II. EL CASO PETRASHEVSKI
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Cierto día de finales de abril de 1849, el senador K. N. Lebedev, respetable dignatario del Imperio ruso, escribió en su diario (no publicado hasta el presente siglo) la siguiente anotación: “Toda la ciudad está preocupada por el arresto de algunos jóvenes (Petrashevski, Golovinski, Dostoievski, Palm, Lamanski, Grigoriev, Mijailov y muchos otros) quienes, se dice, llegan a sesenta. Este número crecerá, sin duda, con el descubrimiento de vínculos con Moscú y con otras ciudades. El caso es importante, no por sí mismo, sino por el mero hecho de que haya podido ocurrir [...]. Hasta donde se sabe (y muy poco se conoce) en el hogar del joven Petrashevski, quien fue estudiante del Colegio [en Tsarkoe Selo], había reuniones de amantes de los discursos y de oradores, quienes hablaban ya del tema campesino, ya acerca de reformas en varios departamentos de gobierno, ya respecto de nuestra relación con los disturbios occidentales [es decir, las revoluciones de 1848]. Los gárrulos ponían por escrito sus nombres antes de hablar; así pues, constituían algo parecido a un club [político].”
Estas palabras nos dan una idea de los inquietantes rumores que corrían por San Petersburgo a finales de la primavera de 1849; rumores provocados por la detención de los miembros del círculo Petrashevski la noche del 22 de abril, o más bien, según era la costumbre, en las primeras horas del día 23. La orden de arresto había sido emitida el día anterior por Nicolás I, después de haber leído el zar el informe que le había preparado el conde A. I. Orlov, director de la Tercera Sección de la Cancillería Imperial de su Majestad (más familiarmente conocida como la policía secreta). Las reuniones de los viernes por la noche del círculo Petrashevski, a pesar de que nunca se había hecho ningún intento por encubrirlas, estuvieron bajo observación durante más de un año. Por lo general, una investigación de esta naturaleza habría sido encomendada a la policía secreta; pero Nicolás se había sentido descontento con su reciente desempeño, y el conde Orlov aceptó que se hiciera cargo el ministro de Asuntos Internos. La averiguación fue encargada a I. P. Liprandi, experimentado oficial, quien, habiendo sido jefe de la policía militar y política en París bajo la ocupación rusa, después de la derrota de Napoleón, era considerado como extraordinariamente preparado para la tarea de descubrir conspiradores subversivos.
Al hacerse cargo, Liprandi ordenó de inmediato que se instalara una parada de carruajes de alquiler enfrente del apartamento de Petrashevski. Los conductores demostraron tener una desacostumbrada buena voluntad para llevar a cualquier parte y con tarifas mínimas a los asistentes a las reuniones.
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Cuando empezaron a propagarse los rumores del arresto, todos en Petersburgo se hacían la misma pregunta formulada por el zar: ¿Consistían las reuniones en sólo “charla ociosa”, o tenían un propósito más siniestro y resuelto? El senador Lebedev, quien estaba muy bien relacionado, habló con Liprandi y recibió una respuesta. “Hoy me encontré con I. P. Liprandi en el Pasaje [una arcada cubierta] y entabló una conversación franca con respecto a nuestros niños-conspiradores, quienes están ahora en la fortaleza. Él inició este caso, y está muy familiarizado con él, por ser miembro de la Comisión [encargada de examinar los libros y los documentos de los sospechosos]. El caso, en su opinión, es extremadamente importante, y debe terminar con la pena de muerte. Esto es terrible. No suponía que fuera nada maduro ni decisivo.” Lebedev hizo una cita para comer al día siguiente con Liprandi, y el siniestro oficial prometió al senador que le mostraría los documentos del caso.
El senador Lebedev se mostró escéptico porque, como muchos otros en el pequeño y exclusivo mundo de la burocracia de Petersburgo, tenía amistad con algunos de los jóvenes arrestados, quienes pertenecían a familias a las que él frecuentaba. “Conociendo a dos de ellos —escribe—, a Kolya Kashkin y a Vasya Golovinski [usa afectuosamente la forma hipocorística rusa en ambos nombres], yo (y repito esto) no puedo imaginarme nada maduro, y atribuyo todo a un entusiasmo inestable.” Tampoco las pruebas que le fueron mostradas durante su visita a Liprandi lo indujeron a modificar su opinión: “Estuve allí, vi el acta de acusación, leí los documentos y manuscritos, al igual que los papeles confiscados; y sin embargo, no encuentro en ellos la importancia que algunos desean darle a este caso. Muchos están involucrados; en particular Petrashevski y Speshnev [...]. Pero en todos estos papeles descubro sólo estupidez, bromas de escolares, travesuras insignificantes.”
