El oráculo de Soar, La cabeza del Bautista , es una narración tan recogida como heredada de las orillas de la historia, un enorme monólogo interior cruzado de preguntas sin apenas respuestas. El Leviatán que sale a respirar cuando y donde quiere y a cambio sólo nos deja alguna nube de vapor blanca como la nieve sobre la superficie.
Un sembrado de dudas y miradas. La historia de chatarreros y porquerizos en busca del náufrago de todo aquello, cuya única gracia, como la de la nave, consiste en flotar. Clásico juego de bolitas y agujeros donde atinar complicidades. « Aquí no hay ya nombres, ni falta que hacen. Ahora cuando el tiempo no tiene ya valor, ¿dónde, cuándo, quién dice ya de quién? »
Ubi nihil vales, ibi nihil velis , el signo de referencia de Perseo a Jasón, de Jonás a Ulises. La necesidad de encontrar, recoger y reunir los despojos y restos para poder retornar a través de ellos, sin poder decirlos, ni mostrarlos, salvo caso de extrema necesidad; construir con ellos, a través de ellos el deber de buscar y encontrar al héroe.
El oráculo de Soar es la memoria de un cuerpo descabezado, un tránsito a través de un conjunto orgánico de relatos que nos describen por sí mismos aquello que fue el derrotero de sus días sobre los nuestros. El oráculo de Soar es una constante pregunta, una c uidada reflexión acerca de lo que tenemos vs. lo que somos. « Los deberes para con las cosas son nuestros derechos ».
Antonio Oleaga
El Oráculo de Soar
La cabeza del Bautista
Educentia Narrativa
EDUCENTIA NARRATIVA; 1
Título original: El Oráculo de Soar. La cabeza del bautista.
© educentia, 2016
© Antonio Oleaga, 2016.
1ª Edición: Abril, 2016.
ISBN: 978-84-945339-1-4
Diseño/Retoque de cubierta: educentia
Fotografía de cubierta: Karan Gurani
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A mi padre, marinero y como todo buen marinero, náufrago.
«Los dos ángeles llegaron a Sodoma por la tarde». Gen, 19-1
Dice Millán, el Profeta, que aun en las edades del hielo, entre las estrellas más lejanas se recogen dimensiones extrañas y desconocidas a los hombres. Que entre aquellas esféricas geometrías se guardan, tanto del tiempo como de estos, los nombres y lugares e incluso los días y, dentro de ellos, las horas y aun en estas, los actos y circunstancias que corresponden a cada más mínima partícula de ellas. Y que esta infinitud de efectos retrocede en ocasiones hasta tal nivel de causa que todo deviene allí, en un instante de luz, en tiempo nuevo. Que entre aquellas descomunales dimensiones, todo queda recogido tan ordenadamente que no existe ya pérdida ni posibilidad de alteración alguna. Grande y pequeño se corresponden tan exactamente que nada atiende ya a particularidad ni privilegio alguno.
He oído hablar de una historia parecida a aquellos que viven a la sombra del acantilado, cuando aseguran que tras la oscura y caótica memoria de piedras, no solo se ocultan ciudades enteras, sino incluso sus historias reaparecen de nuevo bajo realidades que nos resultarían imposibles de creer y que en medio de ese caos, tales narraciones son capaces de retroceder en el tiempo, en sus mínimas consecuencias, hasta la semilla de lo humano: la imagen.
Cercano o lejano, algo terrible se guarda tras los mundos esféricos; algo que, columna siempre de por medio, no distingue futuro de pasado, y que esta forma de caos se conserva tanto entre aquellos lejanos astros como en las afiladas rocas del acantilado. Sin embargo, cuando algo llama desde allí a los hombres, el deber de retornar resulta ineludible y no es posible escapar ni esconderse de aquellas inevitables fuerzas siquiera en la distancia. Cruel paradoja el tener que reconocer, allí donde se cruzan los caminos de vida y muerte, razón a la sinrazón.
Claros son los caminos que nos despertarán de este irremediable sueño y nos señalarán de una forma irrechazable la cristalina puerta del retorno. Nadie comprendía ya cómo el día de la destrucción de Cantabria podía señalar, desde tan lejana predicción, a la transparencia de los límites entre lo personal y lo ciudadano: uno en todos y todos en uno. Porque no son sus actos ni errores lo que corrompe a los hombres, es la mentira, las serpentinas formas capaces de volverse sobre sí mismas y que si por un lado parecen generar tanta transparencia, por el otro generan los reinos de la estupidez. Como el hielo, morirán viendo sus propios ojos.
Los verdaderos narradores suelen ser ya pocos, tal vez porque la palabra, desprovista del envoltorio de la imaginación y fuera del camino de los hombres ya no interesa y, desencantada, conduce con demasiada facilidad tanto a la pobreza como a la soledad más absoluta. Cuando solo nos gusta oírnos ya a nosotros, la voz del narrador muere y nadie nos advertirá del cuidado sobre el relato: mirad por aquí, observad allá, ved por esta parte, de este otro lado también. Heridas que, cuando las bocas quedan ya mudas, solo pueden resaltar al efecto sonoro de nuestras preguntas, porque solo en suma de ausencias la soledad puede aproximarnos a la integridad de su obra.
Así es la memoria donde siete soles lucen sobre la lejana pero permanente bóveda atlántica. Qué curiosas deben ser las costas de aquellos otros mundos tan a destiempo de este presente, nada puede ya salir de allí, nada regresar, nada volver. Todo es pasado en la soledad absoluta de un cuerpo descabezado.
I . El oficio de Narrador
El Oráculo
Siempre sentado en el interior de aquel negro garito, Silo era un hombre ya mayor al que las incontables dioptrías de sus gafas ahumadas daban una apariencia despistada y casi ausente. En la penumbra, su enorme cabeza parecía un planeta desierto que girase en torno a una lejana estrella carburo, donde cada atardecer le sorprendía siempre como leyendo a escondidas. Hablaba pausadamente, como si las palabras fluyesen a impulsos, tal vez distraído a causa de las ocultaciones y eclipses entre las inconstantes lunas de aquel solitario astro. La suave luz del carburo descendía sobre él cargada de memoria y brevedad. El tiempo no dominaba ya sobre los atardeceres o amaneceres de aquel curioso mundo.
Muchos parroquianos creían que leía en voz alta debido a su edad, esos nunca le prestaron demasiada atención. Silo, el Oráculo de Soar, era un narrador. —«El sol salió de la tierra cuando Lot entró en Soar»—. Tuve la suerte de conocerlo o tal vez fue él quien me encontró. Cuando contaba una historia bajaba la cabeza y su voz se volvía más lenta, firme y profunda; de allí emanaba el aroma inconfundible de algo complejo, donde resonaban ecos y sonidos difíciles de interpretar por sus enormes silencios, donde nunca se prometía nada a cambio. Solo los oráculos son capaces de atravesar toda esa maraña de tiempos y espacios para retornar con la palabra de la mano, pero esta, fuera de su tiempo y lugar, no se muestra tan comprensible si no resulta transformada en objetos sencillos y fáciles de interpretar. Abatiendo toda estética, el oráculo solo habla a través del muro que conecta cielo y tierra y le separa de quien allí se atreve a preguntar. El problema con los oráculos es que jamás responden a lo que se pregunta, no hablan de lo que se ve, hablan de lo que hay detrás de lo que se ve y esto puede estar tanto en pasado como en futuro. Y así escuché aquella voz profunda, por primera y única vez dirigida a mí. Atardecía y amanecía a la vez sobre aquel sombrío planeta.
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