Annotation
Esta novela corta de formato epistolar fue publicada en Lima, en cinco entregas de la revista La Ilustración Peruana, entre abril y mayo de 1911. La ciudad muerta tiene una fuerte influencia del modernismo y el decadentismo, corrientes entonces en boga. Es particularmente notoria la huella de Gabriele D’Annunzio (el título fue tomado de una tragedia suya publicada en 1898).
Pese a su atmósfera irreal y fantasmagórica, el crítico Luis Alberto Sánchez señala: «Lo más importante del caso Valdelomar consiste, empero, en su sensibilidad, fantasía y adjetivación. Esta última se alza contra el epíteto y prefiere la pluralidad asediante a la certera unicidad. En cuanto a lo primero, se pone de manifiesto una impresionante capacidad plástica. En cuanto a lo segundo, a la fantasía, hay en ella algo que me atrevería a calificar de adorable ingenuidad estética» (Valdelomar o la Belle Époque, 1968).
Abraham Valdelomar
LA CIUDAD MUERTA
Por qué no me casé con Francinette
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A don Juan Bautista de Lavalle, enamorado de las glorias viejas, intérprete de los lienzos antiguos, admirador religioso de todo lo que el tiempo ha deshojado y ha tornado triste y marchito, dedico estas páginas escritas sobre una ciudad de ruinas. Sea bondadoso con ellas.
A. V.Le passé, c’est un second coeur qui bat en nous...
Il bat. Quand le silence en nous se fait plus fort
cette pulsation mystérieuse est là
qui continue... Et quand on rêve il bat encor,
et quand on souffre il bat, et quand on aime il bat...
Toujours ! C’est un prolongement de notre vie...
HENRY BATAILLE
I
EN EL ÁTICA sobre el mar de Río de Janeiro, Brasil, febrero 12 de 1911.
ADORABLE Francy:
Todavía me arrepiento de haber dejado bajar a tierra a ese hombre, pero le echo la culpa a la luna. Es ella la cómplice de todos los crímenes y, en muchos casos, la instigadora. Esté usted segura, mi adorable Francinette, que cuando ella tiene esas notas de luz casi verdes como si se copiara a través de una falsa esmeralda, algo extraño está pasando sobre la tierra. Yo soy médico y he podido observar el efecto de esas nubes de luna en esos enfermos de locura y en los alucinados, en los criminales, en los neuróticos, en los artistas. En los artistas sobre todo.
La luna de Pierrot es una luna blanca y redonda, vulgar y buena, pero Pierrot no mata. La luna de Salomé, la luna bíblica, es misteriosamente bella y bajo su luz pecadora besa los labios ensangrentados de Jokanahan. A veces creo, encantadora amiga, que la luna que brillaba sobre C** no era la luna que iluminó los caminos del Señor, ni la que bañó de plata los trigales del Egipto, ni la que se copiaba en el lago cuando se forjó la leyenda sublime del Imperio del Sol. Esa luna ha debido ser la luna de Venecia de los Dux, la que alumbró a los fundadores de Inglaterra, la que dio su color a Catalina II y guía hacia el amor el barco nacarado de Marco Antonio. Cómo me vienen a la memoria los versos de este admirable espíritu:
Dime, ¡oh, reina de la noche!, si en tu lánguido semblante
palideces hay de vicios o blancuras de inocencia.
Si Ud. —¿se acuerda?— en el saloncito del Continental, cuando estábamos de novios, no me hubiera contado el motivo de su viaje a América, yo me habría casado, amiga mía, porque la amaba entrañablemente, la amo aún. Mi amor, Francy, ha salido de una tonalidad infinita y única. ¿Por qué me lo dijo usted en vísperas de casarnos, cuando hacía ya quince meses que nos conocíamos? Después de aquella noche no debíamos vernos más. Entre nosotros se elevaba sombría, siniestra la figura de Henri. Y usted que ignoraba, que ignora todavía la hora negra.
