Todo parte del intercambio imposible. Lo incierto del mundo es que no tiene equivalente en lugar alguno y que no se puede canjear por nada. La incertidumbre del pensamiento es que no se puede canjear ni por la verdad ni por la realidad. ¿Es el pensamiento el que hace caer al mundo en la incertidumbre o todo lo contrario? También este interrogante forma parte de la incertidumbre.
No existe un equivalente para el mundo. En esto consiste precisamente su definición, o su indefinición. Sin equivalente no hay doble, ni representación, ni espejo. Cualquier espejo seguiría formando parte del mundo. No hay sitio para el mundo y para su doble al mismo tiempo. Por lo tanto, no hay verificación posible del mundo, razón por la cual la «realidad» es una impostura. Sin verificación posible, el mundo es una ilusión fundamental. Aunque se verifique localmente, la incertidumbre del mundo en su globalidad es inapelable. No hay cálculo integral del universo —¿quizá un cálculo diferencial?—. «El universo, formado por innumerables conjuntos, no constituye en sí un conjunto». (Denis Guedj).
Así ocurre con cualquier sistema. La esfera económica, esfera de todos los intercambios, considerada en su globalidad, no se canjea por nada. No existe en ningún sitio una equivalencia metaeconómica de la economía, nada por lo que canjearla como tal, nada para rescatarla en otro mundo. Es, por así decirlo, insolvente, insoluble en todo caso para una inteligencia global. También está, pues, aquejada de una incertidumbre fundamental.
Aunque desee ignorarlo, esta indeterminación induce, en el corazón mismo de la esfera económica, la fluctuación de sus ecuaciones y de sus postulados y, por fin, su desviación especulativa, en la interacción alocada de sus criterios y sus elementos.
Las otras esferas, política, jurídica, estética, están afectadas por la misma inequivalencia, y por ende, por la misma excentricidad. Literalmente no tienen sentido en el exterior de ellas mismas, y no se pueden canjear por nada. La política está cargada de signos y de sentidos, pero carece de ellos vista desde el exterior, no hay nada que la pueda justificar a un nivel universal (todas las tentativas de fundamentar la política en un nivel metafísico o filosófico han fracasado). Absorbe todo lo que se acerca a ella y lo convierte en su propia sustancia, pero ella misma no es capaz de convertirse o de reflejarse en una realidad superior que le pueda dar un sentido.
También en este caso, esta equivalencia imposible se manifiesta en la indecidibilidad creciente de sus categorías, de sus discursos, de sus estrategias y de sus retos. Proliferación de lo político, de su puesta en escena y de su discurso, a la medida misma de su ilusión fundamental.
Hasta en la esfera de lo vivo y de lo biológico la incertidumbre es grande. Los esquemas de investigación, de experimentación genética, se ramifican hasta el infinito, y cuanto más se ramifican, más queda en suspenso la cuestión crucial: ¿quién gobierna la vida, quién gobierna la muerte? Por muy complejo que sea, el fenómeno de la vida no puede canjearse por una finalidad última. No es posible concebir al mismo tiempo la vida y su razón última. Y esta incertidumbre invade lo biológico, haciendo que, al hilo de los descubrimientos, sea también cada vez más especulativo, no por incapacidad provisional de la ciencia, sino porque se aproxima a la incertidumbre definitiva que es su horizonte absoluto.
En el fondo, la transcripción y el balance «objetivo» de un sistema global no tienen más sentido que la evaluación del peso de la tierra en billones de toneladas, cifra desprovista de sentido, salvo que se trate de un cálculo interno al sistema terrestre.
Metafísicamente ocurre lo mismo: los valores, las finalidades y las causas que delimitamos solo valen para un pensamiento humano, demasiado humano. Son irrelevantes respecto a cualquier otra realidad (quizá incluso respecto a la «realidad» sin más).
Ni siquiera la esfera de lo real se puede canjear por la del signo. Con su relación ocurre como con la flotación de las monedas: se vuelve indecidible y su ajuste es cada vez más aleatorio. Una y otra se vuelven especulativas, cada una en su terreno. La realidad se hace cada vez más técnica y efectiva, todo se realiza incondicionalmente, pero sin que pase a significar nada. Y los metalenguajes de la realidad (ciencias humanas y sociales, lenguajes técnicos y operativos) se desarrollan también en orden excéntrico, a imagen de su objeto. En cuanto al signo, pasa a la simulación y la especulación pura del universo virtual, el de la pantalla total, por el que planea la misma incertidumbre sobre la realidad y sobre la «realidad virtual» desde el momento en que se disocian. Lo real deja de tener fuerza de signo y el signo deja de tener fuerza de sentido.
Cualquier sistema se inventa un principio de equilibrio, de intercambio y de valor, de causalidad y de finalidad, que actúa sobre oposiciones establecidas: las del bien y el mal, lo verdadero y lo falso, el signo y su referente, el sujeto y el objeto; es decir: todo el espacio de la diferencia y de la regulación a través de la diferencia que, mientras funciona, garantiza la estabilidad y el movimiento dialéctico del conjunto. Hasta aquí, todo va bien. Cuando deja de funcionar esta relación bipolar, cuando el propio sistema entra en cortocircuito, engendra su propia masa crítica y se abre a una desviación exponencial. Cuando ya no queda sistema de referencia interno, ni equivalencia «natural», ni finalidad por la que canjearse (como ocurre entre la producción y la riqueza social, entre la información y el acontecimiento real), entonces entramos en una fase exponencial y en el desorden especulativo.
La ilusión de lo económico es haber pretendido fundamentar un principio de realidad y de racionalidad en el olvido de esta realidad definitiva del intercambio imposible. Ahora bien, este principio solo es válido en el interior de una esfera artificialmente circunscrita; fuera de este ámbito todo es incertidumbre radical. Y esta misma incertidumbre, exiliada, prescrita, se infiltra en los sistemas y se contenta con la ilusión de lo económico, la ilusión de lo político, etc. Este mismo desconocimiento los empuja a la incoherencia, a la hipertrofia, y de algún modo los lleva a la aniquilación. Porque precisamente desde el interior, por su propio exceso, los sistemas queman sus propios postulados y se desploman sobre sus cimientos.
En otras palabras: ¿Ha habido alguna vez una «economía», una organización del valor que tenga una coherencia estable, un destino universal, un sentido? En términos absolutos, no. Es más, ¿ha habido alguna vez algo «real»? En este abismo de incertidumbre, lo real, el valor, la ley, son excepciones, fenómenos excepcionales. La ilusión es la regla fundamental.
Todo lo que desea canjearse por otra cosa acaba tropezando con el Muro del Intercambio Imposible. Los intentos más concertados y más sutiles de hacer que el mundo represente un valor, de darle un sentido, chocan con esta barrera infranqueable. Y lo que no se canjea por nada prolifera de forma delirante. Los sistemas más estructurados no pueden por menos de desajustarse ante la reversión de esta Nada que los invade. Y no estamos hablando de una catástrofe futura; aquí y ahora, de aquí en más, todo el edificio del valor se canjea por Nada.