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Abraham Valdelomar - La mariscala

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Abraham Valdelomar La mariscala

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Biografía novelada de doña Francisca Zubiaga de Gamarra la esposa del Gran - photo 1

Biografía novelada de doña Francisca Zubiaga de Gamarra, la esposa del Gran Mariscal del Perú Don Agustín Gamarra, personajes ambos que tuvieron activa participación política en las primeras décadas de la República Peruana. Fue escrita en 1914 y publicada en enero de 1915. A decir del historiador peruano Jorge Basadre, el aporte histórico de esta obra es intrascendente, pero en cambio, si lo tiene en el plano literario. En ese sentido es una pequeña obra maestra escrita cuando su autor apenas tenía 26 años de edad. Fue el primer libro que publicó formalmente, pues hasta entonces toda su obra literaria (poesía y narrativa) había sido dada a la luz solo a través de la prensa (incluyendo dos novelas cortas por entregas: La ciudad muerta y La ciudad de los tísicos).

Abraham Valdelomar La mariscala Biografía novelada de Doña Francisca Zubiaga de - photo 2

Abraham Valdelomar

La mariscala

Biografía novelada de Doña Francisca Zubiaga de Gamarra

ePub r1.0

Titivillus 13.04.15

Abraham Valdelomar, 1915

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

LA MARISCALA Doña Francisca de Zubiaga y Bernales de Gamarra cuya vida refiere - photo 3

LA MARISCALA

Doña Francisca de Zubiaga y Bernales de Gamarra, cuya vida refiere y comenta Abraham Valdelomar, en la Ciudad de los Reyes del Perú - MCMXIV.

OFRENDA:

A la Imperial Ciudad incaica, nido de cóndores y de leyendas, hija predilecta del Sol, en cuyos palacios de piedra y de oro se deslizó la vida de magníficos señores; donde vive aún, a través de tantas desventuras, junto a la dulce melancolía de las quenas, la indómita soberbia de la Raza; a la Ciudad del Cusco, cuna de tan gran mujer, dedica estas páginas, el autor.

A. V.

Esta Mujer nacida para grandes destinos, que en el ostracismo entregara su espíritu a Dios, es una de las más completas figuras en nuestra incipiente nacionalidad. Su vida fue corriente tumultuosa de vibraciones sonoras, de inextinguibles energías. Gobernó a hombres, condujo ejércitos, sembró odios, cautivó corazones; fue soldado audaz, cristiana fervorosa; estoica en el dolor, generosa en el triunfo, temeraria en la lucha. Amó la gloria, consiguió el poder, vivió en la holgura, veló en la tienda, brilló en el palacio y murió en el destierro. Religiosa, habría sido Santa Teresa; hombre, pudo ser Bolívar.

¿Qué vida más hermética, qué castidad más pura, qué alma más blanca que la suya en el Convento? ¿Qué fiereza más arrebatadora y valor más temerario, y corazón más fuerte que el suyo, atravesando Lima al frente de su ejército, bajo el fuego graneado de los orbegosistas? ¿Qué lamentaciones más femeniles y bellas que las suyas, despidiéndose para ir al destierro? ¿Y qué corazón más generoso que el suyo, haciendo un viaje a lejano país, para recoger y adoptar al hijo del primer matrimonio de su marido? En nuestra cortísima vida republicana, tan llena de aventuras, donde se realizaron tantos hechos vituperables; donde la historia de cada hombre es sucesión de voliciones inconexas, sin método ni finalidad; en nuestra historia gubernativa tan llena de desfallecimientos musulmanes y de violencias bárbaras, de caracteres tan desiguales, de tan ilógicos métodos, tan absurdas empresas, tan locos desvaríos; historia, que parece inspirada por un dios inconsciente y paradójico; cuyas características han sido la ambición frenética, el lucro temerario, la tropical molicie, la acción prematura, la reflexión tardía y la desorientación mental, brillan algunos espíritus grandes, y entre ellos el de esta mujer, raro ejemplo de voluntad y de constancia, cuyos actos eran concordes con un ideal definido, que no abandonó su fortuna a la casualidad, que nada realizó al azar y que fue consecuente con sus principios hasta en la hora definitiva de la muerte.