Es necesario que conozca esta horrible verdad para que disculpe mi conducta que a no escribirla esta carta no sería la de un caballero y crea usted, Francinette, que lo he sido y lo seré siempre. Aquella noche —¿se acuerda?— la luna estaba casi verde también. Usted quiso hacerme una confidencia a la que tenía derecho porque debíamos casarnos ocho días más tarde y empezó a contarme cómo había usted conocido a Henri desde niño, cómo habían crecido casi juntos y cómo, antes de casarse, Henri pensó en su viaje a América rentado por su editor después de su novela Misterio y cómo al volver a Francia debían ustedes casarse y pasar la temporada en Ostende.
Luego se ensombreció su rostro y dolorida me dijo usted que Henri no volvió nunca a Francia, que su última carta la recibió usted fechada en C**, donde yo viví tanto tiempo, sin saberlo usted, y que abandoné para radicarme en M**, donde nos conocimos. Es, concluyó usted, el motivo de mi viaje; pero estoy segura que yo no encontraré jamás a Henri en el mundo, lo he perdido para siempre. Después —no me olvidaré nunca— nos despedimos. Eran más de las once y yo tomé el barco aquella misma noche para viajar siempre, viajar eternamente, lejos de la paz de las poblaciones que me recuerdan a Henri y de los puertos encantadores que me la evocan a usted, Francinette.
Ahora le escribo desde la alta mar que baña Río de Janeiro. Pronto llegaremos al puerto donde dejaré esta carta. ¿Llegará?... No llegará. Por lo menos yo la habré escrito. Ahora haga ánimo y escuche mi relato.
II
HENRI D’Herauville tenía el gesto de lo insondable. Usted lo sabe: todos los hombres de gran talento tienen un gesto particularísimo. Hugo tenía un gesto de fiera acorralada: en él eran los ojos de Byron, el del insaciable, el gesto de los golosos de amor no satisfechos nunca. Sarah, el gesto de toda su raza en éxodo, una mirada nómada, casi bíblica. Mendelssohn, el de la pavura. Cervantes, el de la seguridad. D’Annunzio, el del convencimiento.
Henri había venido a C**, el puerto, por conocer la ciudad vieja que se extiende detrás a tres kilómetros del mar. Yo era médico en C** y tenía que recibir el barco. El Jeroboam llegó a la bahía a las doce en plena noche, con un mar agitadísimo y con una patente sucia. Opté por no recibirlo y dejar en cuarentena el barco. Estaba en el camarote del piloto, habiendo salido éste, cuando se acerca a mí un caballero y me dice en español con marcado acento francés:
—¿Es usted, señor, el médico que debe recibir el barco...?
—Sí, caballero, pero pienso no recibirlo. Trae sucio el patente...
—Necesito bajar a tierra esta misma noche, doctor. Debemos estar pocos días —tres o cuatro— y si éstos los gastamos en arreglar el patente, no podré conocer la ciudad vieja ni los subterráneos. Venir de Vendôme para conocer los subterráneos de una ciudad colonial de América y no poder llegar a ellos...
—¿Usted es parisién?
—Francés, pero no parisién. Ha debido usted alguna vez leer mi nombre —agregó el caballero sonriendo—. Me llamo Henri D’Herauville.
—¿D’Herauville?... Oh, si he leído sus libros...
—¿Bajaremos, doctor?... (¿y la patente sucia?).
—Bajaremos, caballero.
Y esa noche ocupaba tranquilamente un departamento del Insular-Hotel, después de haberme invitado a cenar. En la cena se limitó a pedirme ciertos datos y concluyó aquélla dándome un apretón de manos:
—Espero a usted mañana a la hora del desayuno... ¿vendrá usted?...
—Vendré, señor D’Herauville...
Aquella noche saqué del armario Misterios de mi nuevo amigo y leí casualmente la página del silencio. Aquel hermoso capítulo que usted conocerá, Francinette, ese artículo de las perspectivas, de las proporciones y de los gestos; aquella pintura de Little Tich tan intensa y tan gráfica del silencio, que el autor de «El cuervo» no la habría soñado mejor. Usted sabe las imágenes macabras, lorrenescas que provoca el libro de Henri; los locos serían capaces de volver a la razón con sus narraciones.