Fiódor Dostoievski
El idiota
(texto completo, con índice activo)
Título original: Идиот (1869)
© e-artnow, 2013
Todos los derechos reservados
ISBN 978-80-268-0318-8
VIII
Una escalera amplia, clara y limpia conducía a la morada de Gania, situada en el tercer piso y que comprendía seis o siete piezas, entre pequeñas y grandes. El piso, sin tener nada de extraordinario, parecía superar las posibilidades de un funcionario cualquiera, aun admitiéndole un ingreso de dos mil rublos al año. Pero Gania y su familia sólo llevaban allí dos meses y lo habían alquilado con miras a tomar huéspedes a pensión.
Este acuerdo fue adoptado con gran disgusto de Gania, quien hubo, no obstante, de ceder a las instancias de su madre y hermana, deseosas de aumentar a toda costa los ingresos familiares y de ser útiles también. Gania consideraba denigrante aceptar huéspedes, porque creía que ello le avergonzaba ante la sociedad en que estaba hecho a brillar como un joven a quien se le abría un espléndido porvenir. Tales concesiones a lo inevitable y las demás ingratas condiciones de su existencia causábanle heridas morales cada vez más profundas. Durante cierto tiempo, después de acceder mostróse extremada y desmesuradamente irritable sobre cualquier nadería. De todos modos, sólo aceptó a título provisional y transitorio, ya que estaba resuelto a modificar la situación en un inmediato futuro. Pero este cambio total, este camino de escape que se hallaba resuelto a seguir, ofrecía una dificultad, una formidable dificultad cuya solución amenazaba ser más difícil y complicada que todas las precedentes.
Un pasillo que comenzaba en el recibidor dividía en dos zonas del departamento. A un lado estaban las tres habitaciones destinadas a huéspedes «especialmente recomendados». Además, en el mismo lado, había al final del corredor, junto a la cocina, una cuarta pieza, más pequeña que las restantes, en la que se alojaba el general Ivolguin, es decir, el cabeza de familia, quien dormía allí sobre un amplio diván y estaba obligado a entrar y salir por la cocina, usando para ir a la calle la escalera de servicio. El mismo cuarto servía de estancia a Kolia, hermano menor de Gania y colegial de trece años a la sazón, quien allí hacía sus trabajos escolares y allí dormía sobre un diván pequeño y estrecho, entre rasgadas sábanas. Además, el muchacho tenía la misión de esperar a su padre y de vigilarle, lo que se iba haciendo más necesario cada vez.
A Michkin le dieron el cuarto central de los tres de huéspedes. El primero de todos a la derecha de la puerta del príncipe, lo ocupaba Ferdychenko y el tercero estaba desalquilado aún. Al entrar, Gania introdujo a Michkin en la parte del piso que la familia se había reservado. Aquella zona se componía de tres aposentos: un comedor; un salón que sólo era salón por la mañana, transformándose, entrando el día, en despacho y dormitorio de Gania; y un tercer cuarto, muy pequeño y siempre cerrado, donde dormían las dos mujeres. En resumen, todos se hallaban muy apretados en el piso. Gania se limitaba a rechinar los dientes en silencio. Aunque era y deseaba ser respetuoso con su madre, se notaba desde el primer momento que se consideraba el gran déspota de la familia.
Nina Alejandrovna no estaba sola en el salón, sino con su hija. Ambas mujeres hacían calcetas mientras hablaban con un visitante: Iván Petrovich Ptitzin.
Nina Alejandrovna representaba unos cincuenta años. Tenía la faz delgada y consumida, con profundas y obscuras ojeras. Aunque melancólica y de aspecto enfermizo, su fisonomía y mirada resultaban agradables. En cuanto se la oía hablar comprendíase que era mujer de genuina dignidad y que poseía firmeza e incluso resolución. Vestía muy modestamente, como una vieja, un traje de color oscuro de antigua hechura; pero su apariencia, su conversación, el conjunto de sus modales denotaban que había frecuentado la mejor sociedad.