Era ampliamente compartida la opinión de que el círculo de Petrashevski no podía ser considerado seriamente como una amenaza, y se siguió manteniendo esta opinión incluso después de que el caso hubo concluido. P. V. Annenkov, el más perspicaz observador de la vida sociocultural rusa de ese momento, también creía que el caso Petrashevski había sido exagerado más allá de toda proporción. “El otoño del año que está terminando —escribió en su libreta de apuntes durante el invierno de 1849-1850— se caracterizó por el término, finalmente, de las pesquisas concernientes a la conspiración de Petrashevski, las cuales produjeron a toda la sociedad, por completo inocente de conspiración, demasiadas dificultades y terror.”
Es mucho lo que permanece confuso en el caso Petrashevski. Las numerosas preguntas que suscita, a menos que se descubran nuevos documentos, fácilmente pueden quedar sin respuesta. Pero es muy probable, considerando lo que se ha comprobado durante ciento treinta años, que la verdad resida, como sucede con frecuencia, entre los dos extremos. Liprandi estaba equivocado al creer que el grupo de Petrashevski, considerado en conjunto, fuera “una organizada agrupación de propaganda”, con tentáculos que llegaban a muchas ciudades, que preparaba “mentes en todas partes para una insurrección general”. Principalmente era, como expresó Annenkov, sólo un lugar de conversación, donde las personas se reunían “simplemente [para] leer sus proyectos sobre la emancipación de los campesinos, para el mejoramiento de la construcción naval, y sus observaciones acerca de la verdadera condición interna de Rusia”; o incluso, solamente porque “les agradaban las excelentes cenas que proporcionaba [Petrashevski] los viernes”.
Los miembros de este grupo secreto jamás admitieron, ni entonces ni después, que existiera. De hecho, permaneció desconocido hasta que su existencia fue revelada en una carta que vio la luz pública por primera vez en mil novecientos veintitantos. Sin embargo, uno de los miembros de esta sociedad secreta, Feodor Dostoievski, hizo insinuaciones de ella mucho tiempo antes a su segunda esposa, quien repitió sus palabras a su marido Orest Miller, primer biógrafo. Refiriéndose a un libro acerca del caso Petrashevski, que fue publicado en 1875 en Leipzig, Dostoievski dijo que era “verdadero, mas no completo”. “Yo —explicó— no encuentro mi papel en él [...]. Muchas circunstancias han sido ignoradas por completo. Toda una conspiración ha desaparecido.” Esta “conspiración” era la que la sociedad secreta de Speshnev había tratado de organizar, y la cual, debido a los arrestos, había quedado cercenada antes de que tuviera capacidad real para iniciar su labor de propaganda. Y Dostoievski sabía muy bien que, si se habían borrado tan completamente las huellas de la sociedad, se debía en gran parte a que él había luchado con inquebrantable firmeza y éxito para ocultarla de la Comisión de Investigaciones.
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Diez años después de aquella fatídica noche del 22 al 23 de abril, cuando le pidieron que escribiera algo en el álbum de recuerdos de la hija de su amigo A. P. Milyukov, Dostoievski garabateó una vivida descripción de las circunstancias de su arresto, tal vez porque Milyukov y su familia estaban íntimamente relacionados con sus recuerdos de aquellos atormentadores acontecimientos. Despertado a las cuatro de la mañana por un oficial que llevaba el uniforme azul claro de la policía secreta, flanqueado por guardias armados y por el jefe de policía de ese distrito, Dostoievski, soñoliento, observó el desmañado y casi cómico registro de su alojamiento y la confiscación de sus documentos. Después fue llevado en un carruaje, acompañado por el oficial y el policía, hasta el conocido cuartel general de la Tercera Sección, cercano a los Jardines de Verano. Allí encontró mucho revuelo y agitación. Llegaban carruajes a cada momento, procedentes de diversas partes de la ciudad. Dostoievski escribe con malicia: “Encontré a muchos conocidos. Todos estaban soñolientos y silenciosos. Un caballero, burócrata pero de alto rango, nos hacía los honores [...]. Caballeros con uniforme azul claro seguían arribando ininterrumpidamente con varias víctimas.”