Si uno pretende, en una novela, tratar el espinoso tema de los embellecimientos o falsificaciones de la historia y discutir el sensible asunto de los fundamentos de la identidad nacional derivados de aquél, uno debe necesariamente trasponer las situaciones en el terreno de la ficción y, para no aburrir al lector, uno debe acomodarlos en una trama divertida que cautive su expectación. Es lo que intenté hacer con La historia subyacente.
Aunque las alegorías de esta novela no se refieren exclusivamente a Chile, sino más bien a tantos países ex colonizados, en aquellos años de ferviente adhesión de la solidaridad internacional, en que no había lugar para el humor, un par de editores españoles consideraron que eran un “mensaje desmoralizador para el pueblo” en momentos en que había que afirmar sus valores morales. Olvidaban que esos valores (identidad, símbolos, etc.) les habían sido inculcados en buena parte por las clases dominantes.
En fin, el libro fue publicado solo en alemán, recibiendo una buena acogida.
No insistí y por mucho tiempo olvidé el asunto. Habiendo cambiado los tiempos y los ánimos, pero no las condiciones que motivaron su escritura, me pareció recientemente que muchas de las afirmaciones de la novela seguían siendo válidas y que, sobre todo, el desarrollo de su trama seguía siendo tan interesante como la de una buena novela de aventuras. Así, me puse a hacer una revisión total del texto, una buena limpieza y un ajuste de los mecanismos de suspenso. Espero que el resultado lo justifique.
H. V.
2007
Propósitos de este informe
Mi nombre, por razones que parecerán obvias, no debe ser conocido. Fui enviado hace unos meses a Inglaterra con la misión de abrirme paso por cualquier medio hasta las secretas fuentes documentales del pasado, a fin de refutar, de una vez para siempre, la historia de Ansilania. Sabíamos que otros, solitarios buscadores de la verdad, me habían precedido en este intento, convencidos de que un pueblo con la memoria falsificada siempre luchará inadecuadamente por su libertad; y, más aún, persuadidos de que en el caso de una eventual victoria no podrá sino reproducir, de otra manera, el mundo de sus opresores. Y no ignorábamos que en la empresa por demostrar la falsificación, muchos de esos incautos soñadores perdieron o arriesgaron la vida. Mi primer paso consistió pues en visitar a Mr. Hache en la prisión de Wormwood Scrubs, condenado por atentado a la propiedad pública y preparación de un acto terrorista.
Como tantos hombres y hechos incómodos para la realidad oficial, Mr. Hache había sido, hasta hace poco, relegado al olvido. Para nosotros era un poeta nostálgico e incluso algo anacrónico, de modo que su inusitada hazaña nos dejó perplejos. Pero no solo se trataba de llevarle unas palabras de aliento. Debía comprobar hasta qué punto era efectivo que, antes del atentado, Mr. Hache había hecho importantes descubrimientos y escrito una nueva versión de nuestra historia. Rumores en ese sentido nos habían llegado a quienes, sin tomar sus actividades muy en serio, compartíamos su malestar por la indiferencia de la oposición en este tema. Pero no me fue fácil conseguir que Mr. Hache hablara.
Necesité semanas para vencer su desconfianza ante la simple evocación del asunto y para abrir una brecha en el desencanto que sus pasados propósitos demixtificadores le merecían. Mi primera sorpresa fue oírle decir que el delito por el que ha sido condenado y por cuyo misantrópico coraje le aplaudimos, no era obra suya, sino consecuencia de una confabulación de los agentes de Ansilania y la corporación británica que explota nuestras materias primas. Desde el momento mismo de su llegada a Londres, todos los actos de Mr. Hache, incluso los más íntimos, habrían sido estimulados y orientados desde afuera, de modo que conformaran, hasta el último instante de la consumación del asalto, una sólida red de evidencias acusadoras. Así, de forma limpia, empujando a su víctima a la propia perdición, dejando su condena en manos de la propia justicia, los conspiradores contaban con apoderarse de los escritos de Mr. Hache y descalificarle para cualquier intento de proseguir, algún día, sus investigaciones y denuncias. El azar, sin embargo, frustraría una parte de ese plan.
