C. Verdejo - Biografia de Thomas Alva Edison
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Presentación
En 1880 se asocia con J.P. Morgan para fundar la General Electric. En el ámbito científico, descubrió el efecto Edison, patentado en 1883, que consistía en el paso de electricidad desde un filamento a una placa metálica dentro de un globo de lámpara incandescente. Aunque ni él ni los científicos de su época le dieron importancia, estableció los fundamentos de la válvula de la radio y de la electrónica (el denominado efecto Edison). Las aportaciones de Edison al mundo del cine también fueron muy importantes. En el año 1889 comercializa la película en celuloide de formato 35 mm, aunque no la pudo patentar porque un tiempo antes George Eastman ya lo había hecho; aunque sí pudo patentar las perforaciones laterales que tiene este tipo de película.
En 1894 los Kinetoscopios de Edison llegan por primera vez a Europa; más concretamente a Francia. Dos años después, en 1896, presenta el vitascopio en Nueva York con la pretensión de reemplazar a los kinetoscopios y acercarse al cinematógrafo inventado por los hermanos Lumière. Por último, en 1897, Edison comenzará la llamada «guerra de patentes» con los hermanos Lumière respecto al invento de la primera máquina de cine. Muere el 18 de octubre de 1931, en West Orange, Nueva Jersey. Como homenaje póstumo, fueron apagadas las luces de varias ciudades durante un minuto. Capítulo 1Milán 1847 En aquella época, Milán era un rincón apartado del mundo que apenas nadie conocía. Capítulo 1Milán 1847 En aquella época, Milán era un rincón apartado del mundo que apenas nadie conocía.
No creas, amigo lector, que te estoy hablando del antiquísimo e histórico Milán de Italia. ¡Oh, no! El Milán de este relato que ahora comienzo era muy chiquito, recién estrenado, y muy lejano de Europa. Estaba situado más allá del charco, en la América que nacía impetuosa, precisamente en el Estado de Ohio. Imagino que este nombre debió recibirlo de algún emigrante italiano o hijo de emigrantes que, cansado de recorrer las inmensas llanuras y atravesar los espesos bosques del país, decidió afincarse en aquel lugar. Con el tiempo, otros viajeros llegaron hasta su vivienda toscamente construida. Y así, nació un pueblo, al que su fundador, aquel primer emigrante que descubrió las posibilidades del paisaje, dio el pomposo nombre de Milán, en recuerdo de la hermosa ciudad de Italia, que tal vez lo vio nacer.
A mediados del siglo XIX, en las fechas que nos ocupan, Milán, situado al oeste de los Estados Unidos de América, era un bello lugar casi desconocido. Su característica principal era el estar unido por un ancho canal con el lago Hurón. Y como es el caso que entonces no existían aún los caminos de hierro para los transportes, Milán se convirtió en el centro de un importante mercado de maderas y cereales. Era el mercado principal en todo lo largo y ancho de un territorio inmenso. Y en busca de sus mercancías llegaban al puerto de Milán, diariamente, más de veinte veleros. Este Milán, como ocurría en la infinidad de pueblos chiquitos quo sembraban el extenso Oeste americano, recién nacidos a una vida pletórica e intensa, no tenía historia, no tenía pasado que contar.
Hasta entonces nada extraordinario le había sucedido, porque todo era nuevo. Poro la historia le tenía reservado un espléndido destino. Le había elegido para ser nada más y nada menos que la cuna de uno de los hombres más geniales que ha conocido el mundo. Mas, vayamos por partes. Empecemos primero por esbozar ligeramente la vida que alentaba por aquellos tiempos en Milán y sus contornos. En América el presente se abría paso a una velocidad impresionante.
Parecía como si quisiera reparar la falta de pasado con un presente muy intenso, muy vivo, cargado de sucesos e historia. Era muy largo el camino que le quedaba por recorrer. Y estaba dispuesta a hacerlo a pasos de gigante. El tiempo ha demostrado que consiguió plenamente sus deseos, colocándose a la cabeza de una civilización dinámica. En 1847 empezaban a ocurrir cosas importantísimas dentro y fuera de Milán. Los árboles gigantescos que hasta entonces conservaron su virginidad, sin que la planta humana hollara los inmensos bosques, caían a tierra, tronchados por el hacha libertadora.
No era en un afán de destrucción, sino todo lo contrario. Aquellos troncos debían transformarse en barcos ligeros que surcaran los mares con sus cargamentos de riquezas naturales, de los que el país era pródigo. Los primeros ferrocarriles, simples juguetes salidos de las esforzadas mentes de los ingenieros de entonces, empezaban a cruzar las vastas llanuras y a horadar las montañas. Tremenda impresión la que causaban en las buenas gentes aquellos «diablos con penachos de humo», que pasaban cerca de ellos atronando el espacio con su ruido de cacharrería. Hoy nos harían reír. Pero entonces eran el no va más de la ciencia.
Un americano, el genial Morse, había conseguido otro gran triunfo en el terreno de los adelantos. Logró la posibilidad de la comunicación a distancia por medio del telégrafo. Y sin dar mucho crédito a las palabras, se hablaba de posibles aplicaciones de eso tan remoto y casi maravilloso que se llamaba electricidad. Es justo decir que las sencillas gentes del Oeste americano no creían en modo alguno que toda aquella serie de inventos diabólicos fuesen útiles para el engrandecimiento del país. Más bien les parecía que sólo podían reportarles contratiempos y desgracias. En el campo social también sucedían cosas importantes que con el tiempo desembocarían en una tremenda guerra civil.
Me refiero a la abolición de la esclavitud. Un grupo de hombres blancos, generosos y valientes, estaban empeñados en la empresa de libertar a los negros de tamaña humillación. Y en la lucha dejaban lo mejor de su hacienda y de su vida. Porque no les importaba perder su sangre persiguiendo el logro de tan bello ideal como es la igualdad entre las razas. Adalid de esta empresa fue Lincoln, el llamado «libertador de los negros». El inteligente estadista caminaba por aquel entonces por la senda que debería llevarle con paso firme hasta la presidencia de los Estados Unidos.
Y desde aquí lograría su ambicioso deseo de ver libres a casi cuatro millones y medio de negros que vivían en el país bajo el yugo de la esclavitud más ignominiosa. Y, entretanto, otros hombres procedentes del Este, del Norte y del Sur estaban empeñados en otra empresa no menos importante y que contribuiría a llenar de sabor y color la historia del país que nacía. ¡Oro en California! A la llamada de este grito acudieron cientos y cientos de familias enteras que atravesaban el país de punta a punta, en caravanas interminables. Los hombres, guiados por el afán de una riqueza rápida, riqueza que prometía la noticia de que en la lejana California se había descubierto oro, no vacilaban en abandonar los hogares que con tanta fatiga lograron crear, para ir en pos de lo que tan sólo era una ilusión. Porque si bien la noticia era cierta, no todos los que persiguieron la riqueza la alcanzaron. Esto fue privilegio de unos cuantos, no los más buenos ni los más inteligentes, sino simplemente los más afortunados.
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