Está en los jardines. Es allí donde vive, serena y silenciosa, toda el alma de los tiempos pretéritos. Los huertos —esos pequeños paraísos de nuestros padres coloniales— aún viven y conservan, como éste del virrey, todo el encantador y sano refinamiento de esa época. Todavía se arrastran nudosos troncos de vid y aprisionan los pedestales. Los viejos rosales exhalan sus aromas de agonía entre las plantas salvajes que envuelven.
en las noches de luna, melancólicamente,
vienen las blancas sombras el jardín a poblar,
y flota una quimera muy triste en el ambiente
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