Solo cuando Mr. Hache me vio persuadido de su total inocencia en este delito, resuelto a esclarecer un malentendido que le enfada, pues ha hecho de él un héroe contra su voluntad, solo entonces me reveló la existencia del cuaderno y me sugirió la posibilidad de que Mrs. Webb lo hubiera conservado. Hay que agregar que en esta decisión también pesó mucho el hecho de que yo le dejara entrever el doble alcance de mis intenciones en una eventual reapertura de su caso.
Muchas cosas debieron pasar antes de que Mrs. Webb resolviera admitir ante mí la posesión del cuaderno: el incendio criminal de su casa en Gipsy Hill, donde podría haber sido destruido; disparatados robos de documentos en la organización donde ella trabaja; el encuentro lento y penoso de la resignación tras la muerte trágica de su marido; y, en fin, la presunción, tardía, de que bien pudo haber sido usada para turbar sensualmente a Mr. Hache, al igual que otras personas. Pero no fue sino después, como consecuencia de su conflictiva reconciliación con Mr. Hache y tras el nacimiento entre ella y yo de una sincera amistad, cuando Mrs. Webb se decidió a mostrármelo y por último a confiarlo a mi cuidado.
El cuaderno no solo contiene las pruebas de la ignorancia más cabal por parte de Mr. Hache del delito que habría de cometer y que le ha valido diez años de cárcel; contiene además casi todos los indicios de la conspiración a la que él ha aludido en nuestras conversaciones en la prisión: una red de ocasiones y solicitaciones aparentemente inconexas e inocentes que tuvieron por objeto guiar sus pasos hacia la ejecución de un acto que debería tener el perfecto semblante del cálculo y la deliberación. Pero aún me fue necesario brindar a Mrs. Webb un sostenido apoyo moral para que diera el paso más valiente y, en suma, el más generoso de todos: esto es, para que me autorizara a entregar el cuaderno a la justicia por intermedio de Mr. E. Sharp, nuevo defensor de Mr. Hache, quien ya ha solicitado, con éxito, la revisión de su caso, sobre la base del descubrimiento de nuevas evidencias; y, en fin, para que me autorizara a efectuar su publicación.
Esta debe cumplir una doble finalidad. La primera consiste en formar en la opinión pública la convicción en la inocencia del encausado.
Mr. Hache fue detenido hace cerca de un año, en el paso bajo nivel inmediatamente anterior a la estación de Watford Junction, cuando al volante de un furgón Austin, sustraído en la misma mañana, se disponía a huir con el producto del robo del Intercity Wolverhampton-Euston de las 10:30: dos cilindros de Arf B, un gas neurotóxico producido por Gurney Corporation, de Wolverhampton. Unos minutos antes, y en el instante mismo en que Mr. Hache habría irrumpido en el vagón postal y reducido a los vigilantes, de acuerdo a las declaraciones de éstos, presuntos cómplices que no serían jamás hallados habían detenido el tren justo sobre el viaducto, manipulando el sistema de señalizaciones, y habían aparcado el furgón al borde de la calzada del paso bajo nivel. Alertada por un denunciante anónimo, la policía acudió casi simultáneamente al lugar de los hechos.
La circunstancia de que aquel gas paralizante formara parte de entregas clandestinas y regulares de Gurney Co. al gobierno ilegítimo de Ansilania, transgrediendo así la prohibición del gobierno de S.M. de suministrar material bélico a dicho país, no sirvió mayormente para atenuar la culpabilidad de Mr. Hache. Las evidencias parecían contundentes: detención en flagrante delito; posesión de un arma con la que había efectuado numerosos disparos contra la policía, hiriendo a uno de sus perros favoritos; testimonios de los empleados ferroviarios e incluso de algunos pasajeros; premeditación, pues semanas antes había sido visto y fotografiado, espiando el recinto de Gurney Co.; la semana anterior había sido observado viajando en ese mismo tren y a la misma hora, presumiblemente para estudiar el terreno; dos días antes había despachado sus maletas a Londres, lo que se interpretó como un claro intento de preparación de la fuga, y el día previo al asalto había pernoctado en un hotel de Wolverhampton, en vez de hacerlo en el propio domicilio, etc.