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Kevin Brooks - Diario del b?nker

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Índice

Portada

Lunes, 30 de enero

Martes, 31 de enero

Miércoles, 1 de febrero

Jueves, 2 de febrero

Viernes, 3 de febrero

Sábado, 4 de febrero

Domingo, 5 de febrero

Lunes, 6 de febrero

Martes (?), 7 de febrero

Miércoles, 8 de febrero

Jueves, 9 de febrero

Viernes, 10 de febrero

Sábado, 11 de febrero

Domingo, 12 de febrero

Martes, 14 de febrero

Miércoles, 15 de febrero

Viernes, 17 de febrero

Domingo, 19 de febrero

Lunes, 20 de febrero

Martes, 21 de febrero

Miércoles, 22 de febrero

Jueves, 23 de febrero

Sábado, 25 de febrero

Martes, 28 de febrero

Miércoles, 29 (?) de febrero

Jueves, 1 de marzo

Domingo, 4 de marzo

Martes, 6 de marzo

Jueves, 8 de marzo

Viernes, 9 de marzo

Domingo, 11 de marzo

Lunes, 12 de marzo

Miércoles, 14 de marzo

Domingo, 18 de marzo

Lunes, 19 de marzo

Miércoles, 21 de marzo

Sábado

Domingo

Lunes

???

Ni días, ni noches

No puedo andar

Montaña...

Fred

Jenny...

Mucho tiempo

Jenny

Días, no luz

carne y sangre

ya no lloro

esto es todo lo que sé

Notas

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Lunes, 30 de enero

10.00 de la mañana.

Esto es todo lo que sé. Que estoy en una vivienda de techo bajo, rectangular, toda ella de hormigón encalado. Debe de medir unos doce metros de ancho y dieciocho de largo. Un pasillo la divide en dos, y de la mitad de este sale un segundo pasillo que termina en un ascensor. A lo largo del pasillo principal hay seis habitaciones, tres a cada lado. Todas tienen el mismo tamaño, tres metros por cinco, y en todas ellas hay una cama de armazón de hierro, una silla de respaldo rígido y un pequeño armario. A un extremo del pasillo hay un baño, y en el otro una cocina. Al lado de la cocina hay una sala más grande, y en el centro de esta una mesa de madera rectangular y seis sillas también de madera. En cada una de las esquinas de esa sala hay un banco en forma de L.

No hay ventanas. Ni puertas. Solo se puede entrar y salir en ascensor.

El plano de este lugar vendría a ser así:

En el baño hay una bañera de acero, un lavamanos también de acero y una taza de váter. No hay espejo, ni armario, ni accesorios. En la cocina hay un fregadero, una mesa, varias sillas, un fogón eléctrico, una nevera pequeña y un armario empotrado en la pared. El armario contiene una palangana de plástico, seis platos de plástico, seis vasos de plástico, seis tazas de plástico, seis juegos de cubiertos de plástico.

¿Por qué seis?

No lo sé.

Aquí no hay nadie más que yo.

Tengo la sensación de hallarme bajo tierra. La atmósfera de este lugar es pesada, compacta, húmeda. No es húmeda, pero se siente húmeda. Y huele a casa vieja, pero nueva. Como si se hubiera construido hace tiempo pero no se hubiera utilizado nunca.

No hay interruptores para la luz.

Hay un reloj en la pared del corredor.

Las luces se encienden a las ocho de la mañana y se apagan de nuevo por la noche.

Se oye un murmullo sordo por las paredes.

00.15

No hay ningún movimiento.

El tiempo pasa con lentitud.

Pensé que era ciego. Fue así como me engañó. Aún no me puedo creer que cayera en la trampa. Una y otra vez revivo mentalmente todo lo que ocurrió con la esperanza de poder cambiar algo, pero el desenlace siempre es el mismo.

