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Robert Ludlum - La estrategia de Bancroft

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    La estrategia de Bancroft
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La estrategia de Bancroft: resumen, descripción y anotación

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Robert Ludlum La estrategia de Bancroft Todd Belknap el Sabueso ha sido - photo 1

Robert Ludlum

La estrategia de Bancroft

Todd Belknap, el «Sabueso», ha sido apartado del grupo de operaciones secretas para el que trabajaba tras ver cómo el traficante de armas yemení al que debía vigilar caía envenenado en su villa de Roma. A sus cuarenta y tantos años, Todd debe admitir que no se encuentra en su mejor forma y que el mundo del espionaje tampoco es el mismo. Pero, cuando descubre que Jared Rinehart ha sido secuestrado por una milicia libanesa, decide acudir en ayuda del hombre que le salvó la vida en el Berlín soviético. Y en su camino se cruzará Andrea Bancroft, una analista de fondos de inversión que ha ido demasiado lejos en los análisis sobre la fundación familiar para la que trabaja. ¿Qué es el proyecto Génesis y cuántos millones de vidas podría costar?

Título original: The Bancroft Strategy

Robert Ludlum, 2006

Traducción: Victoria E. Horrillo Ledesma

Yafeira: Me he conjurado

con hombres de espíritu,

dispuestos a remediar los males

de toda la humanidad.

Thomas Otway, A Plot Discovered (1682)

Prólogo
Berlín Este, 1987

No llovía aún, pero el cielo plomizo no tardaría en descargar. El aire mismo parecía a la espera, acobardado. El joven cruzó desde Unter den Linden al Marx-Engels-Forum, donde las gigantescas estatuas de bronce de los padres del socialismo teutón miraban hacia el centro de la ciudad con ojos ciegos y absortos. Tras ellos, frisos de piedra plasmaban la gozosa vida del hombre bajo el comunismo. Seguía sin caer una sola gota. Pero caería pronto. Sin tardar mucho, las nubes estallarían y el cielo rompería por fin. Era una inevitabilidad histórica, pensó el joven, recordando con sorna la jerga socialista. Era un cazador que seguía el rastro de su presa, y estaba más cerca de ella que nunca. Era, por tanto, primordial que ocultara la tensión que brotaba dentro de él.

Parecía uno más entre un millón en aquel autoproclamado paraíso de los trabajadores. Había adquirido sus ropas en el Centrum Warenhaus, el gran centro comercial de Alexanderplatz: no había muchos más sitios donde se vendieran prendas de hechura tan burda. Pero no era sólo su atuendo lo que le daba el aspecto de un obrero de Berlín Este. Era su forma de caminar, aquel andar apático, obediente y rastrero. Nada en él dejaba traslucir que había llegado del Oeste apenas veinticuatro horas antes. Hasta hacía unos instantes, estaba seguro de haber pasado desapercibido.

Una punzada de adrenalina tensó su piel. Creía reconocer los pasos que oía tras él en su larga caminata por Karl-Liebknecht-Strasse. Su ritmo le resultaba familiar.

Todos los pasos eran iguales y todos, sin embargo, eran distintos: había diferencias de peso y andares, variaciones en la composición de las suelas. Los pasos eran el solfeo de una ciudad, le había dicho a Belknap uno de sus instructores: tan corrientes que nadie reparaba en ellos y no obstante tan distinguibles para un oído bien entrenado como podían serlo las voces. ¿Los había distinguido bien Belknap?

No podía aceptar que le siguieran, ni siquiera como hipótesis. Tenía que estar equivocado.

O debía enmendar su error.

Todd Belknap, miembro novato de la rama ultrasecreta del Departamento de Estado estadounidense conocida como Operaciones Consulares —Op Cons en la jerga interna—, se había granjeado cierta reputación por su capacidad para encontrar a personas que preferían permanecer en el anonimato. Como la mayoría de los rastreadores, trabajaba mejor solo. Si el objetivo era mantener vigilado a un individuo, lo óptimo era un equipo cuanto más grande mejor. Pero un hombre que se había esfumado no podía ser sometido a vigilancia convencional. En esos casos, todos los recursos de la organización se ponían al servicio de la caza: era lo rutinario. Sin embargo, los mandamases de Op Cons sabían desde hacía tiempo que a veces convenía dejar a su aire a un único agente dotado de ciertos talentos. Permitir que se moviera por el mundo solo, sin el estorbo de un costoso séquito. Libre para seguir sus corazonadas. Libre para dejarse guiar por su olfato.

