© Ediciones B, S. A., 2012
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright , la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Introducción
Ésta es la historia más feliz que hayan leído ustedes jamás. Habla de dos personas que llevaron una vida maravillosamente plena. Tuvieron profesiones apasionantes, se ganaron el respeto de sus amigos e hicieron importantes contribuciones a su barrio, su país y su mundo.
Lo curioso es que no eran genios de nacimiento. Obtenían puntuaciones normales en las pruebas SAT (Test de Aptitud Académica) y CI (Coeficiente Intelectual) y esa clase de cosas, pero no poseían dotes mentales o físicas fuera de lo común. Eran atractivos pero no bellos. Jugaban a tenis e iban de excursión, pero ni siquiera en el instituto fueron deportistas destacados, y a esa edad nadie habría dicho que estaban destinados a destacar en nada. Sin embargo, alcanzaron ese éxito, y todo aquel que los conoció tuvo la impresión de que su vida era por demás dichosa.
¿Cómo lo hicieron? Poseían lo que los economistas denominan habilidades no cognitivas, la categoría comodín para las cualidades ocultas que no es fácil contar o medir, pero que en la vida real conducen a la felicidad y la realización.
En primer lugar, tenían buen carácter. Eran activos, honrados y fiables. Tras los reveses, persistían y reconocían sus errores. Se sentían lo bastante seguros de sí mismos para asumir riesgos y tenían la suficiente integridad para cumplir con sus compromisos. Intentaban identificar sus puntos débiles, expiar sus pecados y controlar sus peores impulsos.
Y algo igual de importante: eran espabilados. Sabían interpretar a la gente, las situaciones y las ideas. Si se veían frente a una multitud o enterrados bajo un montón de informes, eran capaces de desarrollar una sensación intuitiva del paisaje —qué armonizaba y qué no armonizaría nunca, qué rumbo sería provechoso y cuál no lo sería jamás—. Para navegar por el mundo contaban con las destrezas de un marino avezado.
A lo largo de los siglos se han escrito miles de libros sobre cómo alcanzar el éxito. No obstante, estas historias suelen contarse en el nivel superficial de la vida. Describen las universidades donde estudian las personas en cuestión, la experiencia profesional que adquieren, las decisiones que toman, y los consejos y las técnicas que siguen para formar relaciones y progresar. Estos libros acostumbran centrarse en una definición externa del éxito, que tiene que ver con el CI, la riqueza, el prestigio y los logros materiales.
La historia que aquí contamos discurre en un nivel más profundo. Hace hincapié en el papel de la mente interior: el ámbito inconsciente de las emociones, las intuiciones, las tendencias, los deseos, las predisposiciones genéticas, los rasgos de la personalidad y las normas sociales, el ámbito en que se forma el carácter y la gente se desarrolla.
Vivimos en plena revolución de la conciencia. En los últimos años, numerosos genetistas, neurocientíficos, psicólogos, sociólogos, economistas, antropólogos y otros han hecho grandes progresos en el conocimiento de los componentes básicos del crecimiento humano. Y un hallazgo esencial de su trabajo es que no somos fundamentalmente fruto de nuestro pensamiento consciente. Derivamos sobre todo del pensamiento que tiene lugar por debajo del nivel de conciencia.
Los elementos inconscientes de la mente no son vestigios primitivos que hemos de sofocar para tomar decisiones sensatas. No son cuevas oscuras de impulsos sexuales reprimidos: los elementos inconscientes constituyen la mayor parte de la mente —donde se producen casi todas las decisiones y muchos de los pensamientos más dignos de admiración—. Estos procesos sumergidos son los semilleros del logro.
En su libro Strangers to Ourselves , Timothy Wilson, de la Universidad de Virginia, escribe que la mente humana es capaz de asimilar en un momento dado once millones de informaciones. Según la estimación más generosa, la gente es consciente de cuarenta. Ésta sólo inventa historias que intentan dotar de sentido a lo que está haciendo la mente inconsciente por su cuenta.
Wilson y la mayoría de los investigadores que aparecen en este libro no llegan tan lejos. De todos modos, sí creen que diversos procesos mentales inaccesibles para la conciencia organizan el pensamiento, determinan los criterios, forman el carácter y nos proporcionan las destrezas necesarias para prosperar. Según John Bargh, de Yale, igual que Galileo «sacó a la Tierra de su posición privilegiada como centro del universo», también esta revolución intelectual saca la mente consciente de su lugar privilegiado como centro de la conducta humana. Esta historia la aparta del centro de la vida cotidiana. Además, apunta a un modo más profundo de crecer y a otra definición de éxito.
E L IMPERIO DE LA EMOCIÓN
Este campo interno está iluminado por la ciencia, pero no es un lugar seco, mecanicista, sino emocional y lleno de encanto. Si el estudio de la mente consciente subraya la importancia de la razón y el análisis, el de la mente inconsciente pone de relieve la importancia de las pasiones y la percepción. Si la mente externa destaca el poder del individuo, la mente interna recalca el poder de las relaciones y los lazos invisibles entre las personas. Si la mente externa ansía estatus, dinero y elogios, la interna desea armonía y conexión —esos momentos en que la conciencia de la propia identidad se desvanece y la persona se ensimisma en un desafío, una causa, el amor de otra persona o el amor a Dios.
Si la mente consciente es como un general encima de una plataforma, que ve el mundo desde la distancia y analiza las cosas de forma lineal y desde el punto de vista lingüístico, la mente inconsciente es como un millón de pequeños exploradores que recorren el paisaje a toda velocidad enviando un flujo constante de señales y generando respuestas instantáneas. No guardan distancias con el entorno, sino que están inmersos en el mismo. Corretean por ahí, penetrando en otros paisajes, mentes e ideas.
Estos exploradores revisten las cosas de significación emocional. Se encuentran con un viejo amigo y mandan de vuelta una oleada de afecto. Descienden a una cueva oscura y transmiten un sentimiento de miedo. El contacto con un paisaje hermoso genera una sensación de elevación sublime. Una idea brillante produce satisfacción, mientras que la injusticia origina ira justificada. Cada percepción tiene su sabor, su fuerza y su textura, y diversas reacciones serpentean por la mente en un flujo de sensaciones, impulsos, opiniones y deseos.
Estas señales no controlan la vida, sino que determinan nuestra interpretación del mundo y nos guían, a modo de GPS espiritual, mientras planeamos rutas y derroteros. Si el general piensa en datos y habla en prosa, los exploradores transpiran emoción, y su acción se expresa mejor en relatos, poesía, música, imágenes, oraciones y mitos.
No expreso fácilmente mis emociones, como bien sabe mi mujer. Pero hay un relato fantástico, aunque apócrifo, sobre un experimento en el que a unos hombres de mediana edad conectados a una máquina de escáneres cerebrales se les pide que vean una película de miedo. Luego se les pide que describan sus sensaciones a sus respectivas eposas. Los escáneres son idénticos: puro terror en ambas actividades. Conozco la sensación. Sin embargo, si pasamos por alto los sentimientos de amor y miedo, de lealtad y asco que nos atraviesan cada segundo de cada día, estamos pasando por alto el terreno más esencial. Estamos dejando de lado los procesos que determinan qué queremos, cómo percibimos el mundo, qué nos empuja hacia delante y qué nos frena. Así que voy a hablar de esas dos personas felices desde la perspectiva de esta gozosa vida interior.