San Agustín - La Ciudad de Dios
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- Libro:La Ciudad de Dios
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- Editor:FV Éditions
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- Año:2015
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Ilus. Portada : Pixabay.com
traducción de José Cayetano Díaz de Beyral
ISBN 979-10-299-0039-6
Todos Los Derechos Reservados
Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los vencidos que se guarecían en lo s templos
Pero ¿qué necesidad hay de discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las que no perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos? Observemos a los mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos a fondo sus prendas, en cuya especial alabanza se dijo: «que tenían por blasón perdonar a los rendidos y abatir a los soberbios»; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos que ejecutar en sus cervices la venganza. Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar su dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan exceptuado de sus rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se acogían a su sagrado. ¿Diremos, acaso, que así lo practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una particularidad tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo, famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad, queriendo se observase rigurosamente este precepto, a pesar de ser los siracusanos sus enemigos. Y para que todo esto se ejecutase como apetecía, antes que como vencedor mandase acometer y dar el asalto a la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza a todo el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en talo cual templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se pasaron en silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en los reales a favor de la honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la ciudad de Tarento, es celebrado porque no permitió se saqueasen ni maltratasen las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de que, consultándole su secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los dioses, de las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos, manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que estaban armadas, dijo con donaire: «Dejémosles a los tarentinos sus dioses airados.» Pero, supuesto que los historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni el donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación de éste, ¿cómo lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por reverencia a alguno de sus dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el templo?
Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles
¿Qué furor de gentes extrañas, qué crueldad de bárbaros se puede comparar a esta victoria de ciudadanos conseguida contra sus mismos ciudadanos? ¿Qué espectáculo vio Roma más funesto, más horrible y feroz? ¿Fue, por ventura, más inhumana la entrada que en tiempos antiguos hicieron los galos, y poco hace los godos, que la fiereza que usaron Mario y Sila y otros insignes varones de su partido, que eran como lumbreras de esta ciudad, con sus propios miembros? Es verdad que los galos pasaron a cuchillo a los senadores y a todos cuantos pudieron hallar en la ciudad, a excepción de los que habitaban en la roca del Capitolio, los cuales se defendieron por todos los medios. Con todo, a los que se habían guarecido en aquel lugar les vendieron a lo menos las vidas a trueque de oro, las cuales, aunque no pudieron quitárselas con las armas, sin embargo pudieron consumírselas con el cerco. Y por lo que se refiere a los godos, fueron tantos los senadores a quienes perdonaron la vida, que causa admiración que se la quitasen a algunos; pero, al contrario, Sila, viviendo todavía Mario, entró victorioso en el mismo Capitolio (el cual estuvo seguro del furor de los galos), para ponerse a decretar allí las muertes de sus compatriotas; y habiendo huido Mario, escapando para volver más fiero y más cruel, éste, en el Capitolio, por consultas y decreto del Senado, privó a infinitos de la vida y de la hacienda; y los del partido de Mario, estando ausente Sila, ¿qué cosa hubo de las que se tienen por sagradas a quien ellos perdonasen, cuando ni perdonaron a Mucio, que era su ciudadano, senador y pontífice, teniendo asida con infelices brazos la misma ara, adonde estaba -como dicen- el hado y la fortuna de los romanos? Y aquella última tabla o lista de Sila, dejando aparte otras innumerables muertes, ‘no degolló ella sola más senadores que los que fueron maltratados por los godos?
De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo
¿Con qué ánimo, pues, con qué valor, desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se atreven a imputar aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus propios autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con ellas se tuvo a aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente destruida), nacieron mucho antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de malvadas causas, después de la guerra de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y vendido por Sila, y el otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y Catulo, y de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería sostener; siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del partido de Sila, a cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo cual no podía tolerar César, por no ser tanto como él; pero al fin logró conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y muerto a Pompeyo.Finalmente, continuaron las guerras hasta el otro César, que después se llamó Augusto -en cuyo tiempo nació Jesucristo- y porque también este Augusto sostuvo muchas guerras civiles, y en ellas murieron innumerables hombres ilustres, entre los cuales uno fue Cicerón, aquel elocuente maestro en el arte de gobernar la República. Asimismo Cayo César (el que venció a Pompeyo y usó con tanta clemencia la victoria), haciendo merced a sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera tirano y se conjugaron contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la libertad republicana, y le dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder absoluto y gobierno déspota parece aspiraba después Antonio, bien diferente de él en su condición, contaminado y corrompido con todos los vicios, a quien se opuso animosamente Cicerón, bajo el pretexto de la misma libertad patria. Entonces comenzó a descubrirse el otro César, joven de esperanzas y bella índole, hijo adoptivo de Cayo julio César, quien como llevo dicho, se llamó después Augusto. A este mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de Antonio, favorecía Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo de Antonio, restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan obcecado y era poco previsor de las consecuencias futuras, que el mismo Octavio, cuya dignidad y poder fomentaba, permitió después, y concedió, como por una capitulación de concordia, a Antonio, que pudiese matar a Cicerón, y aquella misma libertad republicana, en cuyo favor había perorado tantas veces Cicerón, la puso bajo su dominio.
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