Un olfato que, si todo iba bien, podía conducir a Belknap hacia su presa, un agente americano llamado Richard Lugner que había traicionado a los suyos. Después de seguir docenas de pistas falsas, Belknap estaba seguro de haber dado por fin con su rastro.

Pero ¿había dado alguien con el suyo? ¿Estaba el cazador siendo cazado?

Volverse de pronto resultaría sospechoso. Se detuvo y, mientras fingía un bostezo, miró a su alrededor como si observara las estatuas monumentales. En realidad, estaba listo para evaluar de un solo vistazo a todo aquel que se encontrara en sus inmediaciones.

No vio a nadie. Un Marx de bronce sentado, un Engels en pie: miraban, enormes y ceñudos, por encima de sus barbas y bigotes verdigrises. Dos hileras de tilos. Una extensión de césped mal cuidado. Enfrente, la caja de cristal cobrizo, tosca y alargada, del Palast der Republik. Un edificio semejante a un ataúd, como construido a propósito para sepultar el espíritu humano. La explanada, sin embargo, parecía vacía.

Belknap experimentó un leve alivio, pero ¿estaba realmente seguro de lo que había oído? Sabía que la tensión hacía que la mente se jugara a sí misma malas pasadas, que viera duendes entre las sombras. Tenía que sofocar su angustia: un agente excesivamente nervioso podía cometer errores de apreciación, pasar por alto amenazas reales mientras se hallaba absorto en otras imaginarias.

Llevado por un impulso, echó a andar hacia el nocivo resplandor del Palast der Republik, el buque insignia del régimen. No sólo era la sede del Parlamento de la RDA, sino que albergaba diversos auditorios, restaurantes y un sinfín de oficinas ministeriales en las que se tramitaban infinitas solicitudes administrativas. Aquél era el último sitio al que se atreverían a seguirle, el último lugar en el que osaría presentarse un extranjero, y el primero que eligió Belknap cuando quiso asegurarse de que estaba tan solo como esperaba. Podía ser un golpe de inspiración o un error de principiante: pronto lo descubriría. Adoptó un aire de aburrida complacencia al pasar junto a los guardias de rostro granítico de la puerta, que miraron impasibles su ajado carné de identidad. Pasó por el aparatoso torniquete y cruzó el largo y envolvente vestíbulo, que olía a desinfectante y de cuyo techo colgaba, como el panel horario de un aeropuerto, un inmenso directorio de salas y oficinas. No te detengas, no mires alrededor. Actúa como si supieras lo que haces y los demás pensarán que así es . Podían tomarle por… ¿por qué? ¿Por un funcionario de medio pelo que volvía de almorzar? ¿Por un ciudadano que iba en busca de la documentación de su coche nuevo? Dobló una esquina y luego otra, hasta que llegó a las puertas que daban a Alexanderplatz, al otro lado del edificio.

Al salir del Palast, observó las imágenes que reflejaban los cristales del edificio. Un tipo larguirucho con calzado de obrero y tartera. Una mujer pechugona con los ojos hinchados por la resaca. Un par de burócratas de traje gris y tez a juego. Nadie conocido. Nadie que disparara sus alarmas.

Belknap continuó andando hacia el gran bulevar de neoclasicismo estalinista conocido como Karl-Marx-Allee. La anchísima calle estaba flanqueada por edificios de ocho plantas: una franja interminable de azulejos color crema, altos ventanales y filas y filas de balaustradas de estilo romano sobre el nivel de la calle. A intervalos, los azulejos decorativos mostraban a trabajadores llenos de contento, como los que habían construido el bulevar tres décadas y media antes. Si Belknap no recordaba mal, fueron esos mismos trabajadores los que encabezaron una rebelión contra el régimen socialista en junio de 1953, un levantamiento que los tanques soviéticos aplastaron sin contemplaciones. El estilo «pastelero» predilecto de Stalin resultaba sumamente amargo para los encargados de confeccionarlo a fuego lento. El bulevar era una hermosa mentira.

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