Los padres, el nacimiento, las hermanas

Don Antonio Zubiaga, español de Guipúzcoa, establecido en el Perú, rico de hacienda y parco de carácter, contrajo matrimonio con la dama cusqueña Doña Antonia Bemales, persona de calidad, que brillara en su época en la capital limeña.

Viajaban, don Antonio y su mujer, camino al Cusco, cuando ésta, fue sorprendida por los preliminares del alumbramiento y llegando del pueblo llamado Huarcaray o Anchibamba, del distrito de San Salvador de Oropesa, distante cinco leguas del Cusco, dio a luz una niña que fue bautizada en Oropesa, con el nombre de Francisca, teniendo por padrino a don Juan Pascual Laza, paisano del padre. Esta niña nació en 1803 y tuvo más tarde dos hermanas, Antonia y Manuela.

A consecuencia de la guerra de emancipación, Zubiaga vióse obligado a volver a España dejando a su joven esposa en Lima. El salón de la señora Bernales abríase con frecuencia para cobijar a la buena sociedad; reputáronse sus tertulias por las mejores, y hacíanse con «música de viento», verdadero lujo en aquella época.

Antonia, la segunda hermana de Francisca, era de un carácter raro. Cuéntase de ella que padecía de «luna». Dominante, irascible y altanera, las gentes de su casa la temían. Más tarde, cuando la niña se transformó en mujer y dueña del hogar, malgrado su misticismo, precisó su carácter altivo, orgulloso y hasta cruel. Cuenta uno de sus nietos que para castigar a los esclavos, hacíales amarrar desnudos junto a una escalera donde los azotaban tan fuertemente, que sus hijas, consternadas por las lamentaciones de los infelices, arrodillábanse ante la «señora» para implorar, llorando, que cesase el martirio, y a veces éste era tan inquisitorial que, cuando los azotes volvían «carne viva» el cuerpo de los esclavos, hacíales frotar con neroniana fruición, sobre las llagas, una mezcla de sal y orines, desesperante. Bien es verdad —dice ingenuamente uno de sus nietos— que los criados le hacían cosas graves. Una vez, por ejemplo, dio uno de ellos en la rara manía de despreciar los alimentos y llenarse el estómago con tierra. La señora le hizo poner un bozal con candado que sólo se abría a las horas de comer.

Casó con un señor Rodríguez, y el tal debió ser de aquellos filósofos serenos, cuyo espíritu, lejos de torturarse ante las cosas irremediables, se conforta en la paz y la íntima contemplación. Espíritu cristiano, débil para contrarrestar el exaltado carácter de su mujer, concluyó por temerla. Y si al principio osó discutir, pasado el año de matrimonio fue siervo complaciente de doña Antonia. Un grito de ella bastaba para definir en él un estado de alma. Por el más banal pecado de un esclavo estallaba una tempestad doméstica; gritaba la ama, temblaban los criados, plañía el autor de la catástrofe, atado a la escalera, bajo el rebenque vengador, lamentábanse las chiquillas, una llama voraz invadía la mansión. El bien marido encerrábase en su alcoba, y socráticamente hacíase leer «la muy loable vida de Fray Martín de Porres», lectura que hacíale un adolescente, Miguelito Iglesias, pupilo de ese matrimonio. Así, mientras el esclavo se retorcía con los ardores de la sal, él conseguía un poco de paz para su corazón de cristiano. El adolescente que leyera la vida de Fray Martín, fue más tarde el Exmo. General don Miguel Iglesias, Presidente del Perú.

La menor hermana de doña Francisca fue doña Manuela, que con ser la flor más sensible del hogar de los Zubiaga, era digna hermana de la Presidenta. Esta señora, que fue casada con don Pedro Salmón, Administrador de la Aduana del Callao, también dominó en su hogar como una reina, llegando a ejercer tal imperio sobre su cónyuge, que por las mañanas, al salir a misa, dejaba al marido encerrado y con llave, demorábase con frecuencia más de lo que es prudente en quien, tiene en prisión a tan importante personaje, y el pobrecillo esperaba a qué la buena doña Manuela concluyera de conversar con las amigas y fuera a darle libertad.

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