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Fiódor M. Dostoievski - Diario de un escritor

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Fiódor M. Dostoievski Diario de un escritor

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«Esta obra singular, concebida por el autor como interludio entre novelas o trabajo preparatorio para El adolescente y Los hermanos Karamázov, es imprescindible para conocer y comprender al escritor y a la persona.» Jesús García Gabaldón, El País. A raíz de aceptar la dirección de la revista El Ciudadano, comenzó a redactar el que habría de ser su libro más personal, extraño y desconocido. En Diario de un escritor el gran novelista ruso privilegia su compromiso moral con los sucesos más acuciantes de su tiempo, a través de una entreverada mezcla de géneros ?autobiografía, ficción, ensayo, crónicas judiciales, necrológicas, estampas de costumbres, breves tratados sobre el carácter nacional-, de la que resulta un experimento de arte integral, un triunfo de la pasión por la libertad humana. En esta selección del inmenso cajón de sastre que es el Diario, impecablemente confeccionada y traducida por Víctor Gallego, se ha prescindido de consideraciones y polémicas hoy trasnochadas. Dos temas obsesivos, profundamente dostoievskianos, recorren sus páginas: los malos tratos a los niños en la familia y las causas de los suicidios. Junto a la ardorosa defensa de la piedad y la justicia, se encuentran también aquí los mejores relatos del autor: «La mansa», «El sueño de un hombre ridículo», «El mujik Marei» y, en especial, «Bobok», que constituye, según Bajtin, «casi un microcosmos de toda su obra».

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Índice Introducción El lunes 26 de enero de 1881 Vera una de las hermanas de - photo 1
Índice Introducción El lunes 26 de enero de 1881 Vera una de las hermanas de - photo 2

Índice

Introducción

El lunes 26 de enero de 1881 Vera, una de las hermanas de Dostoievski, llegó de visita a casa del escritor. En medio de la cena, con escaso tacto y sin apenas circunloquios, aludió a un asunto enojoso que había enfrentado a todos los hermanos y había acabado en los tribunales de justicia, donde por fin se había dictado sentencia, después de diez años de litigios y enfrentamientos. La causa de las desavenencias había sido una cuantiosa herencia dejada por una tía y su posterior reparto. Las hermanas habían mandado a Vera como una especie de intermediaria, encargada de recordar al escritor las cantidades económicas que estaba obligado a desembolsar en compensación por la extensa propiedad que había recibido. A Dostoievski no le gustaba que se hablara en la mesa de cuestiones de dinero, y menos de un asunto tan delicado y espinoso; poco a poco los ánimos de todos los comensales fueron soliviantándose y la discusión subiendo de tono. En un momento determinado, harto de contender y disputar, Dostoievski se levantó de su silla y se encaminó a su despacho. A poco de entrar, sintió que tenía las manos húmedas. Cuando se las miró, se dio cuenta de que estaban cubiertas de sangre: la tensión y el acaloramiento de la discusión le habían producido una hemorragia.

Al cabo de algún tiempo, estando presente ya el médico, sobrevino una segunda hemorragia, esta vez tan violenta que el escritor acabó perdiendo el sentido. Acudieron varios facultativos, pero era evidente que ya no se podía hacer nada por el enfermo. Cuando recobró el conocimiento, Dostoievski pidió a su mujer que llamara a un sacerdote, pues quería confesarse y comulgar. A continuación, recibió a sus hijos, a quienes bendijo y rogó que vivieran en paz. Luego suplicó a su mujer que leyera la historia del hijo pródigo y, una vez concluida la lectura, les dijo a sus hijos, a modo de enseñanza, que los quería con toda el alma, pero que, por muy grande que fuera su amor, no era nada comparado con el que les profesaba Dios: «Vosotros sois sus hijos, de modo que humillaos ante Él igual que el hijo pródigo se humilló ante su padre. Solicitad Su perdón, y Él se alegrará, como el padre se alegró del hijo pródigo».

La noche del 28 de enero, después de una nueva hemorragia, el escritor pidió a su esposa que fuera a buscar el Nuevo Testamento. Era el mismo ejemplar, ya viejo y desgastado, que muchos años antes había recibido de manos de las mujeres de los decembristas, camino de Siberia. Según el testimonio de su hija, «Dostoievski no quiso separarse nunca de su viejo Evangelio del presidio, de ese amigo fiel que le había consolado durante el periodo más triste de su vida. Lo llevaba en sus viajes, lo guardaba en un cajón de su escritorio, al alcance de la mano. Mi padre adquirió la costumbre de consultarlo en los momentos importantes de la vida. Abría el Evangelio al azar, leía las primeras líneas que le venían a los ojos y las consideraba una respuesta a sus dudas». Lo mismo hizo en esa ocasión crítica: abrió el libro al azar y leyó un pasaje del Evangelio según san Mateo que acabó de convencerle de que su muerte era inminente e inevitable. Por la tarde de ese mismo día el pulso del escritor fue debilitándose cada vez más y a las 8:38 de la noche su corazón dejó de latir.

