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J. J. Ben?tez - Ricky B.: una historia ?oficialmente? imposible

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    Ricky B.: una historia ?oficialmente? imposible
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Ricky B.: una historia ?oficialmente? imposible: resumen, descripción y anotación

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J. J. Benítez

Ricky B.

Una historia «oficialmente» imposible

Título original: Ricky B. Una historia «oficialmente» imposible

J. J. Benítez, 1997

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2


Primera parte

Los heterodoxos piensan, hablan,

escriben y actúan para unos pocos.

Si usted pertenece a la gran masa,

si jamás mira al cielo o hacia sí

mismo, no se moleste en leer esta

investigación. No comprenderá…

J. J. BENÍTEZ


A Blanca,

que me acompañó hasta

el final.

USA Lunes 2 de septiembre 1996 05 horas Cruzo el Distrito - photo 1


USA

Lunes, 2 de septiembre (1996).

05 horas.

Cruzo el Distrito Federal sin tropiezos. Continúa lloviendo.

Aeropuerto internacional Benito Juárez.

«¡Vaya por Dios!… Empezamos bien. El tráfico aéreo es una espesa tela de araña».

El vuelo de United Airlines despega con retraso. Según mis cuentas, con veintiocho minutos y treinta segundos.

«¡Solo falta que llegue tarde a la cita con Ricky…!». Y al miedo, a ese indeseable «compañero» de viaje, se une el nerviosismo.

«Bien… ¡Ahí voy!».

El cronómetro señala las ocho horas, treinta y seis minutos y diez segundos.

«¡Adiós…, México!».

Y por delante… ¡dos mil millas!

Abro el cuaderno de «bitácora». Y examino las imágenes de Ricky, la supuesta alienígena… por enésima vez.

Me la sé de memoria…

«¿Será realmente uno de "ellos"?… No, me niego a pensar… Ahora no…».

Y me aferro al cuestionario. Y lo repaso. Y lo corrijo…

—¿Café?

—Claro, señorita… Todo el café del mundo.

Y la azafata observa de reojo las fotografías de la bella «gringa».

Y comenta, guiñándome el ojo:

—Su novia es muy guapa…

Sonrío sin ganas.

«Si tú supieras…».

10.30, hora local.

Aterrizaje impecable.

Aplausos para el capitán Khein.

Y la gran metrópoli norteamericana resplandece altiva en el horizonte.

«¡Ha llegado el momento!».

Y al abandonar el avión sucede «algo»…

«¿Dónde está el "compañero"?… ¿Qué ha sido del punzante e implacable miedo?».

Y con paso rápido, camino del control de pasaportes, me respondo atónito:

«Sí, me siento tranquilo… Extrañamente en paz…».

Examino las manos.

Pulso normal.

«Pero ¿dónde ha ido a parar el familiar y penoso temblor de hace unas horas?».

Inspiro hondo y sonrió para mis adentros…

«¡La "fuerza"!… ¡Ha regresado!…».

«¡ Merdi vienne …, "Abuelo"!».

Y busco… Busco en los interminables y funcionales pasillos…

«¡Un teléfono!… ¡Necesito un teléfono!… ¡Ricky espera mi llamada!».

Más sorpresas…

«¡Mierda!…».

Cientos de orientales —los inevitables y omnipresentes japoneses— hacen cola frente a las cabinas de inmigración.

10.40.

«¡Inaudito!…

»Uno de los aeropuertos más concurridos del mundo y no veo un solo teléfono…».

«Empujo» con la mente. Inútil. El funcionario no tiene prisa.

10.50.

«Ya falta menos…».

Una treintena de nipones me separa de la línea verde.

Los nervios protestan… y yo también. Primer susto.

Un inspector se acerca a la fila.

¡Y me «elige»!…

«No me extraña… Al lado de tanto "mini-japonés" debo de parecer el Michael Jordan ese…».

Y exige los papeles.

¿Motivo de su visita a Estados Unidos?

Y dudo…

«¿Qué respondo? ¿Cómo le explico? ¿Cómo le digo que intento reunirme con una mujer que —quizás— "es y no es humana"? ¿Podrá entenderlo y entenderme? ¿Será capaz de admitir que una supuesta compatriota suya —Ricky— no es lo que parece? ¿Cómo hablarle de extraterrestres… infiltrados entre nosotros?».