Era un domingo a primera hora de la mañana. Ayer por la mañana. Yo no hacía nada fuera de lo normal, solo daba vueltas por la explanada que está frente a la estación de ferrocarriles de Liverpool Street y me esforzaba por no pasar frío. Buscaba despojos del sábado por la noche. Iba con las manos en los bolsillos, la guitarra colgada a la espalda y los ojos mirando al suelo. La mañana del domingo es un buen momento para encontrar material. Mucha gente se emborracha el sábado por la noche. Tienen que correr para no perder el último tren. Se les cae de todo. Dinero, tarjetas, sombreros, guantes, cigarrillos. El personal de limpieza se lleva casi todo lo que pueda tener algún valor, pero a veces se les escapa algo. Una vez encontré un Rolex falso. Lo vendí por un billete de diez. Así que siempre merece la pena echar una ojeada. Pero la mañana de ayer tan solo encontré un paraguas roto y un paquete de Marlboro medio vacío. Dejé el paraguas, pero me llevé los cigarrillos. No fumo, pero siempre viene bien tener cigarrillos.

Y el caso es que estaba allí e iba de un lado para otro, a mi bola, y entonces vi que dos trabajadores de la estación salían por una puerta lateral y se me acercaban. Uno de ellos era un tío legal, un joven negro llamado Buddy que normalmente no me complica la vida, pero al otro no lo conocía de nada. Era un tío corpulento, con gorra de visera y punteras de acero en las botas, y tenía pinta de querer buscarme problemas. Seguramente no era esa su intención, y de todos modos no creo que me hubieran hecho nada, pero siempre es mejor no correr riesgos, así que bajé la cabeza, me cubrí con la capucha y me marché hacia la parada de taxis.

Y fue entonces cuando lo vi. Al ciego. Impermeable, sombrero, gafas de sol, bastón blanco. Estaba de pie tras una camioneta de color oscuro. Creo que era una Transit. Las puertas estaban abiertas y había una maleta de aspecto pesado en el suelo. El ciego pugnaba por meter la maleta en la parte de atrás del vehículo. No lo conseguía. Le pasaba algo en el brazo. Lo llevaba en cabestrillo.

Debía de ser muy temprano y la estación estaba desierta. Oí que los dos empleados sacaban sus manojos de llaves y se reían de algo, y por el golpeteo de las punteras de metal del tío corpulento noté que se alejaban de mí, en dirección a la escalera mecánica por la que se sube al McDonald’s. Esperé un rato para estar seguro de que no regresaban y volví a prestar atención al ciego. Aparte de la camioneta Transit, la parada de taxis estaba vacía. Ni esos taxis de color negro ni nadie que esperase. Solo estábamos el ciego y yo. Un ciego con el brazo en cabestrillo.

Tuve un momento de duda.

Me dije: «Podrías marcharte, si así lo quieres. No tienes por qué ayudarlo. Podrías alejarte sin hacer ruido. Está ciego, no se va a enterar, ¿verdad que no?».

Pero no me alejé.

Soy buen muchacho.

Tosí para que se diera cuenta de mi presencia, y luego me acerqué y le pregunté si necesitaba ayuda. Él no me miró. Mantuvo la cabeza gacha. Y eso me pareció raro. Pero entonces pensé: «¿Y si es lo normal entre los ciegos? ¿Para qué van a mirar a alguien si de todos modos no pueden verlo?».

—Es por culpa de este brazo —murmuró, y señaló al cabestrillo—. No consigo levantar la maleta.

Me agaché y la agarré. No era tan pesada como me había parecido.

—¿Dónde quiere que la coloque? —le pregunté.

—En la parte de atrás —me dijo—. Gracias.

No había nadie más en la camioneta, no había nadie al volante. Me pareció muy extraño. En la parte de atrás de la camioneta apenas había nada, tan solo unos pocos tramos de cuerda, varias bolsas de la compra y una sábana vieja y cubierta de polvo.

El ciego dijo:

—¿Podrías dejar la maleta en los asientos de delante? Así luego me sería más fácil sacarla.

Empecé a sentirme algo incómodo. Allí había algo que no encajaba. ¿Qué hacía ese tío en aquel lugar? ¿Adónde iba? ¿De dónde había venido? ¿Por qué estaba solo? ¿Cómo diablos iba a poder conducir? Un ciego con el brazo roto...

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