El destino había dispuesto que Los hermanos Karamázov, su última gran novela, y el Diario de un escritor se convirtieran en una suerte de testamento espiritual. No había sido ésa la intención de Dostoievski, que seguía concibiendo planes y bocetos narrativos. Nunca pensó que ésas iban a ser sus últimas obras –¿qué escritor sabe cuál va a ser su última obra?–, pero su trayectoria literaria estaba cerrada, concluida y nada podía ya añadirse. Los hermanos Karamázov quedaría como estaba, sin la proyectada segunda parte, y el Diario de un escritor, que a lo largo de los últimos años le había servido de vehículo para la expresión de sus opiniones sobre los asuntos más dispares e imprevisibles, se convertiría en un texto clave para indagar en su pensamiento, en sus motivaciones más íntimas, en su ideología política y social, en sus sentimientos, sus temores y sus esperanzas; en suma, en su libro más personal, más definitorio, y a la par más extraño y desconocido.

Se ha escrito a veces que el Diario es el libro de Dostoievski en el que encuentran su plasmación más contundente las convicciones reaccionarias y xenófobas del autor. Es verdad. Pero no es toda la verdad. Se aprecian siempre en Dostoievski como dos planos: uno más directo y tajante, que se expresa con la mayor precisión y elocuencia; y otro más oblicuo y alusivo que se expone siempre a través de una voz interpuesta, la literatura, la narración, la pantalla de un personaje ficticio. El pensamiento de Dostoievski nunca es unívoco. Se diría que en lo más profundo de su ser le asaltaran dudas e interrogantes; que, a pesar de su tenacidad e insistencia, no estuviera del todo seguro de sus postulados. Las ideas explícitas de Dostoievski son muy claras y lineales –un nacionalismo exaltado que cae de lleno en el chovinismo, un desprecio sin paliativos por la ciencia y por cualquier adelanto técnico, una defensa encarnizada de la autocracia más retrógrada, una idea mesiánica del destino y la misión de Rusia, un rechazo a ultranza de todo lo extranjero, un antisemitismo furibundo, una fe ciega en la verdad del pueblo y en la que predicará a todas las naciones de Europa–; no lo son tanto las que culebrean y se insinúan en el fondo de su conciencia y que le impiden hallar reposo y sosiego.

Hay una anécdota que ilustra a la perfección la dualidad entre ese mundo seguro y firme que Dostoievski pretendía crearse y la inquietud y la desazón que laten en su interior. En una ocasión, durante su prolongada estancia en Europa en compañía de su segunda esposa, Anna Grigórievna, se desplazó a Basilea para contemplar un cuadro de Holbein el Joven, el Cristo muerto . Anna Dostoiévskaia nos ha dejado una descripción de ese momento: «Se trataba de un cuadro de Hans Holbein que representaba a Cristo después del martirio inhumano, ya desclavado de la Cruz y en proceso de descomposición. La visión de ese rostro tumefacto, lleno de heridas sanguinolentas era terrible. El cuadro causó una honda impresión a Dostoievski y lo dejó muy abatido. Yo, más débil, no pude resistir mucho tiempo y pasé a otra sala. Cuando regresé, al cabo de unos veinte minutos, encontré a mi marido delante del cuadro, incapaz de dejar de mirarlo. En su rostro lleno de horror leí la misma expresión que ya había advertido más de una vez cuando se acercaba una crisis de epilepsia». El dictamen de Dostoievski fue inapelable: «Un cuadro así puede inducirnos a perder la fe». Más tarde pondría esas palabras en boca del príncipe Mishkin, en El idiota .

Hombre en apariencia de una fe inquebrantable, de una religiosidad acendrada e indestructible, a Dostoievski anonada la contemplación de ese cadáver ensangrentado y medio corrompido; en fin, la corporeidad y humanidad de Cristo. ¿Y si Cristo no había sido más que un hombre? ¿Y si Dios no existía? Dostoievski mostró siempre una gran receptividad por los contrarios. Jamás dejó de valorar el peso y la relevancia de las opiniones opuestas a las suyas. Es ése un rasgo de amplitud de miras que a veces pasan por alto sus críticos. Como señala Mijaíl Bajtín, «el pensamiento de Dostoievski es bilateral y ambos lados no pueden separarse ni siquiera abstractamente». Dostoievski predica a voz en cuello sus ideas religiosas y nacionalistas, pero también, en voz baja, nos expone sus dudas a través de la pantalla de sus personajes, narradores desesperados, suicidas convencidos, hombres que no creen en nada, que han perdido cualquier asidero y a los que ninguna idea o sueño dorado ata ya a la vida. Cuando Varlam Shalámov exclama que Dostoievski es «el escritor más antirreligioso de Rusia» no está recurriendo a una paradoja. En ningún otro autor encontramos refutaciones tan rabiosas y tremendas de la fe como en Dostoievski; y no sólo en el episodio de «El gran inquisidor», sino también, por ejemplo, en la figura de Kirílov, el suicida lógico de Los demonios o, en el caso del Diario, en ese texto sorprendente y sombrío que es la «Sentencia» de un hombre que no encuentra razones para seguir viviendo o el magnífico y extraño relato, sin parangón en la obra del escritor, «El sueño de un hombre ridículo», donde la aspiración de una humanidad feliz toma forma sin intervención alguna de la religión ni de la divinidad.

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