Y me escurro con un lacónico y aséptico… «profesional…, motivo profesional».

Pero el funcionario, insatisfecho, trata de desnudarme con la mirada.

Y me digo:

«Lo tienes crudo…».

No sé por qué —quizás porque soy un malvado—, pero estas situaciones me divierten…

Y desconfiado y minucioso, hojea de nuevo el pasaporte.

«Calma —insisto mentalmente—. Sobre todo, calma…».

Y revuelvo en el ático de las excusas, buscando un motivo (?) medianamente creíble. Pero, de momento, no aparece…

Y el lance —¡dichoso Destino!— se envenena.

De pronto se detiene en una de las hojas. Lee y regresa a mis ojos. Y adivino una incipiente y velada agresividad.

Señala uno de los sellos ovoide —en rojo, para mayor desgracia— y se arma hasta los dientes…

«¡Vaya por Dios!… ¡También es mala pata!».

Y montado en la sospecha, agrio por dentro y por fuera, pregunta:

—¿Profesión?

Aquel sello —estampado por la República de Cuba— enciende al individuo.

—Periodista —replico al punto y con orgullo—. Y el inspector aprieta…

—¿Es usted comunista?

Y frío como el mármol me apunto a un juego divertido…, y peligroso.

—Currista… Soy currista.

Pero el obtuso, obviamente, no capta la «larga cambiada».

«¿Cómo traducir al inglés una expresión tan taurina?».

—¿Caguista?

Y sujetando la risa con dificultad repito desafiante:

—¡Currista!… ¡De Curro!

Y el muy traidor se destapa: ¡habla español! Menos mal que no he mentado a su señor padre…, entre dientes.

Y exige de nuevo una explicación.

—¿Cuguista?… ¿Qué es cuguista?

Y me ensaño…

—El régimen político-social perfecto, amigo.

Y atónito, insiste…

—¿En España son cuguistas?

Y me adorno a lo Curro Romero…

—Solo los inteligentes…

Y perplejo, se «cierra en tablas».

—Pero, vamos a ver… ¿eso es democrático?

Y lo descabello…

—Dígame… ¿es Dios democrático?

Oreja y vuelta al ruedo…

Y con una estudiada y oportuna sonrisa pongo fin a la «faena».

Y el «gringo», en las nubes, se suaviza.

«¡Gracias, Curro!».

—Está bien, señor cuguista…, pero ¿a qué viene exactamente?

Y suelto otra verdad. Mejor dicho, media verdad…

—Estoy citado con una «estrella»…

Y el funcionario, temiendo una nueva fresca, se rinde.

—¿De cine?… ¡Qué suerte!… ¡Que tenga un buen día!

Y al recuperar el pasaporte redondeo la frase mentalmente: «Sí…, una "estrella" del firmamento…

»Nunca mejor dicho».

11.04.

—Mi turno… ¡Al fin!

Y el policía repasa y verifica el impreso de entrada.

Contempla la fotografía de aquel descarado y levanta la vista, examinándome.

Sostengo la escrutadora mirada.

Finalmente teclea aburrido en el diminuto ordenador.

Y leo con él:

«No existe».

La clave —equivalente a «estar limpio» de antecedentes— me libera.

Y el sello, golpeando el pasaporte, suena a pistoletazo de salida.

«Autorizado el ingreso en USA… Ahora sí… Ahora empieza la gran carrera. Y Ricky es la meta».

Y vuelo por los pasillos…

«¿Reconocerá la verdad?… ¿Aceptará que no es de aquí?… ¿Admitirá la aparentemente fantástica versión del ingeniero?… ¿O me mandará a paseo? Pronto saldré de dudas… Muy pronto…».

11.10.

«¡Un teléfono!… Pero ¿qué pasa en este maldito aeropuerto? ¡Necesito un teléfono!».

Y el Destino (?) tensa la cuerda…

¡Cuán sabio es!

Y rebusco en los bolsillos. Y en la bolsa de mano que me acompaña…

«¡Nada!… ¡Ni un centavo!».

Con los nervios y las prisas he olvidado lo más importante: moneda fraccionaria…

Pregunto. Subo. Vuelvo a bajar. Corro…

Y en la estúpida «caza» de los coin procuro animarme:

«Estoy cerca…, sí… Ricky está ahí fuera… ¡Voy a conocerla!… ¡La verdad es mía!».

¡Pobre iluso!

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