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Joseph Frank - Dostoievski - Las semillas de la rebelión 1821-1849

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    Dostoievski - Las semillas de la rebelión 1821-1849
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Dostoievski - Las semillas de la rebelión 1821-1849: resumen, descripción y anotación

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Reflejo fiel de su época, personificación de aquello que Hegel llamaba el espíritu objetivo de su tiempo, Fiódor Mijaílovich Dostoievski (1818-1881) supo fundir en sus páginas los dilemas privados con aquellos que agobiaban a su sociedad; de ambos extrajo las ideas y los valores que se transformaron en la técnica de su arte. Pocos genios literarios han conseguido articular con igual intensidad experiencia, mente y espíritu. En los cinco volúmenes que constituyen esta monumental biografía, Joseph Frank reconstruye meticulosamente las aspiraciones e inquietudes de la sociedad rusa del siglo XIX, prestando mayor interés a los detalles de la vida cotidiana y dejando a un lado la existencia privada del escritor. Dostoievski. Las semillas de la rebelión, 1821-1849 da inicio a esta ambiciosa empresa intelectual y literaria, donde vida, obra y sociedad se mezclan en busca de un camino para interpretar la figura del coloso de la literatura rusa. Joseph Frank es profesor emérito de literatura comparada en la Universidad de Princeton y profesor emérito de literatura comparada y de lenguas eslavas en la Universidad de Stanford.

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V. La formación cultural

Si bien comparado con sus contemporáneos, Dostoievski recibió una educación religiosa excepcionalmente completa, no fue ésta la fuente exclusiva de su alimento espiritual en la infancia. No se justifica en lo absoluto decir, como lo ha hecho E. J. Simmons, que la educación de Dostoievski fue “lamentablemente deficiente” comparada con la que recibían los hijos de la clase media acomodada, por ejemplo Herzen, Turgueniev o Tolstoi, porque “parece ser que los verdaderos libros destinados a la instrucción formal que su padre le procuraba fueron en su mayoría religiosos”. Este juicio refleja el acento inusitado que se pone sobre la religión en el caso de la educación de Dostoievski; pero también favorece un prejuicio que se inclina a rastrear el origen de las llamadas negligencias en el estilo de Dostoievski —su supuesta carencia de “pulimento” artístico— en una insuficiente educación de su gusto cuando niño. En realidad, si nos detenemos a estudiar con más profundidad y detalle esta cuestión, comprobaremos que su formación literaria y cultural de ninguna manera fue inferior, ni estuvo descuidada.

El doctor Dostoievski sabía perfectamente bien que para que sus hijos pudieran labrarse un camino en la sociedad rusa, la llave que les abriría todas las puertas era el conocimiento del francés; de modo que, al mismo tiempo que el diácono que les impartía instrucción religiosa, contrató para los niños un preceptor de idiomas de apellido Souchard (a cuya escuela diurna asistirían después). Como su contraparte clerical, Souchard también enseñaba en el Instituto Catalina; y es probable que fuese más competente que la acostumbrada chusma de extranjeros vulgares que se empleaban en Rusia para iniciar a niños y adolescentes en los misterios de las principales lenguas europeas. Por otra parte, hasta donde nos es posible juzgar, parece ser que se lograba establecer un perfecto ajuste mutuo entre el estudio de la religión y el estudio del francés (aun cuando acaso fuese sólo casual). Que sepamos, el único texto que Monsieur Souchard señalaba como obligatorio para sus alumnos era La Henriade de Voltaire, obra épico- heroica (famosa por ser la última de su género) y que abunda en esa ortodoxia religiosa que resulta apropiada para el tema. Partes de esta obra fueron recitadas en alabanza del doctor Dostoievski durante una de las celebraciones de santo que ya hemos descrito.* Además, Souchard era un patriota ruso tan entusiasta que le pidió (y recibió) un permiso especial a Nicolás I para darle a su nombre una forma rusa. No es muy probable que un hombre con esa idiosincrasia haya inculcado a sus alumnos, como sucedía con muchos de los preceptores de las familias aristócratas, ideas peligrosamente subversivas, tanto en religión como en política. Por ejemplo, el instructor francés de Herzen le decía que la ejecución de Luis XVI había sido justa, pues el rey había traicionado a Francia.