Bárbara Ardalionovna, muchacha de veintitrés años, bastante delgada y de mediana estatura, poseía uno de esos semblantes que, sin ser hermosos, tienen, sin embargo, el don de atraer y aun de fascinar casi tanto como la propia belleza. Era muy parecida a su madre, incluso en el atavío, ya que no albergaba pretensiones de elegancia. Sus ojos pardos, aunque a veces muy alegres y muy afables, de ordinario aparecían serios y pensativos. Sobre todo desde poco tiempo a aquella parte la mirada de la joven delataba una intensa preocupación. En su rostro leíanse energía y firmeza como en el de su madre, pero la hija delataba un carácter aún más vigoroso y decidido. Bárbara Ardalionovna tenía el genio vivo y hasta su propio hermano la temía. También el visitante que se hallaba a la sazón en la sala, Iván Petrovich Ptitzin, la temía un poco. Ptitzin era un joven de treinta años escasos, vestido con elegante sencillez y de modales agradables, aunque un poco solemnes. Usaba barba castaña, lo cual indicaba que no servía en los departamentos ministeriales. Sabía hablar bien y con inteligencia, pero en general solía permanecer silencioso. En conjunto producía una impresión favorable. Era obvio que Bárbara Ardalionovna le atraía y no se esforzaba en disimularlo. Por su parte la joven le trataba como a un amigo, si bien prescindiendo de contestar a ciertas insinuaciones. No obstante, Ptitzin no se había desanimado. Nina Alejandrovna le acogía con mucha amabilidad y desde hacía tiempo le testimoniaba gran confianza. Todos sabían que Ptitzin había logrado amasar una fortuna prestando dinero a elevado interés sobre garantías más o menos sólidas. Era muy buen amigo de Gania.
Éste saludó secamente a su madre, sin decir palabra a su hermana, y tras presentar a Michkin y dar explícitos detalles sobre él, salió en seguida del salón con Ptitzin. Nina Alejandrovna recibió al príncipe con afabilidad y viendo que Kolia entreabría la puerta le ordenó que llevase a su estancia al nuevo huésped. Kolia era un mozo de rostro sonriente y bastante atractivo y de modales francos e ingenuos.
—¿Dónde está su equipaje? —preguntó, introduciendo a Michkin en la habitación.
—Traigo un paquetito que he dejado en el pasillo.
—Voy a buscarlo. No tenemos más servidumbre que la cocinera y Matrena, de modo que yo me ocupo también en el servicio. Varia nos vigila a todos y está rezongando siempre. ¿Ha llegado usted de Suiza hoy? Lo he oído decir a Gania.
—Sí.
—¿Y es bonito ese país?
—Mucho.
—¿Montañoso?
—Sí.
—Bien. Ahora mismo le traigo sus paquetes. Bárbara Ardalionovna entró en aquel momento. —Matrena va a poner en su cama las ropas necesarias. ¿Trae usted maleta?
—No. Sólo un paquetito. Su hermano ha ido a buscarlo. Lo dejé en el recibidor.
—No hay equipaje alguno, aparte ese paquete —dijo Kolia, tornando—. ¿Dónde ha puesto usted sus equipajes?
—No tengo más que eso —dijo Michkin, cogiendo su paquetito.
—¡Ah! Ya estaba yo temiendo que Ferdychenko se los hubiera llevado.
—No digas necedades —ordenó, Varia con sequedad. Incluso para hablar al nuevo huésped, la joven empleaba un acento seco y no muy cortés.
—Podías tratarme más amablemente, chére Babette. Yo no soy Ptitzin, ¿oyes?
—Eres tan tonto, Kolia, que aún necesitarías de vez en cuando unos buenos azotes. Usted, príncipe, diríjase a Matrena para cuanto desee. La comida es a las cuatro y media. Puede usted comer con nosotros o hacerse servir en su habitación. A su gusto. Vamos, Kolia; no molestes más.
—Voy, voy... ¡Qué genio!
Al retirarse se cruzaron con Gania.
—¿Está papá en casa? —preguntó a Kolia.
El muchacho respondió afirmativamente y su hermano le habló unas palabras al oído.
Kolia asintió con la cabeza y siguió a Varia. Gania habló: