El manual del astrólogo cuántico
Michael Brooks
Traducción de Joan Soler Chic
Antoni Bosch editor, S.A.U.
Manacor, 3, 08023, Barcelona
Tel. (+34) 93 206 0730
Título original de la obra: The Quantum Astrologer’s
Copyright © 2017 by Michael Brooks Ltd
© de la traducción: Joan Soler Chic
© de esta edición: Antoni Bosch editor, S.A.U., 2019
ISBN: 978-84-948860-9-6
Diseño de la cubierta: Compañía
Maquetación: JesMart
Corrección: Olga Mairal
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright .
Índice
6 de octubre de 1570. En Inglaterra, Guy Dawkes es un bebé recién nacido que reposa en brazos de su madre, y la reina Isabel I acaba de ser excomulgada por la Iglesia católica. En Italia, el antaño gran Girolamo Cardano, ahora con setenta y nueve años que ya se hacen notar, también está a punto de perder el favor del estamento religioso.
Girolamo se encuentra en Bolonia, asistiendo a una reunión de los síndicos de la ciudad, los funcionarios del gobierno que dictaminan sobre derecho civil. Espera convencerlos de su inocencia, de que, en contra de lo que sostiene el Colegio Milanés de Médicos, no ha cometido sodomía ni incesto. Al serle prohibida su entrada en Milán para alegar en su defensa, la única esperanza que le queda son los síndicos boloñeses. No obstante, esta esperanza se ha frustrado y al parecer no tiene ni idea de lo insostenible que ha acabado siendo su posición. Ante la opinión pública, ahora es un loco. En Milán, se le vio pidiendo limosna en la puerta del Colegio de Médicos, donde en otro tiempo ostentó el cargo de rector. Hay momentos en que Girolamo se siente tan superado por su nueva desgracia, el hambre y su ignominiosa situación, que le da por maldecir en voz alta por las calles. No es de gran ayuda su afición a llevar encima un regalo que le hiciera años atrás el arzobispo de Escocia: una manta que se ciñe alrededor de la cintura y sujeta con un cinturón de cuero, echándose sobre los hombros el resto de la pesada y moteada prenda. En Italia nadie había visto jamás, no digamos ya lucido, nada parecido. ¿Quién puede culpar a los vecinos por burlarse?
Es sorprendente cómo caen los poderosos. Solo dos décadas atrás, este hombre fue requerido en Edimburgo para que tratara el asma del arzobispo. En su largo viaje a Escocia, los médicos del rey francés solicitaron a Girolamo que impartiera una serie de conferencias a su paso por París. Después, ya en Edimburgo, los cortesanos del joven rey Eduardo VI de Inglaterra le suplicaron que se acercara a Londres y visitara al joven y achacoso soberano. No satisfechos con aprovechar las habilidades médicas de Girolamo, lo convencieron para que confeccionara la carta astrológica real. Abandonó Edimburgo siendo un hombre rico y famoso; se marchó de Londres más rico todavía. En su viaje de regreso a casa, pasó por las principales ciudades de Europa, donde fue recibido por nobles y embajadores del Sacro Imperio Romano.
Ahora no tiene dinero ni para pagarse un alojamiento, y pasa las noches en una casucha abandonada en la que el viento silba entre las grietas de las paredes. Lo que queda del tejado cruje amenazadoramente sobre su cabeza. Cada noche, antes de acostarse, el afamado médico, el astrólogo real, el inventor de numerosas máquinas y abstracciones matemáticas –entre ellas, la teoría de la probabilidad–, observa las vigas podridas. Intenta calcular la probabilidad de que el edificio se desplome. Una parte de él se alegraría de tener un final rápido.
Sin embargo, llega la mañana y la casa se mantiene en pie. Con el estómago vacío y quejumbroso, Girolamo sale con cautela a la luz y mira calle abajo. Se despierta con buen ánimo. En su zancada hay aún agilidad cuando esquiva a un perro sarnoso dormido –ha desarrollado una fobia a los perros que tratará de explicar en las páginas de su autobiografía– mientras se encamina al centro de la ciudad. Hoy verá a los síndicos boloñeses, y ellos lo escucharán. No son como los carcamales mezquinos y de cara avinagrada que gobiernan Milán. A partir del día siguiente le permitirán ganarse de nuevo la vida. Entonces ve a alguien que lo está mirando desde el otro lado de la calle. Al principio, el rostro desfigurado y barbudo de Nicolo Tartaglia no se aprecia con nitidez. Pero, de pronto, el hombre conocido como El Tartamudo da un paso adelante y, junto a él, avanza un séquito de guardias municipales parapetados bajo una armadura que brilla con el primer sol de la mañana.
–Ahí está –dice Tartaglia. Las heridas infantiles de su cara son tan profundas que sus palabras apenas se perciben. Sin embargo, el destello en su mirada es inconfundible–. Detenedlo.
Mientras los guardias cruzan la calle, se revela otra figura. Observando con fría intensidad está Aldo, el hijo más pequeño de Girolamo. Lentamente, el muchacho se vuelve y se aleja, pero no sin que antes el padre advierta una sonrisa maliciosa, una mueca que celebra una venganza muy anhelada, un rubor en el rostro de su único hijo superviviente.
¿Alguna vez has querido comprender el universo? Tan pronto el fuego de ese deseo prende en tu alma y te quema de veras, no hay vuelta atrás. Es por eso por lo que ciertas personas dedican su vida a la física. O a la filosofía. O al budismo. O a las matemáticas. Todas están buscando respuestas. No creo que, en el fondo, todas estén siguiendo el mismo camino –y tengo mi propia opinión sobre cuál es la mejor opción–, pero, en cualquier caso, ninguna de estas vías es capaz de satisfacer por sí sola a todo el mundo.
Como ruta hacia el conocimiento, escogí la física. Algunos prefieren las enseñanzas de Jesucristo. Otros se decantan por Krisna o la Cábala. Mi amigo Girolamo Cardano –disculpad, es que hemos pasado mucho tiempo juntos– optó por la astrología. Sin embargo, nunca confió realmente en ella. Girolamo solía darle muchas vueltas a la adivinación, esforzarse, formular preguntas difíciles al respecto. No creo que todo el mundo haga lo mismo, ni siquiera con la física (lo que explica en buena medida la existencia de este libro).
Soy físico. Soy experto, si puede decirse así, en mecánica cuántica: la teoría que describe el funcionamiento del mundo a escala microscópica. Mi interés en Girolamo deriva del hecho de que se valió de su aguda inteligencia para sacar a la luz los cimientos matemáticos en los que se basa la teoría cuántica, nuestra mejor guía científica para orientarnos en el universo. La astrología y la física cuántica haciendo bullir un cráneo del Renacimiento. ¿Quién lo iba a decir?
Girolamo estaría contento de que os lo estuviera presentando: su obra, su mente y su vida. Siempre quiso ser famoso; a los doce años había decidido dedicarse a crear algo que le permitiera pasar a la posteridad. El hecho de que no sepamos casi nada de él no es más que una de sus muchas esperanzas frustradas.
También esperaba hacerse rico en la mesa de juego. Pese a inventar la teoría de la probabilidad solo a tal fin, apostando perdió el lecho conyugal y todas las joyas de su esposa. Luego estaba su esperanza de que su mujer, Lucia, tuviera una vida larga y feliz. Pero a pesar de sus éxitos como médico con otros, no pudo hacer nada para impedir su muerte tras catorce años de matrimonio. Esperaba que su hijo mayor llegara a ser un médico competente. Por desgracia, las estrechas relaciones de Giovanni con una familia de criminales convirtieron esta aspiración en algo demasiado optimista. El joven acabó siendo ejecutado por asesinato, lo que puso punto final a esa ilusión y partió el alma a Girolamo. Este esperaba además tener nietos; sin embargo, acabó criando solo al nieto de un hombre que había intentado hundirlo.
Página siguiente