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Los padres de Dostoievski también se encargaban personalmente de impartirles a sus hijos educación secular durante sesiones de lectura, por la noche. Desde luego, no debemos exagerar la importancia de ese estímulo ideológico y artístico a edad excesivamente tierna; pero, de todos modos, resulta sorprendente comprobar mediante cuántos múltiples hilos ese estímulo continuaba atado al Dostoievski más maduro. En 1863, el escritor recordaba: “Solía pasar las largas noches de invierno, antes de ir a la cama, escuchando (pues todavía no sabía leer), con la boca abierta a causa de la sensación de terror y de maravilla, mientras mis padres me leían en voz alta las novelas de Ana Radcliffe. Luego, en mis sueños, seguía desvariando acerca de ellas” (5: 46). Fue de esta manera inolvidable como Dostoievski entró por primera vez en contacto con la moda novelística que transformó el arte de la narrativa a finales del siglo XVIII, y cuya técnica posteriormente utilizaron Scott y Balzac para fines artísticos más elevados. Las principales características estructurales de esa técnica son: un argumento basado en el misterio y en el suspenso; personajes que siempre se encuentran involucrados en situaciones de extrema tensión psicológica y erótica; incidentes de crimen y mutilación de varias clases, y una atmósfera calculada para transmitir un estremecimiento de lo demoniaco o sobrenatural. Más adelante, Dostoievski se adueñaría de esas características de la técnica francesa y las llevaría hasta una cumbre de perfección jamás superada.

Cuando el doctor Dostoievski tenía algún tiempo libre durante las noches (y parece ser que esto ocurría con mucha frecuencia), también les ofrecía a sus hijos un alimento cultural más serio. Lo que les leía en esas ocasiones era la Historia del Estado ruso de Karamzin, la primera obra que desenterró el pasado ruso de las polvorientas crónicas monásticas y de la leyenda poética, para presentarlo como una epopeya nacional destinada a atraer la atención de un círculo amplio de lectores cultos. Tal como lo señalara Pushkin, Karamzin descubrió el pasado ruso como Colón había descubierto América. Puesto que al escribir su obra estaba inmerso en la gran tradición del siglo XVIII, caracterizada por la admiración hacia el despotismo ilustrado, Karamzin hace hincapié en la importancia que el poder autócrata tiene para mantener la unidad rusa, y para conservar la independencia nacional, luego que el país logró liberarse del yugo tártaro. Andrei nos dice que el de Karamzin era el libro de cabecera de su hermano Fiódor, obra que éste releía continuamente. No hay duda de que el posterior apoyo que Dostoievski le daría al zarismo culto de Alejandro II se sustentó, en parte, en esa prolongada inmersión en la perspectiva histórica de Karamzin.

“Yo crecí bajo la influencia de Karamzin”, escribiría a propósito Dostoievski, en 1870, cuando se acusó a ese pilar de las letras rusas de haber sido un reaccionario político. Lo mismo podría decirse de toda la generación de Dostoievski, aunque no es probable que el conocimiento común respecto de las obras de Karamzin haya sido tan íntimo ni tan precoz como en su caso. A su Historia le seguía en importancia la famosa obra Cartas de un viajero ruso, que era un brillante relato de sus Wanderjahre por Suiza, Alemania, Francia e Inglaterra; también este libro era leído en voz alta y analizado dentro del círculo familiar de los Dostoievski. Juzgada de acuerdo con cualquier norma o pauta, es indudable que la obra de Karamzin es uno de los mejores relatos personales de finales del siglo XVIII que la civilización europea haya jamás escrito; y que ofreció a varias generaciones de lectores rusos un magnífico panorama del legendario mundo europeo que con desesperación trataban ellos de imitar desde lejos. Por tanto, la impresión que extraían del libro inevitablemente era muy confusa. Karamzin sentía una admiración ingenua por todo lo que veía, y ansiaba acicatear a su país para que se enganchara en las filas del progreso europeo; pero también transmitía un sentido de presagio.

Las etapas iniciales de la Revolución francesa coincidieron con su primera visita a Francia; y a pesar de que, igual que tantos otros, el liberal masónico Karamzin saludó a la Revolución con sentimientos parecidos a los de Wordsworth (“Pero Europa en ese tiempo se estremecía de júbilo con Francia erguida en la cúspide de las horas doradas”), como al poeta inglés también a él los episodios posteriores de la Revolución lo llenaron de congoja y desilusión. Ya para el tiempo en que regresa con el objeto de publicar sus Cartas, les hace a sus compatriotas la advertencia de que no sigan el camino europeo, pues éste había desembocado en la subversión y en el caos social. Así pues, las Cartas de Karamzin ayudaron a difundir la idea —tan importante para el pensamiento ruso del siglo XIX— de que Europa era una civilización condenada a desaparecer y que ya estaba agonizando. Cuando Iván Karamázov recita su letanía acerca de los desaparecidos esplendores del “cementerio” cultural europeo, lo único que hace es repetir sentimientos que Dostoievski hacía ya mucho tiempo había recogido en las páginas de Karamzin.

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